Seminario Filosófico
Este texto pertenece a Andrés Felipe Escovar (editor de Mil Inviernos) . Hoy lo traemos nuevamente, in memoriam del profesor de filosofía.
SEMINARIO FILOSÓFICO
Por: Andrés Felipe Escovar
El hado tensa sus piernas obligándolo a quedarse sentado aunque quiera irse de una vez por todas. A usted nunca le interesó Heidegger ni su carta al humanismo pero, desde que escuchó el entusiasmo del Viejo Güevón (así bautizó al director del seminario junto a Luciano en un bar aledaño a la universidad), que se ufanaba de haber estudiado en Alemania, su apatía se tornó en repudio. El hado convierte a su estómago en una hinchada cámara de gas. Usted no tiene las fuerzas para levantarse e ir al baño; debe esperar el final de la reunión como lo ha hecho desde la primera sesión tres semanas atrás. El viejo emite comentarios graciosos como esos doctorandos jóvenes que se abroquelan en las oficinas de la universidad, resistiéndose a aceptar que la próstata le ha crecido tanto que orinar es más tortuoso que defecar en algún baño público; aunque, claro, el gran conocedor del pensamiento alemán nunca tuvo que acudir a ese tipo de lugares: siempre en compañía de expresidentes, de rectores y altas personalidades, dictó charlas sucedidas por cenas en embajadas. Es el Filósofo Rey preocupado por los ignorantes machacados por la guerra, haciéndose su embajador, mirándolos, cuando sale de la universidad, con la ternura que genera un perro callejero en una niña de buen corazón. El Viejo Güevón vocifera los encuentros intelectuales que llevará a cabo en el aula máxima, adelanta parte de las agudas interpelaciones que le hará a los invitados, analiza las noticias que salieron en el diario de la mañana, aclara, con modestia, que él no es un sistema de pensamiento porque sólo los grandes genios hacen grandes obras, él es un tipo normal y dice, tomándose las tirantas azules: Cuando estuve con Jurgen Habermas en Frankfurt caminamos mientras conversábamos sobre la ética discursiva. A usted el hado lo increpa con cavilaciones y arrepentimientos de su propia cobardía, a esa que lo condujo a inscribirse en la facultad de filosofía y letras porque le dio miedo quedarse en la casa de sus papás evocando todo lo que no ocurrió en su vida. El hado lo conmina a imaginar al Filósofo Rey con los pantalones abajo diciéndole a Jurgen: Por favor tócame, no aguanto un segundo más. Todo entre suspiros. En el coito todo son suspiros, como en el amor. Usted intenta sonreír pero la carcajada es abortada al mirarla a ella, a la asistente del Viejo Güevón y, más que a ella, a sus tetas pálidas, asomadas por un escote. La pobre sólo interviene cuando el Filósofo Rey se lo permite; ella habla con el mismo entusiasmo sin que eso obste para que el hado ordene a usted enamorarse y sospechar que el Viejo Güevón intentó acostarse con ella y la doctoranda no accedió porque nadie en la universidad le pierde pista a su Pensador. El hado le cuenta a usted o usted al hado cómo ella terminó convirtiéndose asistente de un filósofo cuando, a fuerza de su entrepierna pálida como sus tetas, hubiera podido acceder a la gerencia de un banco: en el vasto campo del pensamiento sólo deben haber sujetos de la estofa del Viejo Güevón, o bizcos como una compañera que escucha y anota cada comentario, o con granos colorados como los del tipo que levanta la mano y rebate al maestro esgrimiendo palabras que usted desconoce, o gordos como el par de muchachos que se ríen con fuerza de los chistes del Viejo Guevón y, al terminar cada sesión, se le acercan enseñándole algún libro costoso e ilegible que nunca leerán. El viejo acaba de hablar. Usted guarda su cuaderno en el morral y el dorso de su mano roza con el frío del revólver que el hado le ordenó tomar del escritorio de su papá. Lo saca con la misma ternura que el Filósofo Rey saca las monedas de su bolsillo para dar limosna. El Viejo Guevón aún no sale del salón, es asediado por los dos muchachos. Usted aún no se para, el hado lo deja sentado y ordena apuntar hacia ella que está parada a la mano derecha del Filósofo Rey; usted le dice: debiste ser gerente bancaria y ser la más deliciosa puta de las putas. El hado le dice que su labor es la de ser el vehículo del ajusticiamiento que se consuma menos de un segundo después de haber cerrado su boca. Sus piernas se aflojan, usted se incorpora, se dirige hacia el Viejo Güevón que mira a su asistente tendida en el suelo, le pega el cañón a la sien. El hado le ha aclarado que los estudiantes de filosofía tienen una disposición natural a la cobardía y no duda en indicarles, con el revólver, que salgan y grita: Si quieren llamen a la policía, ya todo se fue a la mierda. Usted abandona el aula, tomando el cuello y encañonando la sien Filósofo Rey que ni siquiera sabe su nombre cuando le suplica que no le vaya a hacer nada. Usted le replica: No grite, su voz me pone nervioso. Frente a la entrada de la universidad los estudiantes lo miran sin que alguno se atreva a disuadirlo; el más mínimo movimiento en falso haría que los sesos del viejo salgan despedidos junto a sus pensamientos. Luciano lo espera en el Renault 6 verde que le pidió a la tía. Usted lo tranquiliza cuando éste tatarea al querer preguntarle por qué tardó tanto, le enfatiza que no le incumplirá el trato. El adiós a la filosofía se está consumando. Se dirigen a la estación de policía donde, por fin, el capítulo terminará. Usted sabe que todos los agentes deben estar listos porque en la radio vieja del Renault ya se reporta el secuestro del eminente académico Oyos y la muerte de su asistente, que habría de partir dos días después a Alemania a presentar su tesis de doctorado. Al frente de la estación, las camionetas atestadas de uniformados paran en seco cuando advierten el auto verde. Luciano le dice: Máteme, con el mismo tono de voz que tiene el hado; él ya cumplió con su parte del trato, ahora usted debe cumplir con la suya; lo mira a los ojos y le dispara en el entrecejo y la cabeza de Luciano, ausente de Hegel, Platón y Descartes, se clava en el timón y el pito suena tan fuerte como las alarmas de las patrullas que rodean el Renault 6. Usted se baja del carro, utilizando al Viejo Güevón como escudo de protección y garantía para prolongar los últimos momentos, pero no cuenta con que el Filósofo Rey grite más alto que en las clases y lo pise tan fuerte que usted, al agacharse en un impulso que vence las órdenes del hado, lo deja escapar y, cuando intenta dispararle a la espalda, nada distinto a un ruido corto que semeja el del interruptor de su mesa de noche sale del revólver. Usted siempre tuvo un papá amoroso que descargó las armas desde que se casó y tuvo hijos. El Viejo Güevón corre, voltea la mirada, le dice que el hado ha dispuesto todo aquello y que él seguirá aprobando y reprobando tesis, organizando seminarios, encuentros y coloquios. Duelen más las puñaladas que los balazos pero son suficientes para llorar un poco, apretar los ojos y escuchar al hado que lo instiga a otear las rejas que surcarán sus años y a creer que todo lo que vendrá no será más que un pensamiento que brota en el momento en que usted está tirado en el piso, tomándose su esternón herido, escuchando los pasos cada vez más fuertes de los policías que se acercan.
Andrés Felipe Escovar