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Diario del coronavirus desde Chiapas. Día veinticuatro

El optimismo es la peor perspectiva

Mi diario del coronavirus son puras necrológicas, me escribió Ele. Su mundo ha empezado a caerse a pedazos desde que nació y ha sido una necrología de sus sueños. Cuando yo le decía, entre chapuzas y lamentos, que todo se había ido a la mierda, él me corregía o agregaba que, más bien, las cosas se están yendo a la mierda: él ve un derrumbe, lo señala con su dedo índice mientras la tierra se desploma y parece frío pese a que la primera construcción que se destruye es la de su casa.

Lo que intento escribir es una lista. Me remito, primero, a ayer, cuando Oemefe me mostró un titular de Jornada que refería un intento de suicidio en el centro de Cieudad de México; un muchacho de 26 años se tiró desde un primer piso y no sufrió ni una sola contusión, con lo que se lo entregaron a sus padres. Apenas leí eso me pregunté si una especie cuyos miembros se intentaban matar así merecían el exterminio con un virus. Y luego también pensé que yo buscaba adjudicarle una enseñanza o moraleja u horizonte a algo tan ciego como un virus, a algo que se adhiere a nuestras células como a cualquier otro objeto y deambula con su ARN sin ninguna intención como la que yo le adjudico.

Ayer volvieron a cantar canciones en la iglesia evangélica. Y a esta hora repiten el concierto. No me interesa escuchar lo que dicen, ni tengo la intención de inventar algo. Quisiera carecer de intenciones como el virus y deambular.

Esta mañana, en el noticiero radial, un señor de avanzada edad- al menos eso parece por su voz-, alardeaba el estirón que tuvo la bolsa de los Estados Unidos y el ambiente optimista con el que se despertó hoy Wall Street. Pensé en los delfines que nadan en los canales de las ciudades y en los tiburones que se zambullen en las piscinas y flotan, asoleándose: vendrá el embate y el asesinato: vendrá la emboscada humana. Se harán nuevos proyectos de monocultivos, como el que mencionó López Obrador esta mañana con respecto a la caña que Estados Unidos quiere importar; a los pobres los arrinconarán aún más y deberán comer más animales silvestres; esos pobres contagiarán a los patrones; estos a otros patrones y los patrones a sus empleados y estos a los pobres y los pobres morirán pero se renovará el índice de pobreza con los empleados que han perdido sus trabajos por las nuevas cuarentenas y ellos comerán los animales salvajes que antes repudiaban: ¿las ratas algún día serán salvajes?: todo se está yendo a la mierda.

También anunciaron la muerte, a los 103 años, de Nacho Trelles, un famoso técnico del fútbol profesional de México. En los obituarios radiales llamaron a sus amigos y, entre ellos, a un señor que aludió dos anécdotas del recién muerto. En la primera contaba cómo don Nacho afirmaba creer en Dios pero se preguntaba dónde estaba porque hacía mucho que no lo había vuelto a ver. La segunda se remonta al día en que el entrevistado le preguntó a Trelles por su edad y este le dijo que tenía cien años.

-Ciento tres- le corrigió una de las hijas al otrora entrenador.

-¿De cuántos años quiere morirse?-le inquirió el ahora entrevistado al ahora muerto.

– De ocho-contestó don Nacho.

Diario del coronavirus desde Chiapas. Día veintidós

Susana con los brazos extendidos, como Cristo

El domingo, la iglesia protestante no cerró; adentro cantaron, o aullaron. Y sus proclamas no las logré discernir. No sé hasta cuándo mantengan la decisión de continuar con los ritos; creo que son los martes o los miércoles son los otros días en que intento escuchar sus canciones desde mi casa.  Quise entender lo que cantaban, me apresuré a inventar posibles estrofas en donde le piden a Dios que la peste no los arrase: ellos imploran su salvación particular; hipotético canto, es mejor que se diezme la población de lis incrédulos pues ello convencerá al remanente que sobreviva a la plaga de que Dios tiene una ira tan cruel como cruel es su amor.

Aún recuerdo el domingo y garrapateo versos cristianos que se disuelven. Luego intento hallar a alguna araña que descienda, en su hilo, desde el techo de la casa. Al me contó que había empezado a escribir desde el punto de vista de las cosas y otras criaturas que habitan su apartamento, es un ejercicio de paciencia y prosa contenida que yo no puedo hacer porque siempre miro hacia afuera, a ese gran parque contra el que da mi casa y donde, a mediodía, cuatro borregos arrancan con sus dientes frontales la hierba corta. Se llaman Cornelio, Chispita, Mancha y Luno. O corren unos pollos que recién empluman; buscan, despavoridos, a las lombrices. O cantan unos pájaros que jamás han abandonado a esta parte de la ciudad. Y también evoco la consabida broma de que ahora aparecen animales silvestres en las calles y recuerdo que alguna vez pensé que el rey Kong se tiraba desde lo alto del salto del Tequendama, perpetrando un suicidio que dejaría sin urdimbres trágicas a sus captores y cinematógrafos.

Y luego de ese periplo trunco, escribo por whatsapp a diferentes contactos. Ele me contesta que los europeos nos volvieron a joder con una gripita; me lo dice mientras conduce su camioneta para transportar turistas y empresarios. También hablo con Od, que me cuenta que N.D está recluido en una clínica muy cercana a Bogotá porque tiene alzhéimer y Leucemia. Él ya tiene casi ochenta años y, cuando le cuento a Esfera lo que pasa, Esfera imita la voz de N.D y dice que se siente muy bien de no darse cuenta de la pandemia, que no hay bendición más grande que esa.

Esfera me dice que le hace más daño ver los vídeos de los animales que supuestamente salen a las calles. Ellos no sospechan que esta no es más que una calma orquestada desde las trincheras y, cuando se confíen en su avanzada, vendrán nuevos golpes, más mortíferos, más llenos de saña. Pienso en los animales que han salido, en cómo será su nueva retirada y prefiero pensar que ellos no tienen historia, como nos han dicho y que jamás podrán heredar a su descendencia un testimonio en el que hubo unos días donde parecía que el humano se había difuminado.

La guerra que menciona Esfera no es contra el virus sino contra toda entidad viva de la cual podamos extraer un poco de energía para nosotros permanecer. No queda más que la risa, me dice, una larga risa que ha abarcado más de dos décadas y a la que él se aferra que aún exista cuando aparezca la última mañana de su vida.

Entretanto, en México se inició una campaña sobre el manejo de la llamada “sana distancia”. Desde la secretaria de salud inventaron a un personaje llamado Susana: el intento, enternecedor, busca darle una cara amable a la lucha contra la pandemia; nada de toques de queda, ni de militares. Es un dibujo que nos indica extender los brazos para que ese sea el radio en el cual nos mantengamos lejos de cualquier otro cuerpo humano. Extender los brazos, como los extendió cristo en la cruz, a una distancia sana respecto al par de crucificados que lo acompañaron.

Diario del coronavirus desde Chiapas. Día veinte

Cebolla estuvo con el movimiento magisterial y popular de Chiapas que se manifestó en Ciudad de México y cuyos integrantes, supongo, regresarán al estado en pocos días. Fueron cientos los manifestantes que, en su retorno, pueden tener más virus que una página porno de videos caseros. El propio Cebolla dijo que ninguno se abrazó ni tocó, como a sabiendas de que, si estalla la histeria, ellos mismos pueden quedar aislados. Aunque, en los tiempos que corren, el paroxismo es cosa del pasado. Me figuro un regreso en peregrinación, como si fueran aquellos flagelantes que, con sus pulgas, diseminaron la peste bubónica. Pero mis figuraciones son goce y un oscuro anhelo que se mezcla con el terror para que se destile la voluptuosidad.

Lo llaman Cebolla porque semeja las que dan en los combos de pollos asados en México: son redondas, blancas y un poco dulces. Y él es blanco, redondo y un poco dulce; aunque se pone ácido cuando percibe una critica al EZLN, recuerda las campañas publicitarias de Salinas de Gortari o escucha a alguien que dice que San Cristóbal se llenó de jipis new age que quieren fusionar el chamanismo con el feminismo y algo de zapatismo remozado con proclamas marxistas que ni Marx imaginó.

Cebolla me distrae. Cada día busco a alguien que apenas conozco y lo lleno de cualidades y circunstancias. Me pregunto si Cebolla hará chistes sobre los malos entendidos que surgen entre las palabras cuarentena y cuarentona. Aunque, con los últimos movimientos sociales, él ya no hace chascarrillos que no puedan pasar el filtro de lo machista y ahora propaga, por Facebook, ideas sobre el desmonte de “las estructuras patriarcales que se cristalizan en el estado”.

Cebolla ni siquiera menciona al Coronavirus y por ello me he abstenido de compartirle las bromas que recibo por whatsapp: fueron dos y eran vídeos. En el primero, un anciano que estaba con los pantalones abajo, tirado en una camilla de urgencias, empezaba a acariciarse su verga flácida; en el segundo, un hombre bate su prepucio en un balcón mientras ve un vídeo en su teléfono celular. Es previsible que Cebolla entienda eso como un patrocinio al machismo y a esos tipos que suelen masturbarse frente a las mujeres y los niños. Y lo entiendo y me pregunto sobre mi manera de apoyar la pederastia y las prácticas afiliadas al maltrato y al abuso; Cebolla suele denominar a ese tipo de conductas como dignas de “machín”: rage against the machine, Cebolla, le dije un día y Cebolla apenas se rio. Luego me pregunto sobre lo que esté viendo el hombre del celular; quizá sean los últimos informes de los muertos que hay en Italia o el incremento preocupante de infectados que se ha detectado en Sudamérica. O puede que vea Pornhub, el portal que, según RT, tiene una avalancha exponencial de visitas, en un aumento semejante al de los contagiados por el Covid-19.

Entonces pienso en Marcianos al Ataque y la forma en que repelieron la invasión extraterrestre; quizá sea mediante el ascenso de temperatura corporal, ocasionada por el onanismo, que se pueda vencer al Corona. Y recuerdo, también, que hace unos días Ele me envió un meme en donde un muchachito dibujado decía que si sacaba su líquido seminal a punta de pajas, expulsaba al virus: de nuevo, el machismo y el chiste de un machín que supone que las mujeres se morirán por no tener semen.

Ya no puedo contar mucho de lo que pasa en la calle. Apenas salí al supermercado y regresé con unas cuantas cosas para comer, básicamente dulces que ya he devorado. Hoy el tráfico era copioso y, a diferencia de otras jornadas, las combis estaban llenas de pasajeros. Cuando el virus llegue a la zona norte de San Cristóbal, más exactamente a la colonia La Hormiga, puede darse una infección de gran escala. Y quién sabe cuántos deberán acudir a un hospital donde morirán sin atención necesaria.

Mi vida y se remite a lo que me envían por whatsapp. De lo que ocurre en México apenas sé por lo que me dicen los amigos de este lugar, tan lejanos como los que están en Colombia o Argentina, y por las ruedas de prensa que el subsecretario de salud da todas las tardes, casi siempre con una retórica científica que desemboca en explicaciones burocráticas sobre reuniones, como si leyera el acta de una junta directiva.

Diario del coronavirus desde Chiapas. Día dieciocho

En San Cristóbal de las Casas no habrá dilema ético si una avalancha de Covid-19 rompe las puertas de los hospitales. A diferencia de Italia, acá no hay margen para escoger entre el anciano y el joven que se ahogan; ambos se dejarán a su suerte; ambos terminarán muertos. Los pobres jamás escogemos.

En el centro caminan los turistas (que aún no paran, que prefieren atiborrarse de artesanías y muñecos con la cara encapuchada de Marcos) en los andadores de la ciudad. Esto, al menos, restaña la situación de algunos vendedores ambulantes que tendrán más apuros en unos días, cuando el presidente sepa que, además de apelar a sus escudos protectores (muy parecidos a los que usaban los sicarios en Colombia), debe decretar un estado de excepción.

En otros lugares las personas violarán el estado de excepción por razones diferentes. En Bogotá, por ejemplo, la esposa de Ele ya le dijo que lo peor que le podía ocurrir era quedarse encerrada con él, que de hecho prefería salir e infestarse de cualquier porquería que compartir un espacio que le recordara una de las peores decisiones de su vida. De hecho, me asegura Ele que ella le dijo, es mejor estar muerta que seguir casada. En esa misma aura matrimonial, Jota me dijo que el aislamiento por la pandemia era idéntico a su vida marital, en donde ni siquiera existía el contacto físico desde hacía unos años.

La picaresca en torno al Coronavirus es un meandro de ternura, un rictus que delata la angustia y una incredulidad que se aferra a que nada de esto existe. Aparece una risa de la cual nacen prefiguraciones apocalípticas. En un tiempo, cuando esto termine, pulularán los diarios de la Cuarentena. Habrá obras maestras, otras más ocurrentes que exploren el humor y hasta aparecerán historias de valentía y amor. Ninguna será muy leída, aunque alguna se hará merecedora de algún premio; no por la extinción de la humanidad sino porque, como casi todo, a excepción de una plaga o una guerra o una película ganadora de los Oscar, pasará desapercibida. De hecho, cuando esa película sea premiada, harán un minuto de silencio por los muertos y algún actor reclamará en su discurso por el constante daño a la naturaleza que ya nos dio un castigo con aquella plaga del 2020.   

O puede que este embate no termine, que nos acomodemos al Covid como con al SIDA. Será una cuestión de años. Y si acaso esto eliminara a casi todo espécimen humano y quedaran algunos desgarbados que hagan una secta en donde adoren al Coronavirus, no habrá efigie alguna porque si este bicho se convierte en un ser digno de culto, lo único que se debe hacer es cambiar el nombre de Dios(o su impronunciable nombre) por el de Covid-19: su libro sagrado ya está escrito: no se ve, pero se siente y, si no se siente, lo sufres.

El mismo Jota que me refirió su vida sexual y marital, me dijo que esta pandemia será algo que recordaremos con cariño porque lo que viene será peor. Al decírmelo, me sonríe, al otro lado de la línea de whatsapp. Luego se queda callado y me confiesa que hubiera querido estar muerto desde hace mucho tiempo.

Ya me han llegado instructivos de cómo fabricar gel antibacteriano con elementos caseros. El problema es que el Covid-19 no es una bacteria sino un virus, pero quizá todo ese asunto no pase más que por un asunto de nominaciones.

En San Cristóbal, los automóviles aún circulan pero hay poca gente. Sólo el centro de turistas parece no inmutarse. Es como si los alienígenas supieran de la llegada de otros alienígenas y no les importara, mientras los terrícolas nos retraemos y nos dejamos llevar por la misma suerte del anciano y el joven que no tendrán ningún tipo de ayuda en un hospital colapsado.

Haití no tiene coronavirus, me informó A, entre una carcajada nerviosa, con su acento de cordobés que sabe que hasta el Uritorco toserá.

Ay ti, ti, yo no soy de por aquí, dijo alguna vez Ele, poco antes de su tercer divorcio.

Diario del coronavirus desde Chiapas. Día diecisiete.

Si anunciaran, mediante un comunicado oficial, que pasado mañana será el último de la humanidad, desde ya nos agolparíamos en las puertas de los bancos y haríamos filas con las bocas cubiertas y guantes de látex. Esperaríamos a nuestro turno, creyéndonos monitoreados desde una cámara de vigilancia, y aguardaríamos a que un cajero, oculto tras un barbijo, nos entregue nuestro dinero. Será un trámite más bajo la convicción de que no hay que regalarle nuestros ahorros a un parásito que ha sido banquero (y cuando pensamos en un banquero se nos viene a la cabeza alguien más viejo que el cajero que nos atiende, sin suponer que pudo haber sido uno de esos jipis que en los sesentas lucharon por un cambio). Al final, se declarará la iliquidez del banco y todo culminará en una huelga silenciosa y de indignación.

Del desenfreno prefigurado en las pestes medievales de Bocaccio, no queda sino una amarga sonrisa por aquella edad de la inocencia. El penúltimo día será como el anterior y el anterior del anterior y también será como el último. En una época en la que aún se daban tarjetas de cumpleaños y para el día del amor y la amistad, proliferaba el mantra de vivir cada día como si fuera el último: lo hemos cumplido: vivimos cada día como el último y el último es como cualquier día.

Hace poco releí el Teatro y la peste de Artaud; el entusiasmo del encuentro que tuve cuando lo hallé hace más de diez años, durante la peste del cerdo que me atrapó en Buenos Aires, se difuminó. Antonin confiaba en un terror que no paralizaría, aunque fuera en pro de la crueldad:

“Cuando la peste se establece en una ciudad, las formas regulares se derrumban. Nadie cuida los caminos; no hay ejército, ni policía, ni gobiernos municipales; las piras para quemar a los muertos se encienden al azar, con cualquier medio disponible. Todas las familias quieren tener la suya..”.

Si nadie cuida de la ciudad es porque nosotros mismos nos estamos cuidando o creemos que alguien lo hace desde algún lugar. Artaud aludió una fisonomía espiritual de un mal que tenía impactos orgánicos, específicamente en el cerebro o los pulmones, lugares en los que se aloja la voluntad o, al menos, se refleja, según él. Podemos acelerar la respiración o mitigarla; los pensamientos se atiborran como nosotros frente a los supermercados, o circulan como los hilos de agua en las sequías. Estamos apestados antes de la llegada del virus.

Durante estos días, aún aferrado al optimismo, me aburrí. Apenas se acabó mi propia gripe – o se escondió, no lo sé-, sentí que en San Cristóbal de las Casas no brotaba la conciencia apestosa que crecía al otro lado de la frontera norte del México o en la otra orilla del Atlántico. El asunto se pone malo; el presidente López Obrador besa y abraza a sus seguidores porque confía en que sin corrupción superará la pandemia, mientras arrecian las críticas de epidemiólogos y las franjas publicitarias de los noticieros se limitan a explicar lo que debe hacerse para evitar el contagio.

Aún no ha estallado la diseminación, pero todos la esperan, sin comportarse como el poeta filipino que aguardó al Tsunami en Mindanao, con los pantalones abajo, sobándose los genitales. Más que una disposición al enfrentamiento, nos retraemos. La historia de ese poeta y su final, más extraordinario que su propia obra (si por obra se entiende lo que escribió Novarro), ha inspirado a algunos rapsodas que, en el encierro de las grandes ciudades, evocan a esos pequeñines que otrora pudieron hacerlos sonreír.

T, desde Nueva York, me contó que el día de su cumpleaños, la semana pasada, cuando la ciudad ya empezaba a sitiarse, decidió salir a un bar de negros. Quería coquetear y escuchar historias porque, en sus palabras, “quería echar[se]mano pero, si lo ha[cía], ten[ía] que lavár[selas] y le da[ba] pereza”. En el bar, pese a sus flirteos pueriles, escuchó la historia de un latinoamericano en Pekín que quiso “echarse mano” pero no podía porque no hallaba jabón para lavarse las manitas, así que se suicidó. La razón de la extrema medida de higiene, según T, no respondía al coronavirus porque, en la hermosa época cuando ello ocurrió, la pandemia era la del SIDA y, por lo tanto, aquél latinoamericano escuchó que, masturbador que no se lavara las manos, podía inocularse el vih. El hombrecillo era adepto de Hugo Banzer Suárez, con lo que se resistió a recibir una ración de jabón comunista en la plaza de Tiananmen y prefirió la muerte.

A la historia de este rapsoda, se sumó la de Hache, residente en San Cristóbal de las Casas. Él suele hablar en medio de unos eructos que hacen más sensual su acento salvadoreño, sobre todo cuando enuncia cosas como Salud Pública o Panóptico. Su esposa pretendió regresar a su país de origen justo horas antes que Nayib Bukele ordenara el cierre de las fronteras. Ella está en cuarentena, en unas instalaciones semejantes a las acondicionadas para los posibles campos de concentración en los que se hacinarán a los potenciales enfermos. Quizá sea la respuesta a las políticas migratorias que hace años tienen para con ellos en México y Estados Unidos, quizá ocurra que los rubios deban agolparse en las fronteras, aferrados a la posibilidad de no enfermarse para entrar a las llamadas “repúblicas bananeras” que serán el refugio donde apenas ocurren guerras civiles y matanzas selectivas.

Ene me enseñó, el viernes anterior, un vídeo tomado desde la cámara que instaló en su casa en San Juan Chamula. En ella aparece, en medio de la noche, una sombra amarilla que camina justo fuera de la construcción; se detiene un rato y sigue su camino. Ene me preguntó si era un fantasma; yo no supe si se refería a esa luz o a mí porque, desde hace un tiempo, su mirada percibe a criaturas que los ojos de los demás humanos apenas sabemos de oídas.

Proliferan las historias. Ignoro si las que aparecen en las agencias de noticias sean como los espectros de Ene o como el sudamericano que se mató en aquella China continental de comienzos de los noventa.

Diario del coronavirus desde Chiapas. Día siete

El día seis fue un vacío. El día séptimo, también. De no muy lejos llega la música de una iglesia evangélica; cada semana se repite la melodía de una balada que no cesa de sonar durante un par de horas. No logro escuchar lo que dice, pero supongo, por la cadencia, que es una loa al abandono que cristo inflige: una lisonja que llama a la reconciliación, entrega y sumisión propias de una relación remachada por la culpa que llenará de vacío los días venideros.

La iglesia celebra con gritos y bailes el séptimo día y la aparición del hombre. Muy cerca hay otras que pululan en San Cristóbal de las Casas. Mucho tseltal, tsotsil, tojolabal o ch´ol se afilia a estos templos y se dedica a escuchar las loas durante los demás días de la semana. No es extraño escuchar las baladas a cristo en los taxis e, incluso, en las llamadas cocinas económicas.

A esta música que retoña los domingos, se ha sumado el regreso del sol. Pasaron las tres jornadas frías, aquellas que parecían el escenario propicio para la paranoia. Quizá, como ocurrió el primer día de la creación de esta plaga, hace justo una semana, todo se robustezca con la calidez de la primavera… esa extraña primavera, cercana a la selva pero con los visos de un país que se autoconstruye como estacional.

Entre el vacío de estos días de encierro, recordé que mi edad ya sobrepasa la presumible mitad de la vida. Y aparecen los lastres, las ausencias y lo que me abstuve de realizar. Incluso me tiento cuando husmeo los muros de Facebook de algunos compañeros de la universidad; todos ellos abogados, con familia y altos cargos en empresas privadas o gubernamentales. Yo abandoné esa perspectiva, o ella me abandonó a mí, para quedarme en la casa de mis padres e inventarme que escribía, con lo cual tuve que publicar y así justificar esa decisión que no fue más que un pretexto para hacer algo que se pareciera mucho a hacer nada y naderías.

Hace algún tiempo hablaba con un amigo de Bogotá -una mañana de esas de días ordinarios, sin pestes ni accidentes graves-, mientras tomábamos un café y comíamos una galleta de avena para diabéticos en la única panadería para estos enfermos que había en varios kilómetros a la redonda, que hubiera sido mejor ocupar el lugar del idiota de la casa; vestir un pantalón de sudadera y peinarse de medio lado, muy fuerte hasta quedar calvo, y acompañar a la mami pensionada a comprar el mercado del mes mientras los hermanos ya se han casado y tienen hijos y tratan asuntos que al idiota apenas le importan. A este idiota, su idiotez no le alcanza para que se lo considere como especial y se lo inscriba a alguna institución; tiene la capacidad de usar el transporte público y nadie entenderá que él también tiene deseos sexuales. Es más, será el único en quien pervivirá el deseo sin que medie un coito para exacerbarlo y renovarlo; esta forma de idiota será el último reducto de una época de mierda que declina para que llegue un estercolero renovado.

Yo hui de ese monumental hundimiento. Me interné en la medianía de quien finge interés para que le paguen por una investigación que nadie leerá, ni siquiera yo mismo y por eso me retumba el Covid 19 como una sombra redentora parecida a la que cantan en las iglesias evangélicas: haré canciones, baladas al Covid-19 y su apatía.

Es tal el declinar o el cansancio generado por la virtualidad de la plaga que no llega que ayer fui a una reunión de muchachos y muchachas más jóvenes – invitado por un joven amigo que me ve como a un señor cansado- y todos ellos descreían de la enfermedad; no me vieron con sobresalto cuando entré abrigado y tosiendo cada tanto. Supongo que adjudicaban mis accesos al aire apestado con el humo de la marihuana que circulaba como el preámbulo de la fiesta. Estuve el rato suficiente para saber de mi medianía y mi mediana edad, para recordar mi hambre de haber sido uno de esos idiotas limítrofes. Entre las charlas, discerní las de las muchachas que referían los puntos de encuentro para las marchas de hoy y lo que ocurrirá mañana en el paro de mujeres.

¿Hará paro el coronavirus? ¿Será mañana su embate? ¿Acaso el nueve de marzo de 2020 es una fecha que olvidó el fray Nuñez en sus visiones terribles y se instalará como un nuevo apocalipsis? ¿Hay alguna posibilidad, un humano, salvo el idiota limítrofe, que considere que su vida no se desperdició? ¿Acaso el idiota limítrofe es el único que sabe que vino a comer desperdicios y a esperar a esa muerte que no le importa que la vehicule un balazo, una enfermedad o un accidente?

Pese a la indiferencia de quienes festejaban, una jovencita se percató de mi tos y me preguntó de dónde venía. Le dije que de China, aunque pasé un par de días en Milán. Ella sacó un frasco de gel desinfectante y me recriminó por no haber ido al hospital, al tiempo que embarraba sus manos. Le contesté que temía que me metieran en una celda de vidrio para analizar la evolución de la peste en mí.

Dejé la fiesta a las diez y media de la noche y llegué a ver documentales del Universo.