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La bibliofilia, los admiradores y Alfonso Palacio Rudas

Alfonso

Aún recuerdo el momento en que su admirado profesor le mostró ejemplar de El Aleph firmado por Borges: El muchacho vio la hoja con minucia, pasó sus dedos por encima de la rúbrica, cerró un ojo y pegó su nariz al libro . lo hacía con la entrega de un enemigo. Los admiradores son los peores enemigos del escritor admirado, sus gestos de monumentalización terminan enmudeciendo los escritos, los convierten en piezas museográficas que en nada distan de las que conservan los seguidores de un jugador de fútbol o de un actor del cine o la televisión. Ese muchacho, creo, ya ha publicado algunos volúmenes frondosos de la historia colonial de Colombia, además, tiene proyectado escribir novelas y espera hacerse a enemigos como lo fue él de Borges-aunque para él tener admiradores no es una afrenta- y, siempre alojado en su profesión de abogado, podrá contar con la solvencia económica suficiente para dedicarse al placer de coleccionar libros viejos y deseados por otros, haciendo una voluminosa biblioteca que después donará a todos los «pobres» que jamás podrán acceder a un clásico. En este grupo de intelectuales, con larga tradición en un país como Colombia, se inserta Alfonso Palacio Rudas, un ferviente coleccionista de libros que también fue alcalde y concejal, cumpliendo con ese sueño de que un político debe ser muy «culto» (entendiendo por culta a una persona que sabe de memoria datos históricos y nombres de obras y sus autores y que, a su vez, desprecia o ignora trabajos manuales como pegar ladrillos):

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