Las coordenadas del naufragio (alusión a la visita del nobel Coetzee a Colombia)
Como una desgracia, Manolo me llamó por mi nombre. Sonrió al estrecharme la mano y me enseñó un ejemplar de Foe que trajo para que se lo firmara Coetzee. El traje y la corbata colgaban en su cuerpito cada vez más escuálido: todos estos años de comidas en restaurantes del centro de la ciudad y de largas noches en hoteles aledaños a la universidad donde estudió sin recibir el diploma de filósofo, lo han hecho acreedor de una alopecia emparentada con la desnutrición. Venía acompañado de unas amigas que no tenían el aspecto de las prostitutas. O parecían no serlo.
Le dije que no podía acompañarlo durante la presentación del escritor sudafricano porque me esperaban unos conocidos, lo cual era mentira; prefería estar solo en el auditorio donde Coetzee presentó su Biblioteca Personal, editada por El hilo de Ariadna. El recinto estaba lleno de estudiantes aspirantes a escritores (la mayoría cursaba la carrera profesional en creación literaria impartida por la universidad que invitó al nobel sudafricano); aguardaban la llegada de su ídolo y, al verlo en el escenario, vislumbraron un futuro donde ellos también viajarán por distintos países y leerán una conferencia sobre los fundamentos de sus bibliotecas personales.
Para considerarte un escritor serio, como muchos de aquellos asistentes aspiraban a serlo, debes ser invitado a hacer una biblioteca que lleve tu firma y así garantizar la calidad del producto a los compradores. Aunque Coetzee haya hecho las distinciones entre una colección que busca canonizar o enseñar y una biblioteca personal, el hecho de que la colección de libros lleve su nombre dota de autoridad a la editorial que publica y es suficiente para ubicar a los volúmenes en los estantes más visibles de la librerías y en los proyectos de investigación de departamentos de literatura y análisis del discurso.
Manolo estaba en la primera fila, miraba, con fijeza, a uno de sus autores predilectos y, cada tanto, echaba un vistazo atrás, donde estaban sentadas sus compañeras: no parecían prostitutas. En sus movimientos leves se levantaron la inocencia y el entusiasmo, haciendo retornar a mí la envidia que siempre sentí para con él: días antes me enteré por un amigo en común, un médico, que Manolo lo llamó para pedirle dinero y así llevar a una prostituta a un motel barato del centro de Bogotá. El médico me confesó sus deseos casi irrefrenables de pedirle algunas monedas a su mami (vive con ella después del aparatoso divorcio) y colaborarle a ese amiguito que, después de tanto intento fallido, convenció a una prostituta.