El camino a Achate. Por Francisco “Ausias” Martínez
Miguel apresuró el paso ya sin percibir bien donde pisaba en el agreste camino. La noche se les había echado encima, y hacía rato que empezaba a estar cansado de las continuas quejas de Juan desde hacía casi dos horas. Un error de cálculo con el traicionero horario de finales de octubre, había hecho que la noche más negra les cayese encima en su ruta de fin de semana. No habían podido llegar al albergue del pueblo de Achate que tenían reservado, y además, ese fallo de orientación por parte de Miguel a media tarde, les había hecho perderse campo a través, hasta que tras tres angustiosas horas, reencontraron el camino que llevaba a Achate.
Miguel se detuvo, y enfocó con su linterna el mapa. A la negra noche, como una burla cruel, se le había unido una densa niebla que impedía ver más allá de dos metros de distancia. Suspiró tras comprobar contrariado que les quedaban más de cinco horas de ruta, y que la temperatura, unida a la húmeda niebla, empezaba a bajar en esta zona montañosa a unos grados bastante bajos.
-¡No sé por qué sigo haciéndote caso!- espetó Juan sin detenerse a esperar a que Miguel plegase el plano y lo volviese a guardar en su mochila. – ¡Tú y tus estúpidas ideas!… ¡tus atajos!, ¡Tu prepotencia creyéndote un gran montañero, y a la mínima te desorientas!. A saber dónde podemos pasar la noche. ¡No me apetece hacer vivac con esta noche tan húmeda!.
– ¡Al menos yo tomo la iniciativa- le respondió Miguel ya hastiado con tono severo, y casi gritando. – Tú en cambio?… sólo sabes protestar, sin proponer. Muy fácil tu postura, ¡cómoda!. Que me lo hagan y preparen todo, que si sale mal, ya me encargaré de quejarme y llorar.
Juan le hizo un feo ademán, apuntando el brazo hacia Miguel, extendiendo el dorso de su mano, y mientras desaparecía de la vista de Miguel a causa de la niebla, pero sin verlo ya, este intuyó como el dedo medio de la mano de Juan, se ponía enhiesto entre el resto de plegados, en ese signo universal por todos conocido.
-¡No!…¡que te jodan a ti!…- le gritó, mientras reanudaba el paso dedicando mentalmente mil y un insultos a su compañero de aventura.
De súbito, se dió de bruces con la espalda de Juan, que se había detenido en el camino.
-¿Qué coño haces?- le preguntó inquisitivo y molesto Miguel.
– ¡Silencio!…¿no lo escuchas?- le respondió Juan mientras señalaba con su dedo a ningún punto concreto.
– ¡El qué?-preguntó Miguel- No, solo tus quejas y lamentos, y las jodidas hojas de los árboles al viento.
Juan le espetó silencio llevándose el dedo índice de la mano a sus labios.
-¿Escucha, coño!, no las oyes.
Miguel frunció el ceño buscando un además que le permitiese afinar el oído. -¿El qué?- volvió a repetir, en el preciso instante en que el tañido de una campana lejana, vibró en su tímpano.
-¡Hostias!, ¿una campana?… ¡pero si Achate está a más de 25 kilómetros, y no hay nada por aquí cerca!- dijo sorpresivo mientras volvía a sacar su mapa de la mochila y enfocarlo con la linterna. Ambos miraron el mapa, y efectivamente; ningún pueblo figuraba en él, pero desde el fondo del valle donde una bifurcación del camino bajaba, camuflado entre la densa noche y su cómplice la niebla, se oía el tañido de unas campanas.
-¡Aquí no hay nada!, pero ahí abajo hay un campanario, fijo… debe haber un pueblo.- dijo Juan. – ¡Vamos para abajo aunque nos desviemos de la ruta a Achate, es de noche y quizá en el pueblo nos podamos alojar en algún sitio.
El último esprint. Por Francisco José Martínez
Su respiración, que hasta ese momento había sido controlable, se disparó endiablada como el súbito trote de un ciervo asustadizo, que pasta tranquilo cuando de manera sorpresiva, siente la presencia de un depredador. El ritmo de pedaleo de Lucas aumentó, y sus músculos, cual acero templado, se tensaron preparando el momento agónico que se avecinaba. Sus piernas, a plena potencia, sus brazos rígidos como un ancla, y las manos agarrotadas, casi entumecidas de la fuerza que hacía asiendo la curva del manillar en el esprint.
Su rival, situado a un costado. Algo retrasado y casi fuera de su campo de visión angular, también aceleraba. Era una figura borrosa. Una vaga presencia que Lucas, no iba a permitir que le sobrepasase.
Y delante, refulgiendo la luz blanca que Lucas veía a lo lejos, se intuía detrás de la línea de meta. Le cegaba obligándole a entrecerrar los ojos.
– Esos focos malditos!, qué difícil medir la distancia desde aquí!.- se quejaba para sus adentros.
No obstante, ahí estaba la línea de meta, esa que tantas y tantas veces había rebasado el primero. Triunfante. Sintiendo esa sensación de plenitud y satisfacción. Esa dulce ambrosía de la victoria. Esa suerte de droga que engancha, y que todo esprinter necesita; y que una vez probada, se atenaza a tu sangre, y por tus venas, te hace saber que querrás repetir, una y otra vez, y otra, y otra…
Lucas se aproximaba rápido hacia la luz. La bicicleta, completamente lanzada, era impulsada como una locomotora por las poderosas piernas de Lucas. Su rival, seguía cual silueta desdibujada, negra y sin forma, superpuesta en un paisaje que Lucas, en su máxima concentración, no podía apreciar. Cual difuso fantasma, su rival, o ese entorno; no iba a dejar que se antepusieran entre él y la luz de esos focos en la meta.
El viento en la cara, casi un azote; y su silbido descontrolado, un regalo en los oídos. Una música celestial para Lucas. Esa sinfonía arrítmica y martilleante que le acompañaba cada vez que la velocidad de su bicicleta, sobrepasaba esa frontera a la que solo unos pocos elegidos del pelotón, podían ponerla durante esos diez segundos de esfuerzo máximo. La sinfonía que le servía de fondo a su grácil y poderoso baile sobre la bicicleta, y que cuanto más fuerte la escuchaba, más ganador se sabía.
¡Y qué fuerte estaba sonando ahora!. Lucas esbozó una sonrisa camuflada en su mueca de esfuerzo. Se regodeó en su superioridad, pues se merecía la victoria. Sí, se la merecía de verdad, aunque solo fuera para poder “restregársela por las narices” a todos aquellos que lo dieron por perdido estos últimos meses. Su retorno a la competición tras aquel fatídico accidente que lo mantuvo dos meses en coma había sido duro.
No iba a permitir que todos los que le decían que no volvería a subirse a una bicicleta tras aquel periodo, que ahora trataba de recordar, pero no venía a su memoria, se salieran con la suya. Él era un luchador, un ganador nato, y su esfuerzo por volver a ganar una carrera eran mayores que incluso sus ansias por vivir.
Sus pensamientos de triunfo, se vieron alterados de repente. Una sacudida en su costado izquierdo tras un fuerte contacto con el cuerpo de su rival casi lo descentra de su endiablado esprint hacia las luces. Escuchaba el jolgorio del público, como un murmullo de fondo que se va tornando más y más creciente, y que ahora, además, eran las notas añadidas de un nuevo instrumento que se sumaban al “solo” del viento en sus oídos, y a los jadeos de su entrecortada respiración.