Hijos de Maro (Entrega 20)
Por Enrique Pagella
Les presentamos la entrega número veinte de «Hijos de Maro». Si te perdiste alguna de las anteriores, oprime en el número correspondiente: 19, 18, 17, 16, 15, 14, 13, 12, 11, 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1
«- Este es el gran poder que no depende de la sangre; aquí acaba la disciplina de hoy – señalaba junto al dios y, sin darme tiempo a nada, corría como un gato de los llanos hacía mí para dar, antes de toparse conmigo, dos trancos antes, un bote que lo invertía en el aire, de modo que su cabeza rozaba la mía y la empuñadura de su doble espada daba de lleno en mi rostro, entretanto que su cuerpo, desinvirtiéndose, caía a mi espalda, listo para aprovechar mi ceguera y mi padecimiento, con un golpe en la nuca que me quitaba la conciencia cada vez.»
(Párrafo final de la entrega 16)
Despertaba en un cubículo clausurado por una gruesa trampa metálica que se erigía a los pies de la cucheta sobre la que estaba tumbado cada vez. A un costado, sobre una pesado pedrusco raso, distinguía una mampara cuadriforme en la que se sucedían presurosas imágenes y resonancias que no lograba comprender. La techumbre era estriada, cenicienta, y las paredes que me cerraban, estaban hechas de bermejos bloques pequeños, todos cuadrados y de similar dimensión.
Cuando lograba separar el dorso del jergón advertía el padecimiento que me procuraban el rostro y el occipucio. Prontamente resonaba cada vez el lenitivo que me había dedicado la espada de doble filo en el combate con el Primero apenas posaba su hoja sobre las heridas; pero no la hallaba. La única luminaria del encierro emanaba de la mampara, y era rigurosamente vacilante. Su color y alcance variaban según iban intercalándose las representaciones. Con gran esfuerzo me ponía al fin de pie y exploraba en vano los cobijos y debajo de la cucheta. De seguro me habían quitado la espada antes de arrojarme allí.
Luego sobrevenía una comprobación que lograba espeluznarme cada vez. Llevaba puestas las pantaletas y la pechera con que había visto al dios vocinglero en la mesnada; y como si la visión percutiera un mecanismo furtivo, un abatimiento espeso como la bruma de los pantanos negros, se apoderaba de mi carnosidad, debilitándola al punto de hacerme caer sentado sobre la cucheta.
Y éstas dicciones que me vienen se hacían audibles para mí mismo, como si este instante en que las enuncio fuese aquél o aquél fuese éste y el tiempo, el presente y el pasado, ya no se diferenciasen claramente en acción y relato. Así era que empezaba a escuchar en el interior de mi cabeza otra vez al dios, que decía: no sé qué hago aquí, no sé qué hago sonando en nuestras clarividencias, no sé porqué se me depara este desconsuelo perpetuo que invalida cualquier réplica, no sé quién eres ni quién soy aunque tenga un nombre que podría conferirte…
De inmediato advertía que la mampara se oscurecía imponiendo la penumbra en el cubículo, borrando mi cuerpo y dejándome reducido a la materialidad de mi voz que comenzaba cada vez a decir lo mismo que la voz del dios en mi mente: …pero cómo saber quién crea a quién y quién pone las palabras en nuestro cuerpos; la vida no es un enigma a develar; no sé le puede preguntar nada a la vida porque la vida no expone, la vida sólo expresa; y jamás permitas que el lamento te lleve a la pregunta y ésta al mutismo o a la aglomeración de palabras hueras que te embrollarán; sólo limítate a relatar sin esclarecimientos, y a proceder sin la afluencia de los resguardos.
Al encenderse nuevamente la mampara divisaba con meridiana claridad al dios dentro de sus contornos, y las lágrimas brotaban inexplicablemente de mis ojos. El dios, ahora desnudo, estaba acostado sobre una cucheta y lo higienizaban dos ancianos que vestían atuendos sumamente extraños; había también un tercer hombre, al parecer más joven, que entraba y salía del rectángulo de la mampara con paños que los viejos luego pasaban por el cuerpo del dios. Un poco por encima de la cucheta se observaban dos ventanucos a través de los cuales corría presuroso un paisaje desértico.
Y podía distinguir, cada vez, que mis sollozos prorrumpían instigados por la imperecedera devoción con que esos viejos higienizaban al dios, ahora silencioso, que, sin embargo, hablaba en mi mente. Existe un momento de la vida que se confunde con el desenlace, no siendo más que un cruce de voces, la que cuenta y la que es contada; somos los extremos de un relato que une mundos distantes. Y yo, que pronto abandonaré este mundo, sólo puedo cantar:
La realidad del sueño es real y te cierra los ojos.
El sueño de la realidad es un sueño y ya te cierra los ojos.
La verdad de los ojos cerrados no se sueña y ya te cerró los ojos.
Los ojos cerrados del sueño no se viven y ya te han cerrado los ojos.
Y el sueño de los ojos cerrados, sueña la verdad y cierras los ojos.
No temas: Cierra los ojos como yo y cálmate; ya sabrás distinguir el momento.
Instigado por la voz del dios cerraba los ojos y daba libertad a mi mente. Súbitamente aparecían las imágenes que me había suscitado la historia inconclusa de las Iotas mientras que mi olfato recreaba la fragancia de Maro. Entonces y cada vez disparábase una tanda liosa de recuerdos enrarecidos: El Necesario, su rostro, su voz: No eres él que debías ser; luego una página en blanco en la que, uno tras otro, aparecían inextricables signos; el ave bermellón, el kapka, que decía: Todo lo que puede suceder sucede pero solo sucede lo que puede suceder; y las palabras finales que me había dedicado Maro, después de entregarme la espada de doble filo:…jamás conocerás la imagen, jamás conocerás el nombre, y nunca desearás conocerlos. Qué las acaecidas estrellas alumbren tu camino.
Y aún con los ojos cerrados se me figuraba una selva tupida en la que me adentraba palpitante, como si huyera de un peligro. Podía escuchar mi hálito exinanido y sentir mi pecho a punto de despedazar sus límites, mientras que un espanto de bestia me impulsaba por una senda que desembocaba cada vez en una pequeña construcción disimulada entre la espesura. Ya conoces la imagen, escuchaba decir al dios, mi rostro es el tuyo; no te detengas hasta dar con el nombre que también es el mío. A no muchos pasos de distancia ya se escuchaba el fragor de mis anónimos hostigadores, en consecuencia forzaba cada vez la portilla y me introducía, no sin antes ocultarla con el follaje que pendía desde lo alto. Dentro, la oscuridad se cernía espesa cuando el crujido de la hojarasca que cubría el piso me alertaba de la presencia de alguna alimaña, pero una lumbre repentina me develaba a un niño de dorados cabellos que me decía «Heill», repetidas veces, al tiempo que me sonreía como nunca nadie lo había hecho.
– ¿Quién eres? – le preguntaba atento a los sonidos del exterior.
– Che ég er Snuflk Karlto – me contestaba cada vez y agregaba -,pe dauðir sjá dauða papyre kuera.
Para mi asombro podía comprender lo que me decía el niño. El decía llamarse Snuflk Karlto y me aseguraba que los muertos ven a otros muertos.
– Dime mi nombre, dime mi nombre – le imploraba entonces.
– Nde ert kuera Enrique Pagella, pe ohendu drauginn ñe’ẽ pe póra maela – me contestaba Snuflk Karlto.
Yo era Enrique Pagella, aquel que podía escuchar a los fantasmas.
Advertía entonces que aún tenía los ojos cerrados y comprobaba que no los podía abrir; el guerrero había desaparecido tras los párpados. Las formas que distingue la piel regresaban tras las que perciben los oídos, para discernir nuevamente el sonido que propalaba la pantalla y la inestabilidad de la luz que emitía. Pero por más que intentara abrirlos, mis párpados se empecinaban en su voluntad y cada vez se me adelantaban los labios y la lengua, desuniéndose y moviéndose.
– Vuelvo a la vida – me escucho decir circunspecto, esperando escuchar las voces de Roberto Ruppi, Oliverio Zacarías y David Solana. Pero era otra la voz que sonaba.
– ¡Abre los ojos de una maldita vez! – interviene despótica, la chillona voz del Necesario.
Al abrir los ojos me hallo aún en el cubículo y el Necesario y Maro me contemplan desde el umbral de la gruesa puerta metálica.
– Aquí lo tienes al dios que se ha vuelto carne; no es como los otros, ofrece resistencia al tacto – dice el Necesario.
– Qué las acaecidas estrellas nos resguarden, no es una señal favorable; y tienes razón en que se parece al último guerrero alumbrado – dice la bellísima Maro.
– Hola – atino entonces a decir.
– ¿Quién eres? – me pregunta el Necesario.
– Soy Enrique Pagella.
El Necesario y Maro se miran y enarcan las cejas e inflaman las mejillas conteniendo las carcajadas que no tardan en liberar.
– Pero qué mote soso… tiene este dios… francamente impronunciable – opina el Necesario.
– Erique Pajela – intenta pronunciar Maro.
– No – la corrijo – En… En-ri-que
– En-ri-que – silabea Maro.
– Pa-ge-lla.
– Pa-ge-la.
– Lla.
– Lla – logra decir con acierto Maro.
– Así es, soy Enrique Pagella, aquel que puede escuchar a los fantasmas, en mí habla un dios niño que es el creador de este mundo que yo he traducido para otro mundo, el mundo de donde provengo. El guerrero que se me parece es algo así como mi alter ego literario.
El Necesario compone una expresión burlona y entra al cubículo. Vuelvo a advertir el plasma instalado sobre una piedra, en donde ahora se suceden las imágenes de un combate milenario que me resulta sumamente familiar. Entonces reconozco a Brad Pitt en el papel de Aquiles.
– No comprendo lo que dices; si bien tienes consistencia hablas de manera inentendible, como todos esos dioses estúpidos que se nos aparecen – dice el Necesario.
Señalo el plasma y le sonrío.
– Ese es Brad Pitt, es de mi mundo, interpreta a Aquiles, la película se llama Troya ¿Qué hace aquí?
Maro, que me observa desde el umbral, ahora da unos pasos y se me queda mirando.
– ¿Tú sabes qué es eso? – me pregunta.
– Sí, es una película ¿Aquí también hay televisión?
El Necesario, sin que yo pueda anticiparlo, me toma del cuello con una mano y con la gran uña del dedo pulgar de la otra me practica un corte en la mejilla izquierda.
– Tiene sangre roja, maldita sea, debe de ser un Timo.
Maro, al escuchar estas palabras del Necesario, huye espantada de la celda, al tiempo que ingresan dos guerreros.
– Tapones para los oídos – dice el Necesario y uno de ellos le alcanza unos regatones que introduce en sus orejas.
Ambos guerreros hacen lo mismo mientras que el Necesario me suelta el cuello, arrojándome sobre la cucheta.
– Llévenlo a la cruz – ordena a sus subordinados y sale del cubículo.
– ¡¡¡No vengo a hacer daño!!! ¡¡¡Soy de otro mundo y estoy perdido o sigo soñando pero de otra manera!!! ¡¡¡Necesito ayuda!!! ¡¡¡Por favor… – imploro pero ya nadie me escucha.
Los dos guerreros me levantan en andas y me sacan del cubículo.
Excelente… me impresionó cuando pasé los ojos por este parrafo: Yo era Enrique Pagella, aquel que podía escuchar a los fantasmas.
Advertía entonces que aún tenía los ojos cerrados y comprobaba que no los podía abrir; el guerrero había desaparecido tras los párpados. Las formas que distingue la piel regresaban tras las que perciben los oídos, para discernir nuevamente el sonido que propalaba la pantalla y la inestabilidad de la luz que emitía. Pero por más que intentara abrirlos, mis párpados se empecinaban en su voluntad y cada vez se me adelantaban los labios y la lengua, desuniéndose y moviéndose.
Y vuelves a la vida… saliendo de ese laberinto en el que tratas de decir, hacer, implorar y nadie te escucha.
saludos amigo. yo sigo leyendo.
Carlos