«Absurda noveleta negra» de Antonio Reyes Carrasco Por Gabriel Velázquez Toledo

Les llaman malditos, indeseables, pero sólo son artistas marginales que no pertenecen a un grupo, a los que el oficialismo desprecia por su falta de pretensiones, los que no se acomodan a las circunstancias que permiten doblegar su conciencia crítica, como lo acostumbra el sistema (con canonjías o dádivas). Su obra se transforma en la ordalía que exhibe la mediocridad y el favoritismo con que se beneficia a ciertos creadores, artistas y/o escritores, ya sea por vínculos afectivos, fraternos o incluso familiares, es la odisea de crear y llevar al público su obra la que les erige legítimamente como el pulso del espíritu social.

Pierre Bordieu exploró, en Las reglas del arte, cómo el estado otorga premios, becas y espacios (para presentar, exponer y canonizar discursos que de alguna manera legitiman en lo social un trabajo), lo que le garantiza al régimen en turno cumplir la función de ente validador, además de, obviamente, el no ser sometido a la crítica y, en todo caso, invisibilizar las propuestas de quienes le incomodan, en favor de la sobre exposición de quienes le son útiles, razón por la que vemos a ciertos grupos manifestarse hasta en la sopa.

Más allá de las propuestas políticamente correctas y descafeinadas, que quizá poseen la técnica que se aprende en las escuelas, pero no la fuerza ni la intensidad que da vivir lo que se narra, está la de los artistas underground, la que da testimonio de que el arte es una pasión que emerge desde las antípodas de la conciencia y la imaginación. A estos artistas pertenece Antonio Reyes (Tapachula, 1978), creador de fancines, promotor de lectura, poeta de megáfono y autor de obras desquiciantes como Hiato (2004), novela que se puede insertar dentro del realismo sucio, el del Bukowski puro (no el de Pulp, donde ya se había ablandado), que nos recuerda que somos simples seres humanos atravesando por las circunstancias de la vida. Abro un paréntesis para decir, y no está de más, que el Toño fue traducido al Francés hace unos años con esta misma novela, pero que eso no le hizo perder el piso, pues sigue regando tinta y aplanando banquetas en la búsqueda de historias como cuando nos conocimos.

El año pasado presentó Absurda noveleta negra (Pinos Alados, 2021) y no ha dejado de hacerlo en cada café, recinto escolar y festival que se lo permite. Va solo, con sus libros a cuestas, pues es la mejor forma de darse a conocer en un estado pobre, como Chiapas, en donde los agentes literarios no existen, así como tampoco las editoriales ni nada que implique una labor profesional de difusión cultural y en la que lo único que queda es buscar que las obras circulen de mano en mano, en un efecto dominó que lo ha llevado a ser reconocido como un escritor que posee una propuesta literaria sólida.

Su novela es en parte un tributo a la novela de detectives, donde el uso de la deducción, la lógica que va de lo general a lo particular, crea un entramado sobre el que coloca a personajes que se pierden en el universo oscuro de la perversión humana, en donde el reflejo de la cotidianidad nos trae el recuerdo de lo más ruin del ser humano, su corrupción, emparejada con la muerte y la impunidad, que es parte de lo que se vive en un país en donde la ley se aplica en quien no tiene suficiente dinero para comprar su libertad o demostrar su inocencia.

Los personajes que crea están en la sintonía del sabor local, policías panzones, con más ira que inteligencia, políticos y millonarios aburridos, consumidores de películas snuff que apenas y les aparta de la monotonía. Aburto, asesor de la policía en ciertas investigaciones, reflexiona (en lo que más bien parecen reclamos que se hacen eco en la propia conciencia del que lee) e increpa a la policía sobre la descomposición de la que son cómplices, ya sea con su ignorancia o su haraganería, como cuando sabe del mismísimo jefe Bruno que hay una nueva víctima de feminicidio, al policía esto no le representa nada pero, para el aspirante a detective, es la impotencia de saber que no puede salir y hacer justicia por su propia mano, así que le duele, como un alfiler clavándosele en las uñas: “¿Cuál de todas las chicas desaparecidas jefe, cuál de todas en esta pinche ciudad?”.

El lenguaje reflexivo se acompaña de la réplica de crímenes terribles como el de la Dalia Negra en Los Ángeles (1947), lo que el autor utiliza como artilugio para recordarnos que la podredumbre humana es un continuum, del que M (el asesino) es la expresión reconocible, una que se presenta como el síntoma de una enfermedad que nos consume como sociedad:

Entiendo perfectamente por qué no han hablado de asesinos seriales, de ambos, por qué no relacionan nuestros crímenes. La ciudad está llena de otros locos iguales a nosotros, además, somos muy cuidadosos en hacer todo lo previo y lo a posteriori. A las “autoridades correspondientes” nada de esto le importa, de hecho, ellos son asesinos por excelencia, magnánimos rateros, criminales de saco y corbata, Matan desde curules, detrás de sus escritorios, con una llamada telefónica, con su firma. Algunos policías abusan de un sinfín de mujeres ebrias en sus rondas, asaltan, matan… al igual que nosotros, forman parte de los demonios, de los monstruos necesarios para demostrarles a todos el verdadero sentido de la vida: el caos, la destrucción, el absurdo constante.

La trama gira alrededor de la admiración de un asesino serial por la obra de un escritor ofuscado por las circunstancias de la vida, por lo que, de una forma extraña, es la misma vocación literaria del asesino una parte importante de la obra, tanto como lo es la nota roja en la construcción de nuestra cotidianidad. De esta forma, el criminal aspira a ser un artista que, si bien no puede construir con la palabra lo que quiere manifestar, retuerce la realidad para mostrar sus crímenes como su obra, una que todos disfrutan con un café y el periódico de la mañana:

La gente quiere asesinatos, crímenes, caos: un padre que maltrata y encierra a sus hijos en el ropero hasta que se asfixien, una madre embarazada colgada con una soga a la rama de un árbol… un maestro que abusa de sus alumnas, cuerpos desmembrados, decapitaciones, torturas, electrocutados, sesos en la carpeta asfáltica, el cadáver de un bebé abandonado en la basura, hinchado.

El asesino demostrará su admiración por Aburto entregando confesiones de sus crímenes en distintos estilos literarios (de la poesía a la prosa), buscando la aceptación del maestro, lo que al final le permitirá descubrirle, sin que por ello exista justicia porque, recordemos, esta no ha sido creada para detener a los verdaderos culpables.

Este es otro de los hilos conductores de la novela, la metaficción (las obras dentro de las obras) que muestran el talento del autor, en un tributo que va de James Ellroy a Raymond Carver, emulando estilos. Estas historias cortas, confesiones de crímenes pasados, por momentos nos hacen olvidar que sólo son una parte de algo más grande (la novela misma que el escritor, de forma resignada, ha de escribir con tinta de sangre).

Antonio recrea una ciudad del sur, donde la policía acepta su propia mediocridad y busca la ayuda de quien se interesa por la justicia hasta que de “arriba” exigen resultados que calmen a la opinión pública (la política de cara a las elecciones), lo que rompe el equilibrio precario de la endeble institución de justicia local, que termina por devorarse a sí misma.

En la obra vemos cómo el autor deconstruye la ciudad, la transforma y la enfrenta a sus propios demonios, por medio de su paladín aspirante a justiciero. La lucha (intelectual) contra un psicópata, no es más que la acusación contra la actitud que tomamos cotidianamente como espectadores, acostumbrados a tomar del caos nuestra dosis cotidiana de insensibilidad. El asesino fuerza con sus crímenes a transformar la cotidianidad, como se cambia de hoja en un libro:

Él no era más que un que un personaje de una película, o peor aún, de una mala novela. Él, M, Maldoror, Watson, el jefe Bruno, eran los personajes, y todo lo que había sucedido no era más que la absurda trama de una historia escrita por un maldito demiurgo, un escritor caprichoso, enfermizo e irracional. Una absurda novela negra.

Antonio Reyes Carrasco ha sentado las bases para lo que bien puede ser a futuro una serie de historias, con un personaje que ve, desde sus letras, cómo la sociedad se degenera y capta, con su talento, un retrato de la decadencia en la que, sin notarlo, estamos inmersos y de la que no hay salida.

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