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La danza del amor y los celos en El planeta de los simios

planeta

En 1963 apareció en Francia «El planeta de los simios», la novela que consagró a su autor, el ingeniero Pierre Boulle. Esta narración ha tenido múltiples versiones que, con el paso de los años, sólo comparten ciertas pesadillas con la narración de Boulle, convirtiéndose en una sensación y una perspectiva de la humanidad y el planeta. En la novela, Ulises Mérou es quien vivió todo el cautiverio en una sociedad gobernada por los Chimpancés, Gorilas y Orangutanes y lo escribió en papeles que metió en una botella lanzada al océano infinito del espacio exterior.

Un par de enamorados que pasan unas vacaciones espaciales en el año 2500, encuentran ese escrito y lo leen; en la historia, Ulises está atrapado con otros humanos que no tienen un sólo atisbo de racionalidad, ni siquiera la sensual Nova, semejante a una bestia con sensibilidad elemental. Entretanto, él busca llamar la atención de los simios que lo cuidan, demostrarles que es diferente y que viene de otro lugar en donde él es el punto omega de la evolución.

El aparte, que a continuación les presentamos, es el capítulo XVII de la primera parte de la novela y en él no sólo aparecen el amor, el celo y el cortejo, también hay una domesticación que nos resulta familiar en nuestras sociedades: una domesticación que es de unos simios para con otros:

No contaré en detalle las escenas que se desarrollaron en las jaulas durante las semanas que siguieron. Tal como yo había supuesto, los simios se habían metido en la cabeza estudiar la conducta amorosa de los seres humanos y aplicaban a este trabajo sus métodos habituales, anotando las menores circunstancias, ingeniándose para provocar los ayuntamientos e incluso interviniendo a veces con picas para volver a la razón a algún sujeto recalcitrante.

Por mi parte, había empezado a hacer algunas observaciones, pensando utilizarlas para hacer más ameno el reportaje que pensaba publicar a mi regreso a la Tierra, pero pronto me cansé, pues no encontré nada verdaderamente notable que anotar; nada, a no ser, de todos modos, la forma con que el hombre hacía la corte a la mujer antes de acercársele. Se entregaba a una exposición parecida a la de ciertos pájaros, una especie de danza lenta, vacilante, que se componía de pasos hacia delante, hacia atrás y de lado. Se movía así en un círculo que se iba estrechando y cuyo centro lo ocupaba la mujer, la que se limitaba a girar sobre sí misma, sin moverse de sitio. Asistí con interés a varios de estos alardes cuyo rito era siempre el mismo, aunque los detalles variasen a veces. en cuanto al ayuntamiento con que terminaban estos preliminares, aunque me escandalizara las primeras veces que lo presencié. llegué bien pronto a no prestarle más atención que la que le concedían los demás prisioneros. El único elemento sorprendente de estas exhibiciones era la gravedad científica con que las seguían los simios, sin olvidar nunca anotar el desarrollo de las mismas en su carnet.

Pero fue otro cantar, cuando al darse cuenta de que yo no me entregaba a estos pasatiempos, pues me había jurado que nada me induciría a exhibirme en un espectáculo de esta naturaleza, los gorilas se obstinaron en obligarme a ello por la fuerza y empezaron a hostigarme con la pica, a mí, Ulises Mérou, a mí, a un hombre creado a imagen de la divinidad. Me revolví enérgicamente. Aquellos brutos no admitían razones y no sé qué habría sido de mí si no hubiese llegado Zira, a quien dieron cuenta de mi mala voluntad.

Ella reflexionó un rato y luego, acercándoseme, me miró con sus bellos ojos inteligentes y se puso a darme golpecitos en la nuca mientras me dirigía unas palabras, que yo imagino debían de ser una cosa poco más o menos así:

– ¡Pobre hombrecito! ¡Qué extraño eres! Nunca hemos visto a ninguno de los tuyos portarse así. Mira a los otros a tu alrededor. Haz lo que te pedimos y tendrás tu recompensa.

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