Malas personas, borrachos y mentirosos: bienvenido al mundo laboral
Asli y Pedro son dos personas que se atravesaron en mi vida en circunstancias especiales: a los dos los conocí por trabajo. Pedro y yo fuimos compañeros de oficina el año pasado; sus mentiras y su constante olor a frutas le merecieron un lugar en este post. A Asli la conocí en 2004, compartimos casa como parte de mi programa de voluntariado en Inglaterra y nunca olvidaré su actitud agria. En este post cuento las historias de estos dos personajes, colegas míos, no amigos, y la forma en que se relacionaron conmigo. Solo compartí con ellos un tiempo limitado pero los dos me dejaron lecciones valiosas.
Pedro y el olor a fruta
El año pasado recibí una oferta laboral bastante difícil de rechazar. Alguien que yo conocía estaba buscando un traductor para un proyecto con una empresa importante. El trabajo pintaba emocionante y era justo lo que yo estaba buscando. Después de algunas entrevistas me llamaron para empezar a trabajar. Todo era regocijo y alegría. El plan para el primer día de trabajo consistía en una reunión informativa con el equipo interno y un par de reuniones más para conocer al personal del lado del cliente. Al principio todo transcurrió con normalidad excepto por un detalle. En la primera reunión del día, la sala de juntas en la oficina en la que estábamos reunidos tenía un olor dulzón, penetrante, algo parecido a frutas pudriéndose. Ese olor se me hacía bastante similar al que expele la gente durante el día cuando no se le ha pasado la borrachera.
La cercanía espacial que tenía con mi nueva jefa y con la otra traductora –quien tenía ocho meses de embarazo en ese momento– me permitía descartarlas como emisoras del tufo. También me descarté a mí mismo como causante de la pestilencia ya que no recordaba haberme emborrachado hasta altas horas de la madrugada la noche anterior. Estaba tan preocupado por causar una buena impresión y por demostrar que tenían razón al haberme contratado que no me habría atrevido a ingerir una sola gota de alcohol. Mucho menos se me habría ocurrido llegar a una reunión de trabajo oliendo a algo que no fuera colonia para hombre y responsabilidad. El olor farra a provenía de Pedro.
Pedro era un hombre costeño de 45 años, moreno y alto. Se vestía y hablaba de una manera relajada, elegante pero casual lo cual genera un efecto de retardada juventud y jovialidad. En la primera reunión de trabajo me informaron que él haría parte del equipo también como traductor. Pedro se presentó y nos contó que era de Barranquilla y que había vivido por muchos años en Bogotá antes de irse a establecer en los Estados Unidos. También nos contó que el trabajo lo había llevado a vivir a Alemania y realizar una travesía larga de negocios y placer por Europa, Asia y el norte de África. Según Pedro, antes de volver al país, había estado trabajando con alguna empresa súper importante manejando millones y millones de dólares, además venía de Tokio y antes de regresar a Colombia había trabajado también como interprete para un hospital siquiátrico en Washington. Pedro no dejó de jactarse de su apellido anglo –repitió varias veces que su papá es de Inglaterra– ,de haber hecho un MBA y del hecho de que todas las preguntas que él hacía eran «del tipo de preguntas ejecutivas que hacen las personas de negocios».
Nuestra labor principal consistía en traducir documentos. Este trabajo implica como mínimo tener nociones básicas de escritura y redacción y tener claras las reglas ortográficas y gramaticales de los dos idiomas en los que uno trabaja. Es imperioso que uno sepa utilizar comas, puntos, mayúsculas, etc., pero mi compañero no sabía nada de eso. Durante el transcurso del primer mes de trabajo Pedro logró demostrar que tenía habilidades y experiencia en muchas cosas menos para lo que se esperaba específicamente de nosotros. Por esta razón desde la segunda semana de trabajo debí añadir a mi carga laboral la corrección (reescritura y retraducción) de los textos que a él le habían encomendado. Pedro afirmaba que la mala calidad de su trabajo se debía a fallas técnicas con su computadora y argumentaba que “se me deshabilitaron los macros”. Yo recibía sus documentos a medio traducir solo para confirmar que no lo sabía hacer. Otra de las labores que nosotros debíamos llevar a cabo en el trabajo era interpretar en los talleres. Después de la primera sesión mi compañero se acercó a mí y me comentó que “para ser la primera vez que traducía en vivo sentía que lo había hecho bien”. Plop. Estas inconsistencias entre su experiencia laboral y su habilidades reales y el olor a frutas fermentadas se volvieron el pan diario y fuente de incomodidades y desconfianza en el equipo.
Aún así, después de observarlo durante estos dos meses me di cuenta de una cosa: Pedro ha perfeccionado una serie de habilidades sociales que son importantísimas para avanzar en el mundo laboral colombiano, habilidades con las que seguro logró conseguir el trabajo. Él es el tipo de persona que llega a cualquier lugar y consigue amigos, se cuentea la gente, tiene anécdotas para contar sobre cualquier tema y sobre cualquiera de las profesiones de las personas que se le crucen por el camino. En la oficina –a pesar de ser muy corroncho– les sacaba sonrisas y números de teléfonos a las niñas más bonitas. Pedro es de esas personas que no pierden oportunidad de sacar sus abolengos a relucir, de mencionar su camioneta y su apartamento, su antigua cadena de restaurantes y su larga experiencia laboral en empresas multinacionales que mueven millones y millones de dólares en conversaciones en el ascensor. El planeta completo es el escenario de este personaje que coquetea con secretarias, instructoras, celadoras, recepcionistas, contadoras y quien además logra entablar charla y amistad con los personajes más difíciles del lado del cliente.
Asli, una chica malaleche
Si Pedro es un dechado de habilidades sociales, Asli es absolutamente lo contrario. O lo era cuando la conocí en Londres en el 2004. Asli y yo empezamos a trabajar en la misma organización prácticamente al mismo tiempo, pero cuando la conocí me pareció que debía llevar mucho tiempo allí. Tenía una actitud desdeñada y parecía haber perdido toda la ilusión y las ganas en la vida. La turca rubia y gomela iba a la oficina y regresaba a casa sin alegría, sin luz, sin brillo y en las interacciones que teníamos en casa –vivíamos en el mismo lugar con otros voluntarios de la organización– era seca y cortante, no se comprometía con la dinámica pseudo-familiar que fijamos con el resto del grupo.
Culparla por ser malaleche era difícil cuando uno entendía las condiciones en las que trabajaba. La mayor parte del día la pasaba encerrada en un taller gris enseñando a personas con discapacidades mentales a tejer, a tapizar muebles, a coser ropa o a hacer manualidades. A Asli la habían asignado a esa labor porque había estudiado administración y diseño de modas y pensaron que su experiencia y conocimiento podría ser útiles allí. Sin embargo, todos los días Asli tenía que repetirles las mismas instrucciones artesanales a personas adultas que no podían ni siquiera vestirse solas y que las olvidarían al día siguiente. A diferencia del trabajo de Asli, en el mío yo tenía la posibilidad de interactuar por varias horas al día con adultos “normales”, de hacer trabajo de oficina o de correr por Londres haciendo vueltas en los apartamentos de los locos con los que trabajábamos o en hospitales o en bancos. No suena como el trabajo más entretenido pero de seguro lo era más que estar metido en un taller de costura con gente maloliente y de mal temperamento que nunca aprenderá nada de lo que le enseñes. Luego comprendí que a Asli no le gustaba su trabajo y se la pasaba aburrida de vivir en un país raro, hablando un idioma que no le gustaba, lejos de las comodidades y del dinero de su familia en su natal Estambul.
A pesar de su actitud desobligante y mala clase –que generaba incomodidades entre los convivientes en casa e incluso con las personas del trabajo– Asli cumplía con su detestable trabajo. Llegaba a la oficina a tiempo, hacía las cosas bien, no era irrespetuosa con los enfermos ni con las personas dependientes de la organización, asistía a los entrenamientos y apagaba las luces antes de irse a casa. Así lo fue desde el día uno hasta el día que se fue para París 10 meses después. De ese tiempo con ella aprendí algo muy importante: que no es indispensable ni obligatorio que uno sea amable, ni buena persona. Después de luchar contra su actitud seca y de esperar que se covirtiera en alguien amable y colaborativa, entendí que esa no era su naturaleza. Acepté que ella no era así, que no era chévere, que no pretendía caerle bien a nadie ni hacerse a amiga de todo el mundo. En el trabajo y en casa Asli hacía el menor esfuerzo por demostrarnos que le importábamos y esperaba justamente eso mismo. Cuando la batalla por incrementar la amabilidad y la amistad acabó, surgió para mí un estado de tranquilidad. No esperaba nada de ella, simplemente convivía con ese personaje entendiéndolo sin el ruido de esperar que fuera mejor.
Confrontarme con estos dos personajes, en momentos diferentes de mi vida y en situaciones diferentes me permitió sacar dos conclusiones. La primera, después de vivir y trabajar con alguien verdaderamente mala persona, es que la amabilidad no es una obligación. Por más que uno espere que la gente sea amable y querida, no tiene porqué serlo. No hay nada que obligue a nadie a ser buena persona. No hay reglas que obliguen a las personas a sonreír o a saludar o a tratar a la gente con amabilidad. Las personas con las que uno trabaja no son los amigos ni el parche de uno, uno no los escogió y no tiene porqué tratarlos como si fueran parte de su familia. No obstante, considero que soy afortunado si mis compañeros de trabajo son lo suficientemente amables y si logramos crear una camaradería que nos permita hacernos el día más amable y hacer un trabajo mejor. Además prefiero toda la vida tratar con alguien poco amable pero puntual y correcto, y no con el exceso de chabacanería de alguien de quien no sé qué esperar y quien trae al lugar de trabajo sus parrandas e inunda las dinámicas del día con el tufo.
Segundo, así como a nadie lo obligan a ser amable, a nadie lo obligan a ser honesto. A pesar de que la oficina no es el hogar, ni la finca, ni el lugar soñado donde todo funciona bonito y donde la justicia es aquello que regula todas las relaciones, uno puede hacerlo un lugar mejor siendo la mejor persona que puede. En Colombia la honestidad no es un valor obligatorio. En los trabajos y en las empresas uno se encuentra con personajes que se ganan las cosas echando cuentos, diciendo que hace lo que no hace, metiendo goles a punta de mentiras y creándole problemas a los demás. Corroborar día a día que mi compañero de trabajo mentía y que además ni siquiera era capaz de mantener los rollos me molestó a tal nivel que tuve que escribir una entrada sobre eso para Milinviernos. La mentira no es nada nuevo, pero no deja de ser doloroso que muchas veces el trabajo honesto, la calidad, el esfuerzo y el conocimiento adquirido a pulso a veces sean factores menos determinantes que las habilidades sociales o la facilidad para decir o hacer cualquier cosa para llegar a un objetivo.
Toda esta diatriba es simplemente para concluir que mí me gusta trabajar –amé trabajar en esa empresa y en ese lugar, con ese equipo, a pesar del tufo y de las mentiras. Sin embargo me gusta trabajar y vivir con gente honesta, que no miente, que no engaña y que ofrece siempre lo mejor que tiene. A uno le toca a veces trabajar en lugares que no escogió porque necesita el dinero o la experiencia y aunque la oficina no es el hogar siempre se puede uno hacer el mejor ambiente. Para terminar, les cuento que Asli y yo nos volvimos relativamente buenos amigos porque compartimos el hecho de que nuestros trabajos se volvieron totalmente rutinarios e infernales. Ya de por si trabajar con gente es difícil, mucho más trabajar con personas con problemas tan grandes como con quienes nosotros trabajábamos. Con ellos medir el progreso se hacía muy lentamente y a veces ni siquiera se podía medir. Acerca de Pedro, me di cuenta de que si dejaba las mentiras y el tufo de lado podía descubrir las increíbles habilidades gerenciales que tiene. El tipo es divertido, amable, organizado, táctico, preciso, además es puntual y no deja de cumplir nunca con el trabajo así llegue de la disco a la oficina. Tiene una iniciativa inmensa y aprende rapidísimo, es agradecido y humilde y absorbe con rapidez las cosas básicas que le toca a uno enseñarle. De todo eso uno puede aprender también.
@loloelrolo