En el tren de las once mil vergas
Guillaume Apollinaire es uno de los poetas de lengua francesa más conocidos en el mundo. Sus trabajos fueron isnpiradores para distintos movimientos de vanguardia. Lo que no se conoce mucho de él son las obras eróticas que escribió como ganapán, una de ellas fue «Las once mil vergas» que, en francés, rima con «Las once mil vírgenes. A continuación un fragmento del capítulo cuatro de esta novela aparecida en 1906:
El príncipe Mony y Cornaboeux habían ocupado sus plazas en el Orient-Express; la trepidación del tren no tardó mucho en producir sus efectos. Mony entró en erección como un cosaco y lanzó miradas inflamadas sobre Cornaboeux. Fuera, el paisaje admirable del Este, de Francia, desplegaba ante la vista sus bellezas limpias y tranquilas. El compartimento estaba casi vacío; un vejestorio, espléndidamente vestido, gimoteaba mientras babeaba sobre el “Fígaro” que intentaba leer.
Mony, que estaba envuelto en un amplio raglán, se apoderó de la mano de Cornaboeux y, haciéndola pasar por la abertura que hay en el bolsillo de esta cómoda vestimenta, la llevó hasta su bragueta.
El colosal ayuda de cámara comprendió el deseo de su amo. Su manaza era velluda, pero regordeta y más suave, de lo que nadie habría sospechado. Los dedos de Cornaboeux desabrocharon delicadamente los pantalones del príncipe. Agarraron la verga delirante que justificaba en todos sus aspectos el famoso díptico de Alphonse Aliáis:
La trepidación excitante de los trenes
Nos introduce deseos en la médula de los ríñones.
Pero un empleado de la Compagnie des Wagons-Lits entró y anunció que era hora de comer y que numerosos viajeros se hallaban ya en el vagón-restaurante.
–Excelente idea –dijo Mony–. ¡Cornaboeux, vamos a comer primero!
La mano del antiguo descargador salió de la abertura del raglán. Los dos se dirigieron hacia el comedor. La verga del príncipe permanecía erecta, y como no se había abrochado los pantalones, una protuberancia se destacaba en la superficie de su vestimenta. La comida empezó sin tropiezos, arrullada por el ruido de chatarra del tren y por los tintineos variados de la vajilla, de la cubertería y de la cristalería, turbada a veces por el salto brusco de un tapón de Apollinaris.
En una mesa, en el extremo opuesto a la de Mony, se encontraban dos mujeres rubias y bonitas. Cornaboeux, que las tenía enfrente, las señaló a Mony. El príncipe se volvió, y reconoció en una de ellas, vestida más modestamente que la otra, a Mariette, la exquisita criada del Grand-Hotel. Se levantó inmediatamente y se dirigió hacia las damas. Saludó a Mariette y se dirigió a la otra joven que era bonita y acicalada. Sus cabellos decolorados con agua oxigenada le daban un aspecto moderno que encantó a Mony:
–Señora –le dijo–, le ruego que me disculpe. Me presento yo mismo, en vista de la dificultad de encontrar en este tren relaciones que nos sean comunes. Soy el príncipe Mony Vibescu, hospodar hereditario. Esta señorita, es decir, Mariette, que, sin duda, ha dejado el servicio del Grand-Hótel por el suyo, me dejó contraer hacia ella una deuda de gratitud de la que quiero liberarme hoy mismo. Quiero casarla con mi ayuda de cámara y dotarlos con cincuenta mil francos a cada uno.
–No veo ningún inconveniente para ello –dijo la dama–, pero he aquí algo que no tiene aspecto de estar mal constituido. ¿A quién la destina usted?
La verga de Mony había encontrado una salida y mostraba su rubicunda cabeza entre dos botones, en la parte anterior del cuerpo del príncipe que enrojeció mientras hacía desaparecer el aparato. La dama se echó a reír.
–Afortunadamente se halla usted colocado de tal modo que nadie le ha visto… hubiera sido bonito…
Pero conteste, ¿para quién es este temible instrumento?
–Permítame –dijo Mony galantemente– ofrecérselo como homenaje a su soberana belleza.
–Veremos –dijo la dama– mientras esperamos y ya que usted se ha presentado, voy a presentarme yo también… Estelle Romange…
–¿La gran actriz del Frangaisi –preguntó Mony.
La dama asintió con la cabeza.
Mony, loco de alegría, exclamó:
–Estelle, hubiera debido reconocerla. Soy un apasionado admirador suyo desde hace mucho tiempo. ¿No habré pasado tardes enteras en el Théátre Franjáis, admirándola en sus papeles de enamorada? Y para calmar mi excitación, al no poder masturbarme en público, me hurgaba la nariz con los dedos, sacaba un moco consistente y me lo comía. ¡Estaba tan bueno! ¡Estaba tan bueno!
–Mariette, ve a comer con tu prometido –dijo Estelle–. Príncipe, coma conmigo. Sentados el uno frente al otro, el príncipe y la actriz se miraron amorosamente: –¿Dónde va usted?
–le pidió Mony. –A Viena, para actuar ante el Emperador. –¿Y el decreto de Moscú? –El decreto de Moscú me importa un pimiento; voy a enviar mi dimisión a Claretie… Me están marginando… Me hacen representar embolados… me rehusan el papel de Eoraká en la nueva obra de nuestro Mounet-Sully… Me voy… Nadie ahogará mi talento.
–Recíteme algo… unos versos –le pidió Mony.
Mientras cambiaban los platos, ella le recitó L’Invitation au Voy age. Mientras se desarrollaba el admirable poema en el que Baudelaire ha puesto un poco de su tristeza amorosa, de su nostalgia apasionada, Mony sintió que los piececitos de la actriz subían a lo largo de sus piernas: bajo el raglán alcanzaron el miembro de Mony que pendía tristemente fuera de la bragueta. Allí, los pies se pararon y, tomando delicadamente el miembro entre ellos, comenzaron un movimiento de vaivén bastante curioso. Súbitamente endurecido, el miembro del joven se dejó acariciar por los delicados zapatos de Estelle Romange. Pronto, empezó a gozar e improvisó este soneto, que recitó a la actriz cuyo trabajo pedestre no cesó hasta el último verso:
Tus manos introducirán mi bello miembro asnil
En el sagrado burdel abierto entre tus muslos
Y quiero confesarlo, a pesar de Avinain,
¡Qué me importa tu amor con tal que alcances gozo!
Mi boca a tus pechos blancos como petits suisses
Hará el abyecto honor de chupadas sin veneno
De mi verga masculina en tu coño femenino
El esperma caerá como el oro en los moldes
¡Oh, mi tierna puta! tus nalgas han vencido
De todos los frutos pulposos el sabroso misterio,
La humilde rotundidad sin sexo de la tierra,
La luna, cada mes, tan orgulloso de su culo
Y de tus ojos surge aunque les veles
Esta obscura claridad que de las estrellas cae.
Y como el miembro había llegado al límite de la excitación, Estelle bajó los pies diciendo:
–Mi príncipe, no lo hagamos escupir en el vagón-restaurante; ¿qué pensarían de nosotros?… Déjeme agradecerle el homenaje rendido a Corneille en la punta de su soneto. Aunque esté a punto de abandonar la Comedie Frangaise, todo lo que afecta a la Casa forma parte constantemente de mis preocupaciones.
–Pero –dijo Mony–, después de actuar ante Francisco-José, ¿qué piensa hacer?
–Mi sueño –dijo Estelle– es llegar a ser estrella de café-concierto.
–¡Tenga cuidado! –replicó Mony–. El obscuro señor Claretie que cae de las estrellas le pondrá un juicio detrás de otro.
–No pienses en ello, Mony, hazme unos cuantos versos más antes de ir a la piltra.
–Bueno –dijo Mony, e improvisó estos deliciosos sonetos mitológicos.
El culo De Onfala Vencido Sucumbe
–” ¿Sientes
Mi falo
Punzante?
–”¡Qué macho!…
El perro ¡Me mata!…
¿Qué sueño?…
–…¿Aguantas?.”
Hércules
Le encula
La señora
Tisbe
Se pasma:
“¡Bebé!”
Píramo
Inclinado
La ataca
“¡Hebé!”
La bella
Dice:
“¡Sí!, Luego ella
Goza,
Igual que
Su hombre.
–¡Exquisito! ¡Delicioso! ¡Admirable! Mony, eres un poeta archidivino, ven a joderme al coche-cama, tengo el ánimo follador.
Mony pagó las cuentas. Mariette y Cornaboeux se miraban lánguidamente. En el pasillo Mony deslizó cincuenta francos al empleado de la Compagnie des Wagons-Lits que permitió que las dos parejas se introdujeran en la misma cabina:
–Usted se arreglará con la aduana –dijo el príncipe al hombre de la gorra–, no tenemos nada que declarar. Antes de pasar la frontera, dos minutos antes por ejemplo, llame a nuestra puerta.
Una vez en la cabina, se desnudaron los cuatro. Mariette fue la primera en quedar desnuda. Mony no la había visto nunca así, pero reconoció sus grandes muslos redondeados y el bosque de pelos que sombreban su rechoncho coño. Sus pechos estaban tan duros y tiesos como los miembros de Mony y de Cornaboeux.
–Cornaboeux –dijo Mony–, encúlame, y mientras me limpiaré esta linda muchacha.
Estelle se desvestía más lentamente y cuando quedó desnuda, Mony se había introducido a la manera de los perros en el coño de Mariette, que, mientras empezaba a gozar, agitaba su grueso trasero y lo hacía restallar contra el vientre de Mony. Cornaboeux había introducido su corta y gruesa nuez en el dilatado ano de Mony que berreaba:
–¡Puerco ferrocarril! No vamos a poder mantener el equilibrio.
Mariette cloqueaba como una gallina y vacilaba como un tordo en las viñas. Mony había pasado los brazos a su alrededor y le aplastaba los pechos. Admiró la belleza de Estelle cuya tiesa cabellera revelaba la mano de un hábil peluquero. Era la mujer moderna en toda la acepción de la palabra: ondulados cabellos aguantados por peinetas de concha cuyo color combinaba perfectamente con la sabia decoloración de la cabellera. Su cuerpo era de una encantadora belleza. Su culo era vigoroso y provocativamente respingón. Su rostro maquillado con habilidad le daba el aspecto picante de una prostituta de lujo. Sus pechos eran un poco caídos, pero esto le sentaba muy bien; eran pequeños, menudos y en forma de pera. Al manosearlos, se notaban suaves y sedosos, tenían el tacto de las ubres de una cabra lechera y, cuando se giraba, brincaban como un pañuelo de batista arrugado como una bola al que se hiciera saltar en la palma de la mano.
En la mota, no tenía más que un pequeño mechón de pelos sedosos. Se echó encima de la litera y, haciendo una cabriola, colocó sus largos y vigorosos muslos alrededor del cuello de Mariette que, al tener el gato de su señora ante la boca, empezó a sorberlo con glotonería, hundiendo la nariz entre las nalgas, en el ojo del culo. Estelle ya había introducido su lengua en el coño de la doncella y chupaba a la vez el interior de un coño inflamado y la enorme verga de Mony que se meneaba ardorosamente en sú interior. Cornaboeux gozaba beatíficamente de este espectáculo. Su gruesa verga que ardía en el peludo culo del príncipe, iba y venía lentamente. Dejó escapar dos o tres buenos pedos que apestaron la atmósfera aumentando los goces del príncipe y de las dos mujeres. De golpe, Estelle empezó a gemir aterradoramente; su culo comenzó a bailar ante la nariz de Mariette cuyos cloqueos y culadas se hicieron más fuertes. Estelle lanzaba sus piernas enfundadas en seda negra y calzadas con zapatos de talón Luix XV a derecha y a izquierda. Agitándose de este modo, dio un golpe terrible a la nariz de Cornaboeux que quedó aturdido y empezó a sangrar copiosamente. “¡Puta!” aulló Cornaboeux y, para vengarse, pellizcó violentamente el culo de Mony. Este, enfurecido, pegó un terrible mordisco en el hombro de Mariette que descargó berreando. Bajó el efecto del dolor, plantó sus dientes en el coño de su señora que apretó histéricamente los muslos alrededor de su cuello.
–¡Me ahogo! –articuló Mariette con dificultad.
Pero nadie la escuchó. El abrazo de los muslos se hizo más fuerte. El rostro de Mariette se tornó morado, su boca llena de espuma permanecía pegada al coño de la actriz.
Mony, aullando, descargaba en un coño inerte. Cornaboeux, los ojos fuera de sus órbitas, lanzaba su semen en el culo de Mony exclamando con voz exangüe:
–¡Si no quedas encinta, no eres hombre!
Los cuatro personajes se habían derrumbado. Tendida en la litera, Estelle rechinaba los dientes y pegaba puñetazos en todas direcciones mientras pataleaba furiosamente. Cornaboeux meaba por la portezuela. Mony trataba de retirar su verga del coño de Mariette. Pero no había manera. El cuerpo de la doncella estaba completamente inmóvil.
–Déjame salir –le decía Mony, y la acariciaba, luego la pellizcó en los muslos, la mordió, pero no hubo nada que hacer.
–¡Ven a separarle los muslos, se ha desmayado! –dijo Mony a Cornaboeux.
Con grandes dificultades Mony consiguió sacar su miembro del coño que se había estrechado terriblemente. Enseguida trataron de hacer volver en sí a Mariette, pero no hubo nada que hacer.
–¡Mierda!, ¡ha estirado la pata!–dijo Cornaboeux.
Y era cierto, Mariette había muerto estrangulada por las piernas de su señora, estaba muerta, irremediablemente muerta.
–¡Estamos frescos! –dijo Mony.
–Esta marrana es la causa de todo –opinó Cornaboeux señalando a Estelle que comenzaba a calmarse.
Y tomando un cepillo del neceser de viaje de Estelle, empezó a golpearla violentamente. Las cerdas del cepillo la pinchaban a cada golpe. Este castigo parecía excitarla extraordinariamente.
En este momento, llamaron a la puerta.
–Es la señal convenida –dijo Mony–, dentro de unos instantes pasaremos la frontera. Es preciso, lo he jurado, dar un golpe, medio en Francia, medio en Alemania. Agarra a la muerta. Mony, con la verga tiesa, se arrojó sobre Estelle que, con los muslos separados, le recibió en su coño ardiente gritando:
–¡Métemela hasta el fondo, toma!… ¡toma!…
Las sacudidas de su culo tenían algo de demoníaco, su boca dejaba resbalar una baba que¿ mezclándose con los afeites, goteaba infecta sobre el mentón y sobre el pecho; Mony le metió la lengua en la boca y le hundió el mango del cepillo en el ojo del culo. Bajo el efecto de esta nueva voluptuosisad, ella mordió tan violentamente la lengua de Mony que él tuvo que pellizcarla hasta hacerla sangrar para conseguir que la soltara.
Entretanto, Cornaboeux había dado vuelta el cadáver de Mariette cuya cara amoratada era horrorosa. Le separó los muslos e hizo entrar dificultosamente su enorme miembro en la abertura sodómica. Entonces dio rienda suelta a su ferocidad natural. Sus manos arrancaron mechón a mechón los rubios cabellos de la muerta. Sus dientes desgarraron la espalda de una blancura polar y la sangre roja que brotó, tenía el aspecto de estar expuesta sobre nieve. Un instante antes del goce, introdujo su mano en la vulva aún tibia y haciendo entrar completamente su brazo en ella, empezó a tirar de las tripas de la desgraciada doncella. En el momento del goce, ya había sacado dos metros de entrañas y se había rodeado la cintura con ellos como quien se coloca un salvavidas.
Descargó vomitando su comida tanto por las trepidaciones del tren como por las emociones que había experimentado. Mony acababa de descargar y contemplaba con estupefacción a su ayuda de cámara que hipaba repulsivamente mientras vomitaba sobre el cadáver destrozado. Los intestinos y la sangre se mezclaban con los vómitos, entre los cabellos ensangrentados.
–Puerco infame –exclamó el príncipe–, la violación de esta joven muerta con la que debías casarte según mi promesa, pesará duramente sobre ti en el valle de Josafat. Si no te quisiera tanto, te mataría como a un perro.
Cornaboeux se levantó, ensangrentado, expulsando las últimas boqueadas de su vómito. Señaló a Estelle cuyos ojos dilatados contemplaban con horror el inmundo espectáculo:
–¡Ella tiene la culpa de todo! –manifestó.
–No seas cruel –dijo Mony– te ha dado ocasión para satisfacer tus gustos de necrófilo. Y como pasaban sobre un puente, el príncipe se asomó a la portezuela para contemplar el romántico panorama del Rhin que desplegaba sus esplendores verdosos y se extendía en largos meandros hasta el horizonte. Eran las cuatro de la mañana, algunas vacas pacían en los prados, unos niños bailaban bajo los tilos germánicos. Una música de pífanos, monótona y fúnebre, anunciaba la presencia de un regimiento prusiano y la melopea se mezclaba tristemente al ruido de chatarra del puente y al sordo acompañamiento del tren en marcha. Unos pueblos felices animaban las orillas dominadas por los burgos centenarios y las viñas renanas exponían hasta el infinito su mosaico regular y precioso.
Cuando Mony se giró, vio al siniestro Cornaboeux sentado sobre el rostro de Estelle. Su culo de coloso cubría la cara de la actriz. Se había cagado y la mierda hedionda y blanduzca caía por todos lados.
Asía un enorme cuchillo y araba con él en el vientre palpitante. El cuerpo de la actriz tenía breves sobresaltos.
–Espera –dijo Mony– permanece sentado.
Y, acostándose sobre la moribunda, hizo entrar su erecto miembro en el coño expirante. Gozó así de los últimos espasmos de la asesinada, cuyos postreros dolores debieron ser horribles, y empapó sus brazos con la sangre cálida que brotaba del vientre. Cuando hubo descargado, la actriz ya no se movía. Estaba rígida y sus ojos trastornados estaban llenos de mierda.
–Ahora –dijo Cornaboeux– tenemos que salir por piernas.
Se limpiaron y se vistieron. Eran las seis de la mañana. Saltaron por la portezuela y valientemente se acostaron sobre los estribos del tren lanzado a toda velocidad. Luego, a una señal de Comaboeux, se dejaron caer suavemente sobre el balasto de la vía. Se levantaron algo aturdidos, pero sin ningún daño, y saludaron con un estudiado gesto al tren que ya se empequeñecía al alejarse.
–¡Ya era hora! –dijo Mony.
Alcanzaron el pueblo más cercano, reposaron dos días en él, luego volvieron a tomar el tren para Bucarest.
El doble asesinato en el Orient-Express alimentó los periódicos durante seis meses. No encontraron a los asesinos y el crimen fue cargado en la cuenta de Jack el Destripador, que tiene unas espaldas muy anchas.