Borges y yo

Por Enrique Pagella

 

Año 1983. O tal vez 1984. El recuerdo es muy difuso, tanto como esos sueños que intentamos retener apenas despertamos y que ante el menor descuido se esfuman impiadosamente. No hacía mucho había terminado la escuela secundaria. Ya había hecho el servicio militar en la Prefectura Naval Argentina como marinero de segunda. La democracia en Argentina era un descubrimiento frágil y vigoroso, un obsequio inapreciable para un chico que apenas acusaba veinte años.  Además estaba enamorado, muy enamorado. En fin, ahora advierto que fui feliz o que al menos soy feliz recordándolo, pero consciente de que no vale la pena precisar la verdad. Somos presente puro, refractario.

Corría – no, correr no corrían, los años no corren y menos aún si me figuro a Jorge Francisco Isidoro Luis Borges leyendo o escuchando – es más verosímil –  estas palabras.

Entonces esos años fantásticos en los que yo quería ser poeta: Algo en mí ya sabía que el dinero sería siempre el objeto de la falta. Entonces poesía. Me había atiborrado con Pablo Neruda, con Antonio Machado, con Miguel Hernández y Oliverio Girondo. Me la pasaba escribiendo de una sentada furtivos poemas de amor. Pero no era el único que escribía porque eran muchos muchísimos los poetas que brotaban por todas partes, orgullosos, agudos, impulsivos y petulantes. Los talleres literarios de los poetas ya trajinados, curtidos por la indiferencia y por las cucardas de certámenes tan inciertos como ignotos, nos nucleaban en silenciosas hordas que frecuentaban todos los lugares comunes de las retaguardias literarias. Nos apiñábamos en bibliotecas, perpetrábamos recitales, chocábamos estéticas y con la candidez parricida de los cachorros editábamos efímeras revistas que anhelaban la gloria de las rupturas.

Cultivar aires de un profundo desapego y andar por allí con un libro a mano: qué tiempos. A mí, por lo menos, me fascinaba, claro que sin premeditaciones, componer ese personaje, sentirme un Rimbaud nonato cuya aura connotaba un futuro donde el prestigio y el talento me harían uno y sólo uno con mis sueños.

Fue en este ambiente de avidez artística e ilusas ambiciones que una tarde de una primavera de esos años – que no corrían – confluimos en la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) – curiosas estas siglas que remiten al Marqués libertino y más aún si se tiene en cuenta que la SADE es una institución que en todos sus aspectos – edilicio, aromático, simbólico, etc. – resulta asexuada.

Confluimos entonces en grupúsculos. Células perversas polimorfas de adolescentes portadores de poemas y revistas que por alguna extraña razón que no puedo precisar, se daban cita en la sede central de la SADE, en el aristocrático Barrio Norte de la ciudad de Buenos Aires. Teníamos que recitar, cosa que nunca me gustó – excepto cuando recitaba la maravillosa musa uruguaya:  Marosa di Giorgio; esa mujer te hacía sentir sus textos en la piel, en los pelos, en los genitales.

Y nosotros teníamos que recitar. Yo, por aquellos días, estaba empecinado en hacer poesía con el tango y haciéndome el «urbano», supongo, no tenía empacho en usar marcas comerciales en mis poemas. Por ejemplo, en uno de los poemas que llevé para recitar esa tarde de primavera del 83 o del 84, utilizaba una marca de slips masculinos, Eyelit, en lunfardo: eyelí; y otra de corpiños, Caro Cuore. El poema intentaba atrapar, en clave tanguera, el sufrimiento de Nicasio – ni casi otro – ante la indiferencia de su caro cuore, una gorda linda, «querendona». Mis amigos poetas me lo habían festejado, al igual que otro poema de los que llevé esa tarde, del que sólo recuerdo su motivo: San Martín, padre de la patria, libertador de América, masturbándose.

El caso es que el recital comenzó muy a mi pesar. Si mal no recuerdo – puesto que jamás volví a la SADE – estábamos en un salón de actos que era – y tal vez sigue siendo – como un teatrito a la italiana, con su escenario, donde comenzamos a leer nuestros poemas. El anfitrión, una especie de preceptor que nos habían puesto, presentaba solemnemente a cada grupo y la monótona cantinela de la lectura se desplegaba sin textura, sin matices.

Y yo, cada vez más resuelto a no subir a ese escenario, ya había guardado mis escritos con la peregrina intención de fugarme. Por eso fui uno de los primeros que lo vio, allí, en la última hilera de sillas. Jorge Francisco Isidoro Luis Borges y otro anciano nos escuchaban. Bastó con verlo para sufrir un escalofrío.

Nunca antes lo había visto en persona y aún no me había transformado en su lector. Aún no había frecuentado su obra, ni había crecido en mí la admiración que profeso por sus cuentos y sus ensayos, admiración que decrece ante su obra poética. Pero allí estaba el más grande escritor argentino de todos los tiempos y yo, que apenas lo había leído, temblaba absolutamente decidido a no leer.

Pronto, el medio centenar de jóvenes que éramos se puso de pie para aplaudirlo y el celador subió al escenario para anoticiarnos de lo que ya sabíamos: Jorge Luis Borges estaba allí. Y pronto también el viejo que lo acompañaba – sospecho que el presidente de la SADE de aquel entonces – lo ayudó a ponerse de pie y lo acompañó hasta el escenario. El maestro nos dedicaría unas palabras. Interminable resultó ese par de decenas de metros que recorrieron morosamente. Interminables también me parecieron los preparativos en el escenario. Una silla, el micrófono, las palabras previas del otro viejo. Interminable el silencio previo de Borges, la mirada perdida, las manotas sobre la empuñadura de su bastón.

Todo me viene difuso. No recuerdo con exactitud todas sus palabras, que fueron breves en su seseante tono de voz. Pero sí puedo afirmar que dijo algo así como que la juventud era una bella equivocación que sueña el adulto. Años más tarde creí encontrar esa teoría en su cuento «Ruinas Circulares».  Y luego de esbozar esa teoría se perdió en otro silencio del que salió con una palabra que detuvo el tiempo: «Desistan».

Insisto: mi recuerdo tiene la consistencia de un sueño. No es mucho más lo que recuerdo. No recuerdo qué hizo el presidente de la SADE para salir de la situación. Creo que le sacó el micrófono con ternura y unas palabras al oído. Luego Borges se fue y nosotros nos quedamos en silencio, calmos y reflexivos. Fue en ese momento que me fugué con una hermosa compañera del taller, fanática de Alejandra Pizarnik.

Caminamos sin rumbo por la ciudad, tratando muy mal a Borges, olvidando su sentencia, cobijándonos en las impresiones que nos provocaba, por aquella época, la lectura de «Rayuela» de Julio Cortázar.

Hoy ya no tengo la ambición de la poesía. Considero que es lo más difícil de escribir y sospecho que muchos se dedican a ella porque no ocupa mucho tiempo garabatear versos. Pero tengo a mano un cuaderno donde a veces compongo algunas estrofas que jamás leeré. He desistido.

En alguna otra ocasión les contaré la vez que me encontré a Juan Gelman en pijama en la biblioteca González Tuñon de poesía. Recién había vuelto del exilio y lo habían alojado allí, en la piecita en la que había vivido Evaristo Carriego, poeta celebrado por Jorge Francisco Isidoro Luis Borges.

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