Oparin y el asteroide
Después de una noche de copiosa Diarrea, Alexander se apercibió del olor a fruta que expelían sus últimos excrementos. Semejaba el de las frutas podridas en las dachas. Vio el líquido amarronado, que reflotaba en el inodoro y pensó: este es el origen de una vida como la mía. Y mi vida es como la de Lenin y todas las demás vidas: una vida de mierda.
Supuso que si ponía este caldo en las elevadas alturas del planeta tierra hace años de allí podrían emerger aminoácidos del encadenamiento molecular de cada uno de los minerales. Le pidió a su esposa permiso para usar la estufa de la cocina y allí llevó una bolsa con el contenido de su deposición explosiva. La ciencia no daba espera. Y quería reproducir de manera casera el origen de la vida.
Con el caldo primordial en su punto y vertido en la olleta que servía para conservar a la leche tibia en las mañanas de invierno, Alexander subió al cuarto de sus experimentos. Evocó las clases del profesor Makarenko y le vino el oratorio «La creación» de Haydn; esta era la oportunidad de dar respuesta a ese bello arabesco musical, lleno de falaces proverbios del génesis y del paraíso de Milton.
En realidad solo con el materialismo histórico se captura lo vivo del pensamiento de Aristóteles. Contrario a esos monjes oscurantistas que solo tomaron lo más muerto de su sistema, el camarada Lenin, al ver surgir la vida desde este caldo, lo condecoraría con los más altos honores al servicio del noble comunismo, el futuro del planeta.
Lo aguzaba un fantasma, que no era el proclamado en el manifiesto como un futuro: ¿de qué culo saldría el caldo primordial? Sentado en su butaca de madera, apenas sumergido en el placer de aquella calurosa mañana de primavera, se preguntó si en su interior pervivían las más chapuceras creencias metafísicas. Justo cuando se daba por derrotado, el ventanal diminuto de su estudio estalló en mil pedazos; había caído adentro una piedra.
De maldecir a los chiquillos que cada tanto lo insultaban y le hacían daños por considerarlo un viejo malo y brujo, pasó al sobrecogimiento que sólo pudieron sentir Newton con la manzana caída en su porra o Flemming con ese sueño donde eyaculó hongos antibióticos.
El ingreso de esa piedra daba cuenta de que no era un culo del que manaba la diarrea sino de una entidad extraterrestre. Una piedra más valiosa que la de Rosetta; un meteorito que, con su incandescencia, puso en su punto a la diarrea y, al caer a la Tierra, el líquido se diseminó por las aguas casi amnióticas de este planeta que aún no acababa de nacer. El olor a fruta de las heces, lo condujo a un jardín edénico cuyo origen tenía explicaciones exoplanetarias, mucho más precisas que los versos hechos por algún hebreo enloquecido por el desierto.
Pero este tipo de poder foráneo amenazaba el ideal soviético, razón por la que el viejo, sabiendo que ese culo tenía dueño, prefirió callar y hacer creer a generaciones de estudiantes pajeros que todo se había dado originalmente acá en la tierra como un caldo con recado que se cocía en la misma olla hirviente
Cuál sería su sorpresa cuando, desde su tumba materialista, halló un documento publicado en una revista imperial que afirmó la presencia de uracilo en un asteroide: parte de su teoría estaba confirmada y no restaba sino su expansión a escalas galácticas.
Recogió la piedra caída en el suelo de su estudio. Se asomó por la venta y no vio a ningún niño que huyera: quizá era un mensaje del futuro, un futuro para él y la revolución. El cielo de primavera, despejado, auguraba una tarde desdichada con su esposa.
Ni la vida era originaria del planeta ni el alma moría con la materia ni el comunismo seria el futuro de los niños ausentes en su jardín
Ay Alexei, pobre Alexei.