Reconocimiento al doctor Heberto Morales Constantino. Por Carlos Gutiérrez Alfonzo
El Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica hizo suya la propuesta de reconocer la labor del doctor Heberto Morales Constantino, el jueves 18 de noviembre de 2021, una de las actividades del Festival de las Ciencias, Artes y Humanidades organizado por la UNICACH. El acto se llevó a cabo en el auditorio del CESMECA. Se transmitió por los canales de YouTube y Facebook de dicha institución.
Me emociona estar hoy, acá, con el escritor Heberto Morales. El 19 de diciembre de 2014, cuando recibió el Premio Chiapas en la rama de Artes, dijo de él, luego de asentarse como chiapaneco, que sus oídos oían poco, que ya era “demasiado viejo”. Hace días, referí la comunicación que tuve con un joven escritor de sesenta años. Antes de que mi dicho se hiciera hilarante, acoté que, al expresarlas, mis palabras tenían una alusión. Pensaba en el escritor que ahora nos convoca. Me tiemblan las manos y los pies al verlo, luego de esta zangarreada que nos ha dado este bicho que no termina de azotarnos como humanidad.
En 2014, qué lejos estaba don Heberto de imaginar que llegaría a estos días. La definición que dio de él fue apenas un intento de contrarrestar la lucidez con la cual expuso las señales de su quehacer, el que se forjó “cargando unos cuantos metros de dril y algunos lazos para fabricar carpas a medio monte”. Tuvo un imán: el abuelo de sus hijos, quien moldeaba “con sus formones y sus gubias los pedazos de madera que habrían de convertirse en caras, en manos, en pies de ‘niños dios’” (256), quien luego de teclear con una Remington las horas de su labor municipal, de ir a ver si sus pocas vacas habían sorteado el mal tiempo, encontraba las horas para sondear en legajos, con el auxilio de su candela.
Con Chiapas en los ojos y en el corazón, sus diez novelas hasta ahora publicadas son un canto de amor por esta tierra. Impelido por exigencias laborales, se propuso escribir textos literarios en los que expondría su cariño por esta “célula infinita/ que sufre, llora y sangra”, como la definiera su amigo Enoch Cancino Casahonda. Podría pensarse que su escritura sería la de un memorioso que atraería hacia su propio tiempo sus vivencias de la niñez y la juventud, cuando estuvo en contacto, por casi todo el estado, con “gente grande y trabajadora”. Con olfato de antropólogo, volvió a recorrer la entidad. Quería tener de nuevo frente a sí los olores y los sabores en los que colocaría a sus personajes, como Yucundo, en un Grijalva que era suyo, de don Heberto.
Su escritura, situada en la literatura, lo dijo él, ha sido “para tratar de conservar, con respeto y amor, nuestras costumbres y nuestra lengua […] Y he escrito para dejar huella de que a alguien le está doliendo el saber que se nos está convirtiendo en un pueblo de mendicantes: que necesitamos que una mano buena, que besarán los avergonzados labios de nuestra miseria, se nos extienda y nos saque del dolor del día a día” (258). Veía cómo se alejaba la posibilidad de “inventar nuevos universos: universos nuestros, nacidos de nuestra inteligencia y de nuestras manos” (258).
Él lo sabe muy bien, y lo expresó con candente claridad en su discurso de 2014. Una cosa es la pretensión de alguien, de don Heberto Morales Constantino, y otra es alcanzar, a los ojos de los lectores, la definición de novelista. Mi quisquilloso amigo, con la revista abierta en la página donde había sido publicado el fragmento de Nahuyaca, me dijo: “Él sí es un narrador”. Y se llega a cantar el silencio mediante el conocimiento de la lengua escrita. Sondear ese misterio lo condujo a ser Heberto Morales, quien identifica el material que tiene en sus manos: “Pero la literatura no es más que palabras. Palabras que en ninguna lengua se parecen a las cosas” (258). Al ser consciente de las características de su labor, don Heberto nos coloca —a mí, a quienes lo leen— en una discusión que ha vuelto a ser central en este tiempo de pandemia. Hay cosas que el lenguaje no puede hacer, como ha reflexionado el poeta Mario Montalbetti: atravesar el potrero, como lo hace la vaca, por ejemplo. Hay una cosa que hace quien, como don Heberto, se ha inclinado por la literatura: operar sobre el lenguaje.
El escritor Heberto Morales ha dado sabor y olor al silencio. Él lo sabe: “La literatura es algo que todos llevamos en el alma, sólo que no todos sabemos pintar de verde el silencio ni hacer brillar en la frente de algún lejanísimo dios los contornos de una refulgente estrella roja” (259). Él sí sabe hacerlo. Otra pequeña muestra: “De la calle penetraba como un arrullo el corrental que el aguacero había dejado rodando sobre las grandes lajas. Del jardín subía en grata confusión el olor de los nardos y de las margaritas con el aroma suave de azahar que mandaba el limonero desde su rincón” (Yucundo, 72).
En sus novelas está su visión de las cosas, en la que siempre busca que prive la convivencia, que sobresalga el trato cordial: “Entre las últimas luces de las estrellas vi cómo, en un milagro incomprensible, le estrechó la mano, y luego lo apretó entre sus brazos”, se lee en Yucundo (26). Está en él también el reconocimiento de las otras actitudes, que no siempre van hacia la concordia: “añadió con una sonrisa que quiso ser de amigos” (Yucundo, 166). Está por igual el propósito de unir todo aquello que estaba ahí: “Como si toda la gente de mis recuerdos se los hubiera puesto para alzarse y montar a caballo, en pelo, echarse por los llanos y las playas y las abruptas serranías de mi tierra… por donde se enrosca la nahuyaca, por donde grazna el alcaraván enamorado, por donde brama el río” (Yucundo, 168). Y está aquello que quiere buscar una unión, a lo que se le detecta su no ser dentro del beneplácito: “no le dio la mano sino que le plantó un abrazo, dándole de palmadas en la espada [sic]. Luego lo separó, lo quedó mirando, y lo volvió a abrazar” (Yucundo, 171). Ahí están tres tipos de abrazo, la condición humana en la que los contrastes son inevitables. Y en las novelas de don Heberto, las disparidades brotan de acuerdo con las características de los personajes; son notorios aquellos que, puestos en la política, en aras de su realización personal, enfilan sus pretensiones. El novelista propende hacia maneras de ser como la de Yucundo, de quien “todos saben que lo que decide lo piensa antes, y lo piensa con el interés de todos” (187). O la de Xalik, quien, en Nahuyaca, lleva en las manos y en los sueños los signos que lo conducen hacia la armonía, indicios de un hacer sinfónico.
Es Yucundo. Lamento por una ribera, tendría que corroborarlo, la novela en que los políticos llegados de Tepito son el escarnio del narrador: las expresiones irrisorias que dice para sí son una muestra de impotencia: son otros quienes deciden el destino de Chiapas: “Todo había terminado. Faltaba sólo una orden de cualquier burócrata de Tepito para cerrar las compuertas” (191). Esa orden sería dada por alguien que, con esa característica, era más partidario de la improvisación, una actitud rastreable más allá del tiempo narrado en la novela. Lo digo con cierta prisa, tendría que reunir mis argumentos al confrontar las novelas de don Heberto: observo en Yucundo. Lamento por una ribera, que quienes llegan de afuera para gobernar el estado, para laborar en la construcción de la presa, traen a la entidad formas de ser que inundarán las existentes en esta parte del país: “De la rocola nos llegaban los gritos de una triste canción de las que los señores ingenieros habían traído de sus lejanas tierras para sustituir a los retozones sones de la marimba” (191).
Advierto también que, con el título de la novela, Yucundo. Lamento por una ribera, se habría de dar cuenta de la vida de quien no podía ser sin el río: “la vida de ese río que era la vida de él” (190). Esa existencia es narrada por alguien que, del sitio de su origen, luego de verse amenazado, tanto él como su familia, muda hacia la capital del estado, un desprendimiento que no deja de dolerle. El río también es suyo. La herencia que le quedó lo sostiene con cierta seguridad, y acepta la circunstancia que lo colocó como trabajador del gobierno, en contacto con las altas esferas gubernamentales con un fin único: convencer a Yucundo que entregue su río por el bien de la nación. La fortaleza de Yucundo contrasta con la debilidad que se apodera del narrador, quien sucumbe al comprobar que todo está perdido. El río se transformó en “agua oscura y enemiga” (256), en ruina.
En sus diez novelas son reconocibles etapas de la historia de Chiapas. En Yucundo. Lamento por una ribera está el primer lustro de los años setenta del siglo XX, cuando se construyó la presa La Angostura. Años de agitación estudiantil, de protestas por la construcción de la presa, del paso de la candela a la menguante luz eléctrica, prometida con bombo y platillo por las autoridades federales para los habitantes de Chiapas, como signo de unidad nacional. San Cristóbal, El Soconusco, San Bartolo están en las novelas, con santo y seña: cerros emblemáticos son su distinción. En sus novelas está el Chiapas que ha querido entregarnos a quienes nacimos en esta tierra, a quienes han llegado acá para ser parte de ella, a quienes buscan Chiapas sin poner un pie en la entidad. Insistiría en reconocer una vertiente de la que poco se ha hablado en el ejercicio narrativo de don Heberto, la de la novela policiaca, que encuentro expresada en Cántaros, Sangre en la niebla y Zotz Choj. Habría referirme a una trilogía.
En 2014, el escritor Heberto Morales dijo que quería aprender a crear mundos. Ya los había hecho. Sólo hacía falta que se publicara Nahuyaca, lo que ocurrió en 2017. Jovel, serenata a la gente menuda fue publicada por Miguel Ángel Porrúa en coedición con el gobierno del estado de Chiapas en 1992. En el Instituto Chiapaneco de Cultura se editó, en 1994, Yucundo. Lamento por una ribera. El CONECULTA se encargó de editar Canción sin letra, en 1999. Cántaros apareció con el sello de la UNACH, en 2006, año en que también se publicó Sangre en la niebla, con el concurso de la Universidad Intercultural de Chiapas y la Universidad Politécnica de Chiapas. La UNACH editó en 2013 Zotz Choj, y en 2014, un sello editorial de escasa circulación, Crónicas de un sueño. El CONECULTA publicó Sinfonía de secretos en 2014 y Nahuyaca en 2017, estas dos últimas novelas, publicadas en el sexenio pasado, están alojadas en la página del CONECULTA. Jovel, serenata a la gente menuda tuvo una edición en España, en 1998 y una en Estados Unidos de Norteamérica en 2009. Los datos editoriales me sirven para decir que sólo se tiene acceso, ahora, por medio de Internet, a dos novelas de don Heberto. Quisiera tener la seguridad de que por lo menos una biblioteca tiene las diez en su acervo. Como también desearía que estuvieran sus datos bibliohemerográficos en la Enciclopedia de la Literatura en México, en la que sólo están registradas tres novelas: Canción sin letra, Zotz choj y Sinfonía de secretos.
En ese su plan que trazó con mano firme debió haber incluido que sólo serían diez novelas, un número redondo para decir Chiapas, para decirnos Chiapas, para decirse chiapaneco, una rotunda muestra del vigor con el que asumió el ejercicio narrativo. Gracias, querido don Heberto, gracias por su amistad.