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Diario del tour de Francia sin estar en Francia ni con los ganadores. Día 10

Hoy un amigo me ha compartido el audio de un lector de su último libro. El lector resalta que las historias quedan truncas y que, desde la presentación, le hacen un flaco favor pues el lector abandonará el libro en el segundo párrafo de la misma. ¿Desde cuándo ese lector se abroga el lugar de «lector universal» o de «el lector»? Atrás de ese audio, lleno de zalamería y corrección agresiva, estaba la suposición de que ese lector tenía claridad de cómo debe ser un libro que lee. Por eso, después de que pasa por su filtro de calidad un volumen, vierte una opinión preñada de adjetivos que funcionan como una máquina para refinar dicterios que se pretenden herederos de los dichos por don Qujiote -aunque, con el libro de Cervantes, perdonen que la trama «decaiga» al punto que se deba incurrir por el fácil camino de matar al «protagonista»-, Esas personas también ven ciclismo y organizan polémicas en torno a si una etapa fue entretenida o no (¡Siempre el ansiado entretenimiento y el negocio de la industria del distraimiento!): la mayoría manifiesta la decepción porque en la carretera no ocurrió lo planteado en la previa.

Con ese tono, que pasa de lo zalamero a un pretendido canto de cisne del show ciclístico, pasan las tres semanas de una vuelta, o algunos días de ella. Sin embargo, la perspectiva, como la de aquél lector que busca tramas llenas de suspenso, se detiene en el aspecto de los ganadores. Atrás, quienes pierden tiempo y se enferman o se mantienen en su empeño, ni siquiera pasan por el sometimiento al binomio aburrido/entretenido. La derrota, el último lugar y el olvido son materias mucho más elusivas que las categorías y los apelativos dirigidos a los triunfadores y sus trayectos. Lo mismo ocurre con los libros: hay un formato que deben cumplir para estar en los que se consideran «bien hechos», en cambio,  el camino es infinito para una «mala» ejecución. Y el infinito es mucho más difícil de trasegar que seguir unas instrucciones finitas.

Mientras que la mirada sobre el liderato del pelotón  acrecienta la expectativa de que ocurre el mejor tour de este siglo -¿según quién y según qué criterios? Uno puede pensar en el arrojo abisal de aquél tour en medio de la peste o el de los que corrían como cobayas de laboratorio y eran apoyados por médicos, químicos y multinacionales que querían darle una «esperanza» a los enfermos de cáncer-; en la parte última de la clasificación las cosas obedecen a hundimientos más que a cataclismos y, por eso, no hay margen para gritos, «ataques furiosos», o demarrajes.

Yevgeniy Fedorov hoy ha ganado la pérdida del último lugar. Ni siquiera es el penúltimo.

Tiene una ventaja de dos minutos y cincuenta y nueve segundos con Michael Mørkøv quien, a su vez, pierde dos horas y cuarenta y ocho minutos con respecto al líder Vingegaard. El tour no se corre en representación de nacionalidades -algo que resulta difícil de entender para algunos fanáticos- pero es momento de exaltar una curiosidad que servirá para que alguien se distraiga y sienta que, en ese último puesto, también hay suspenso, trama y una historia que no «decae»: el primero y el último del tour son de Dinamarca.

El último de la etapa fue Devenyns y es del mismo equipo del último de la clasificación general: Soudal-Quick step.