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Recuerdos de Ypacaraí

Memoria de una visita a San Bernardino, el pueblo paraguayo levantado a orillas del lago que se pudre.

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La venganza estuvo en el barquero desde antes de haber salido de las entrañas de su mamá y persistirá en su cadáver y en lo que se separe de él, es decir, su alma. Esta certeza lo acompaña en las tardes calurosas cuando su barco discurre por las aguas cada vez más espesas del lago Ypacaraí: Sí, la venganza justifica su vida en la medida que esta ha sido la búsqueda de algo que justifique su sed; ese circunquiloquio se encarna en las ondas que cualquier cuerpo extraño genera cuando toca el agua verde y muere en las márgenes infestadas de mosquitos del lago.

Apenas el barquero conoció a Helga, la calculó como depositorio de sus deseos de ajustar cuentas debido a la voluptuosidad triste que ella habría de propinarle. Helga es descendiente de unos alemanes que llegaron a fines del siglo XIX- por la misma época en que Berhard Förster fundó Nueva Germania con el sueño establecer una comunidad aria alejada del influjo judío que plagaba a Europa- su corpulencia y ojos como arpones de hielo eran suficientes para que el barquero se figurara casado con ella, convirtiéndose en un cornudo memorable que lloraría frente a una botella de caña y sacaría un machete para ir a matar a su mujer rubia y al malnacido que la ponía boca arriba y la embestía en la cama que él compraría con tanto esmero.

Ni los planes del barquero ni los de Förster, el cuñado de Friedrich Nietszche, se dieron. La diferencia es que el alemán está muerto desde hace mucho tiempo; el tres de junio de 1889 se mató en uno de los cuartos del hotel del lago en San Bernardino. Förster fue un Moisés ario que se autoeliminó porque la tierra prometida devino en un infierno poblado de rubios que hablaban guaraní y español paraguayo, mancillando a la amada lengua de Wagner. Hoy día Foster es una curiosidad histórica debido a que fue el cuñado antisemita al que Nietzsche despreciaba pese a los esfuerzos de su hermanita Elisabeth para convencerlo de que se fuera al Paraguay a soportar el calor y, por qué no, a ser el primer filósofo que tomara tereré entre sus desvaríos lacerados por la sífilis.

De la lengua de Goethe Helga sólo sabe los nombres de los bizcochos que venden en la panadería donde trabaja atendiendo a los turistas. Prefiere ser paraguaya que alemana; en los mundiales de fútbol se sienta frente al televisor con una camiseta albirroja escotada, pegada a su cuerpo, y hace hurras por el seleccionado. Ella dice ser guaraní y tener el carácter aguerrido de todo paraguayo, incluidos los futbolistas que son eliminados de las copas del mundo con la agonía de los gigantes, como los que pelearon en la Guerra Grande, liderados por el mariscal Solano López que fue lanceado en 1870 por miembros de esa triple alianza hecha de argentinos, brasileños y uruguayos que casi exterminan a la totalidad de la población del Paraguay.

Muchos han amado al mariscal y otros tantos le han profesado desprecio; una sueca llamada Ida Charlotta Bäckmann vino al hotel del lago en 1908 y escribió una crónica llamada “Días Sangrientos en Paraguay” en donde llamó a Solano López gordito, enano y sudamericano (como si eso también fuera un defecto físico) y afirmó que el mariscal fue tan esmerado en su imitación a Napoleón que se prendó a una furcia de la estatura de Josefina a la que llamaban Madame Lynch. El barquero siempre bromea con eso de Madame: alguna vez quiso irse a Buenos Aires o Sao Paulo a instalar un prostíbulo que se llamara Madame Lynch pero nunca contó con el  dinero suficiente para una empresa de ese calado. Y se quedó, para siempre, en San Bernardino.

La venganza del barquero aún no se consuma, se ha transformado en rabia, miedo y deseos de escapar. Si alguien es más poderoso que tu destino y te lo retuerce como si fuera el pescuezo de una gallina, es natural que quieras huir, más aún, si ese alguien es un tipo verde de dos metros que se va a tu casa y penetra a tu esposa que, de la excitación, se arquea y levanta esos cien kilos de carne que se le han tirado encima. Algunos dijeron que el tipo venía del Mato Grosso pero el barquero asegura que una madrugada, después de verlo salir de su casa, lo siguió hasta que la criatura se internó en las aguas verdes y espesas del lago Ypacaraí.

Muchos colegas se rieron del barquero por cornudo. Le cantaban “El venado”, ignorando que ellos también serían corneados. En medio año la bestia humanoide salida del lago embarazó a una gran cantidad de mujeres y el pueblo se llenó de bebés verdes. Las autoridades, incrédulas y apegadas al positivismo científico, adjudicaron el fenómeno a la contaminación y declararon una emergencia sanitaria para enfrentar las anomalías cutáneas de los recién nacidos. Los cronistas más valientes y talentosos escribieron sobre una fosa cercana a San Bernardino donde marines de los Estados Unidos enterraron desechos nucleares. En Asunción se hicieron manifestaciones multitudinarias en contra del imperialismo y su penetración sin saber que el ente penetrante era más tangible y cercano, como lo podían corroborar, aunque nadie les hiciera caso, los barqueros del lago Ypacaraí.

Los barqueros tuvieron que aceptar que sus mujeres se quedaran en casa esperando a ese monstruo más abominable que el del lago Ness y más eficiente que Nacho Vidal. Ellos se reunían a orillas del lago, se emborrachaban y aguardaban a que, de las aguas, saliera una mujer verde que cantara viejas melodías en guaraní, como dice “Recuerdos de Ypacaraí”, la canción que escuchaban en la abominable versión de Julio Iglesias.

Nunca emergió la monstrua pero, una noche, llegó un francés en pantalones cortos, colorado por el sol sudamericano y las ronchas de las picaduras de los mosquitos que se adherían a sus piernas canosas. Les contó que vendió toda su cadena de restaurantes sushi diseminados por Europa porque sabía que este continente unificaría un ejército e invadiría a África. Él huyó en busca de un remanso de paz y encontró al Paraguay y, más exactamente, a San Bernardino, compraría unas cuantas hectáreas en las que materializaría su proyecto de construir un pueblo ecológico. Muchos de sus amigos franceses llegarían después. Ninguno de los barqueros le contó lo del hombre verde: la perspectiva de que las francesas también fueran montadas por el monstruo del lago Ypacaraí los alivió e hizo nacer una tierna afinidad con el futuro cornudo.

La esposa del francés, un año después, parió a un niño verde que aprendió el idioma materno con rapidez y su padre putativo, como un José francés, le enseña con amor a preparar sushi con los pescados que quedan muertos en las costas sucias del lago y a erigir casas ecológicas que habitan franceses cornudos, sus esposas y sus hijitos verdes.

¿Usted cree que el verdor del lago lo ocasionó el monstruo? Le pregunto al barquero, es decir, al primer cornudo y esposo de Helga. Él me contesta que no, que los detergentes que tiran y los desechos nucleares están acabando con el lago y, lo peor de todo, que es por culpa de esos contaminantes que salió ese monstruo que se las “coge a todas”. Hoy, cinco años después de que naciera el primer niño verde, ya se ha enunciado el origen del monstruo: Un muchacho aficionado al onanismo tiró sus calzoncillos almidonados en las aguas del lago, sus espermatozoides mezclados con los desechos pútridos que están exterminando al lago concibieron al humanoide verde que tiene “más hijos que Lugo”.

El barquero sigue intentando pasear a turistas en barca pero, a medida que el agua del lago se enverdece, disminuye la afluencia de visitantes. Cuando me subí a la barca le pedí el favor que apagara el equipo de sonido desde el que salía, estridente, la voz de Julio Iglesias. Él se negó, me dijo que la necesitaba para concentrarse y agregó que en el futuro todo empeorará y que la única voz que subsistirá en la catástrofe será la del cantante español.

La onda explosiva de la contaminación del lago ha ascendido la tenue colina en la que está el cementerio del pueblo. El sepulturero afirma que las lápidas se están empezando a desprender del suelo como si algo las empujara desde abajo. Los muertos, tanto los del cementerio alemán como los del paraguayo, se levantarán. Bernhard Förster volverá con un contigente de cadáveres arios y buscará, una vez más, a la tierra prometida y no habrá suicidio que merme su dolor renovado. Se levantarán en la noche hermosa de plenilunio y en sus blancas manos se sentirá el calor de los occisos. Será una guerra más grande que la de hace dos siglos, me dice el barquero, refiriéndose a la contienda con la triple Alianza, a sabiendas de que ni él ni los demás vivos de San Bernardino podrán contar con la muerte como escapatoria porque, cuando mueran, serán enterrados y entonces, bañados en la porquería emanada del lago que llega hasta ellos, saldrán de sus tumbas sin tener una segunda oportunidad de perecer; será una lucha entre arios muertos, monstruos verdes, paraguayos muertos y paraguayos vivos y, como en toda guerra, nadie será derrotado del todo. El barquero afirma que ya no quiere escapar. El lago Ypacaraí reverdece y sus aguas pútridas serán el reducto último de los difuntos cuando ya no haya tierra prometida. Se fundará una nueva civilización forjada de la utopía de los muertos.