El último esprint. Por Francisco José Martínez
Su respiración, que hasta ese momento había sido controlable, se disparó endiablada como el súbito trote de un ciervo asustadizo, que pasta tranquilo cuando de manera sorpresiva, siente la presencia de un depredador. El ritmo de pedaleo de Lucas aumentó, y sus músculos, cual acero templado, se tensaron preparando el momento agónico que se avecinaba. Sus piernas, a plena potencia, sus brazos rígidos como un ancla, y las manos agarrotadas, casi entumecidas de la fuerza que hacía asiendo la curva del manillar en el esprint.
Su rival, situado a un costado. Algo retrasado y casi fuera de su campo de visión angular, también aceleraba. Era una figura borrosa. Una vaga presencia que Lucas, no iba a permitir que le sobrepasase.
Y delante, refulgiendo la luz blanca que Lucas veía a lo lejos, se intuía detrás de la línea de meta. Le cegaba obligándole a entrecerrar los ojos.
– Esos focos malditos!, qué difícil medir la distancia desde aquí!.- se quejaba para sus adentros.
No obstante, ahí estaba la línea de meta, esa que tantas y tantas veces había rebasado el primero. Triunfante. Sintiendo esa sensación de plenitud y satisfacción. Esa dulce ambrosía de la victoria. Esa suerte de droga que engancha, y que todo esprinter necesita; y que una vez probada, se atenaza a tu sangre, y por tus venas, te hace saber que querrás repetir, una y otra vez, y otra, y otra…
Lucas se aproximaba rápido hacia la luz. La bicicleta, completamente lanzada, era impulsada como una locomotora por las poderosas piernas de Lucas. Su rival, seguía cual silueta desdibujada, negra y sin forma, superpuesta en un paisaje que Lucas, en su máxima concentración, no podía apreciar. Cual difuso fantasma, su rival, o ese entorno; no iba a dejar que se antepusieran entre él y la luz de esos focos en la meta.
El viento en la cara, casi un azote; y su silbido descontrolado, un regalo en los oídos. Una música celestial para Lucas. Esa sinfonía arrítmica y martilleante que le acompañaba cada vez que la velocidad de su bicicleta, sobrepasaba esa frontera a la que solo unos pocos elegidos del pelotón, podían ponerla durante esos diez segundos de esfuerzo máximo. La sinfonía que le servía de fondo a su grácil y poderoso baile sobre la bicicleta, y que cuanto más fuerte la escuchaba, más ganador se sabía.
¡Y qué fuerte estaba sonando ahora!. Lucas esbozó una sonrisa camuflada en su mueca de esfuerzo. Se regodeó en su superioridad, pues se merecía la victoria. Sí, se la merecía de verdad, aunque solo fuera para poder “restregársela por las narices” a todos aquellos que lo dieron por perdido estos últimos meses. Su retorno a la competición tras aquel fatídico accidente que lo mantuvo dos meses en coma había sido duro.
No iba a permitir que todos los que le decían que no volvería a subirse a una bicicleta tras aquel periodo, que ahora trataba de recordar, pero no venía a su memoria, se salieran con la suya. Él era un luchador, un ganador nato, y su esfuerzo por volver a ganar una carrera eran mayores que incluso sus ansias por vivir.
Sus pensamientos de triunfo, se vieron alterados de repente. Una sacudida en su costado izquierdo tras un fuerte contacto con el cuerpo de su rival casi lo descentra de su endiablado esprint hacia las luces. Escuchaba el jolgorio del público, como un murmullo de fondo que se va tornando más y más creciente, y que ahora, además, eran las notas añadidas de un nuevo instrumento que se sumaban al “solo” del viento en sus oídos, y a los jadeos de su entrecortada respiración.