La vida de un fantasma. Por Héctor Cortés Mandujano

Yo le leía poemas de fantasmas

Fernando Trejo, en «El aliento que somos de los perros»

Regalo de mi amigo Fernando Trejo, leo su poemario La abuela está en la casa porque he visto su voz (Cuadrivio, 2019), que ganó el XVI Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal.

El libro tiene como tema central, resumo, la muerte de su abuela materna y su entierro; la vida de los albañiles que construyeron su tumba y las “Apariciones en la casa” después del sepelio. El propio Fer, que es también editor, cuidó el libro. Es pequeño y bello; en eso ayudan la tipografía y las ilustraciones hechas por sus hijos: Iñaki, cuando tenía cinco años, un ilustrador con notables dotes, e Isabella.

Fernando Trejo da con este libro un paso firme en la escritura poética en general y en su escritura en particular. El anterior que leí de él, Ciervos (2015), es una maravilla, y en éste no repite sus descubrimientos: cambia de discurso y plantea, sin caer en melodramas, con inteligencia, las variaciones emocionales a partir de la pérdida, flashback y flashforward incluidos.

He leído la mayoría de los libros de Fer y una de sus características es que no teme a la mezcla de géneros. La sección “Entierro”, por ejemplo, tiene títulos como si fueran parte de un guion de cine: “Ext. Barda con botellas quebradas/ día”, “Int. Ext. Casa de la abuela/ catedral/ mañana (Flashback)”, etcétera, y en otros poemas cita fragmentos de canciones de su abuelo Carlos Alberto Trejo Zambrano. No como pegotes, sino como elementos de construcción.

Hay una imagen en su primer poema, que me encantó (p. 11): “Abre la noche el hocico del viento”. En el segundo toma apunte (p. 13): “Hay un temblor de luz, dice mi hijo./ Me siento frente a él y anoto lo que dice: La abuela está en la casa porque he visto su voz”.

En el Flashback de la página 27, va con su abuela y su hermana, de niño, a rezar, con la promesa de que le comprarán después un helado: “Yo estoy consciente,/ a mis ocho años,/ que todo vale un helado de sorbete./ Que podré soportar la eucaristía,/ el rito,/ hincarme ante Dios poderoso. […] Como si bebiéramos la fe,/ en canastilla”.

En “Ext. Panteón Municipal/ mediodía” escribe (p. 33): “El sol tira a matar,/ Emite silbidos, como si dentro de la luz/ un tirador disparara pedradas/ de lumbre”.

Juan y Adán Verdugo, hermanos y albañiles, harán la tumba de su abuela, a quien nombra por completo en un verso (p. 44): “Con cuarenta ladrillos,/ los Verdugo borrarán para siempre/ la risa de María Luisa Sirvent Rincón”.

La abuela muere y luego su fantasma llega a casa del poeta (p. 57): “Y en este punto, en el distorsionado pixel de su incredulidad/ mi abuela aparece de frente/ horrorosamente lluviosa./ Todo esto sucede mientras corro la cortina/ y mi esposa dice que nuestro hijo se ha pasado/ todo el día rayando las paredes”.

Fernando intenta comprender a su abuela fantasma (p. 67): “Si hay algo que pesa en lo fantasma, es no poder llorar./ Porque llorar es muy humano. Y mi abuela qué puede soltar/ si el agua no recuerda”.

Qué buen libro. Qué gusto leerlo.

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