El rey zamuro, un cuento llanero de Favián Omar Estrada V.

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Fotografía extractada de la instalación “Los lirios del campo y las aves del cielo”  de Sandra Rengifo

 

El rey zamuro

Favián Omar Estrada Vergel

 

 

1.

La estancia quedaba del otro extremo del pueblo, en las barrancas del río. Era de paredes encaladas y andén alto, con dos almendros generosos en la entrada donde se recostaban taburetes a las tres de la tarde para recibir el fresco. Así fue la descripción que hicieran quienes lo contrataron para ejecutar aquel encargo secreto que, según él pensaba, era elemental, o básicamente simple porque tenía que ver con un tipo octogenario y solitario. De ochenta y tantos, aproximadamente, le explicaron con lujo de detalles. Un abuelito óseo, de ojos azules y saltones, con barba larga y cabellos color de nácar, de rostro señorial y en cuya mejilla izquierda sobresalía un lunar con forma de arácnido. Cualquiera no ha de ostentar un lunar como un insecto en la mejilla, de modo que iba a ser obvio reconocerle.

Estaba a punto de llegar a aquel pueblo; mientras, adormilado a sus anchas en la silla, fantaseaba con la mugrosa araña. La inventaba brincando arisca, escurriéndose por el cuello rugoso del abuelo, hasta intrincarse para desaparecer dentro de sus ropas. Abrió sosegadamente los ojos, pensando que si eso ocurriera en verdad, podría cometer el error de equivocarse de anciano y no ganaría un centavo más; hasta se vería en el brete de tener que reintegrar el anticipo, del cual ya había malgastado cien mil pesos en yerba de pésima calidad. Volvió a cerrar los ojos e introdujo rápidamente la mano en el bolsillo del pantalón para asegurarse que aún tenía los pesos restantes. Cuatrocientos mil míseros pesos, pensó en voz alta. Luego bajó del autobús.

En una pulpería de arrieros solicitó la cerveza más helada que hubiera. Moscas azules cabriolaban obstinadamente sobre una batea con panecillos de hojaldre que estaba encima de un viejo mostrador de madera. En el transcurso que tardó el tendero en llevarle la bebída no dejó de ver con suma paciencia aquellos panecillos semipodridos, reflexionando inequivocamente en lo sencillo de su misión, hasta que inducido por una especie de cólera espontánea ahuyentó los insectos de un solo y demencial reves, haciendo volar por los aires los amasijos y todo lo demás junto que había sobre el armario.

Un grupo de borrachos silenciosos no le quitaron la vista de encima. Él les lanzó una mirada retadora mientras se bebía la cerveza. Pidió un aguardiente y otra cerveza recostado de pie en la vitrina. Al final de beber se sintió irracionalmente con ganas de pelear, e intentó meterse con los borrachines patibularios que lo seguían observando con desconfianza, pero el pulpero, que había presentido la intención, lo jaló de un brazo y le indicó que mejor se sentara tranquilo en la mesa al fondo del negocio. No sabía por qué razón, pero de veras que le molestaba toda aquella decencia y amabilidad hipócrita del tendero. Se aplastó retador en la única butaca. La mesa era redonda y su superficie estaba cubierta de entallas y nombres, la mayoría confusos. Echó hacia atrás el cuerpo inclinándose vaqueta a la pared y empezó a cantar un ranchera y a fumar.

            Era más de mediodía. El calor aumentaba. Ya había divisado en aquel naufragio de desorden de estanterías lo que necesitaba para su labor. Señaló con el dedo apuntando hacia el sitio de las botellas de licor, y exclamó fuerte para que los borrachos lo escucharan: Una de aquellas. El dueño regresó desempolvando una botella de ron. ¿Se le ofrece otra cosa?, inquirió el dependiente.

—Un cuchillo de doce pulgadas —le respondió—. El más cortador y peligroso que exista.

—Cuchillo marranero —conceptuó el tendero, viendolo a los ojos.

—Exacto —aprobaba el forastero, alzando más la cara, y decía—, yo soy matarife cotizao.

El vendedor sólo percibió arrogancia, igual obedeció. Fue y volvió con la herramienta. Era un cuchillo como un brazo, cacha de madera con pecas de óxido sobre la hoja metálica. Lo dejó sobre la mesa, y señaló:

—Son veinte mil pesos, jefe.

—Necesito afilar.

—La piedra de amolar está en el patio, si quiere se la presto. —El tendero le señaló el camino al patio.

El forastero notó que los borrachos habían desaparecido misteriosamente, considerando mentalmente que los había impresionado con su iluminada presencia y altanería pendenciera.

2.

Le había advertido el tendero con cierta displicencia que la piedra de amolar era una roca de río, desgastada por el uso de afilar machetes y hachas durante muchos años de colonización del Sarare, pero que aún era útil. La encontró asentada en un realce de arcilla debajo del árbol de las gallinas en aquel patio abierto y maloliente a chiquero y lavazas. El tendero le entregó un balde con agua y regresó al local. Desde allí el forastero podía observar los solares vecinos limitados por empalizadas de guaduas y alambres. Había en el terreno dos cerdos inmensos revolcándose felices en el fango, también había un gallo. Era un hemoso y babilónico gallo de pelea que picoteaba una tuza de maíz amarillo. Unos mocosos que jugueteaban se colgaron de la cerca a espiar al forastero. Al extraño le fastidió, tomó la vasija y les lanzó agua para ahuyentarlos, recibiendo de ellos la respuesta inmediata con una descarga acertada de almendrucos lanzados con hondas de horqueta y cauchera. Un proyectil le dio justo en la cien y otros en la espalda. Furioso, los chitó para que se largaran y no quebrantaran su paciencia. Una mujer hermosa y grande, que de seguro era la madre de los chicos, los aplacó cuando ya estaban recargando nuevamente las armas para acabar con el enemigo.

Mientras afila, el gallo lo ronda cuidadosamente y el forastero lo ahuyenta con aspavientos de amenazas, al tiempo que le expone el cuchillo añorando a los borrachos del salón. Pasa la hoja sobre la piedra por una cara y la otra, en tanto que va tomando ron. El  calor etílico le bajaba como una lengua culebreándole desde el rostro hasta el vientre, levantándose el ánimo y las ganas tremendas de pelear. Rociaba con agua la piedra y pasaba otro sorbo grande de licor. Platicaba al cuchillo en un tono de antigua fraternidad, hacía pausas como esperando algunas respuestas a su improvisada vida, asi que volvía a hablarle sin recomendaciones, explicando en un lenguaje descomplicado la forma en que iría a ejecutar el encargo, los detalles del hombre del lunar y la ubicación de la vivienda del río. El gallo a su vera, a una prudente distancia, torciendo un ojo hacia él, había escuchado malicioso aquel plan pernicioso.

 Alertado por la fuerza del escrutinio, el foráneo descubrió la presencia del gallo, cayendo en la cuenta de que el animal se había enterado de todo. El animal tenía los ojos duros y planos, y una característica que lo distinguía de entre todos los gallos que él hasta entonces había visto: miraba siempre (en cualquier lugar, en cualquier situación, pasara lo que pasara) a los ojos. Se sintió delatado. Irritado, hizo crujir las articulaciones de sus dedos con movimientos sinuosos de los brazos unidos por las manos, tramando quitarle la cabeza al animal de un tortazo mortal con el cuchillo, y, empuñando el arma, sigiloso, caminó encorvado y a zancadas silenciosas hacia éste, en tanto que el ave de plumaje lustroso empezaba a sospechar, dando los primeros pasos de retroceso sobre el fango fétido de los puercos que tragaban lavazas mantecosas en una media llanta que hacía de comedero, de cuyos bordes y paredes pululan gusarapos y mosquitos. El gallo vio a los ojos del hombre, enrojecidos por los vapores etílicos del ron, y voló con la imponencia de un cóndor antes de la primera puñalada.

 Restaba poco de licor en el envase de vidrio. La intriga del gallo y su majestuoso vuelo lo inquietaron. Devoró dos tragos que quedaban y lanzó como un proyectil la botella a uno de los cerdos que logró habilidosamente esquivarla, estrellándose en un tronco rascador de los chanchos, revotó no menos de dos metros y quedó enterrada de pico en el fango pestilente.

De regreso a la tienda había un grupo de hombres bebiendo aguardiente de caña; festejaban a gritos las peripecias de partidas de juego de dados con que apostaban el pago de cada pedida de tragos. Eran hombres curtidos por el sol, de caras vencidas que se distraían para olvidar un poco la dureza del monte. A veces les daba por discutir hasta la amenaza, acercándose a la agresión; y aunque uno u otro de los miembros del corrillo prometía al que fuera que le iba a romper la cara, al final no pasaba nada y seguían el relajo. Más tarde llegaron otros apostadores, casi todos leñadores, contrabandistas o pescadores, otros no, y la barahúnda se hizo imposible. Pidió papel de periódicos para envolver el cuchillo y entabló conversación con algunos clientes, indagando por sitios de lenocinio, la distancia al río, los caminos a otros pueblos. Le dijo al dueño de la tienda que su gallo era arrogante. Le relató en serio y en burla que el animal había volado como un cóndor, el tendero soltó una risa seca y breve, luego le dijo que no tenía un gallo, incluso que no le gustaban porque esos animales estaban malditos, se habían prestado para que a Cristo lo negaran tres veces. Obvio, se veía a leguas que mentía.

El viajero, interesado en el juego de los provincianos, decidió beber otras cervezas más antes de volver a lo suyo.

Un par de borrachos buscarruidos intentó meterse con él, pero el dependiente supo apaciguarlos antes de que el forastero se percatara, luego los mismos se fueron a fastidiar a un viejo enjuto de unos noventa años de edad, con cara de loco, que estaba sentado en un bulto de maíz, y éste, sin más ton ni son, decidido, se levantó de un salto y, abriéndose espacio, sacó su cuchillo y se dejó ir sobre los pendencieros. En un principio todos los montañeros estallaron de risa cuando vieron a los dos borrachos buscapleitos saltar y correr al golpe de una cuchillada casi en la pierna o casi en el brazo. Sin embargo, más tarde recordarían el rostro de sorpresa de uno de los crápulas pendencieros, su cara de terror y reproche contra aquel loco de amarrar al que seguro siempre incitaban y no pasaba nada, pero esta vez de una puñalada certera le había dejado un horrible pingajo de cachete como una extensión de la boca en su desfigurado rostro. Llevaron al borracho al curandero y la juega siguió con el piso encharcado de la sangre derramada.

Hastiado de aquel espectáculo, el visitante dispuso a partir, no sin antes comprar una nueva botella de aquel delicioso ron (que le sabía a coñac). Guardó el cuchillo envuelto en periódicos dentro de sus ropas, sintiendo que ahora era un hombre completo. El alcohol y el arma complementan la fuerza y valentía de los hombres, pensaba. Hubiera deseado que uno de aquellos crápulas se tropezara con él, no habría sido tan complaciente como el anciano,  con él correrían ríos de sangre, sin lugar a suturas.

3.

Siga derecho por la iglesia —le indicaron los arrieros— y al llegar al río, la única casa con andén alto y dos almendros en la entrada. Entró a la iglesia a mitad de camino, se arrodilló con el tronco gacho y las manos amarradas entre sí a la altura del pecho. No se sabía si estaba rezando, riendo o llorando.

            El río tenía una playa amplia y blanca. Extraía arena un grupo de hombres sudorosos que la cargaban en carretas de mulas rumbo a las obras. Los asnos parecían no poder con la sobrecarga que les imponían, rebuznando acorralados por el látigo y el sol de fuego.

La casa poseía un andén alto y almendros frondosos. La había identificado sin dificultad por ser la única en mampostería. No podía ser otra, porque alrededor sólo habían ranchos de guadua con techumbres de palma. Se dejó ir hacia la playa, buscó un asentadero para destapar la botella nueva y bebería hasta que los paleros y sus mulas sufridas se largaran lejos muy lejos, entonces iría a quel lugar del superandén, tocaría a la puerta donde un hombre de barba hirsuta con un lunar surtido de un manojo de pelillos como una araña, saldría a recibirlo. No creía que un lunar pareciera de veras un insecto y se moviera como tal, pero en medio del encendimiento etílico lo divertía la sola idea de imaginarlo con vida.

 El cuchillo en efecto incomodaba en la pretina, había quedado peligroso igual que siempre lo dejaba cuando despresaba cerdos en su pueblo, aquello mucho antes de ir a prisión por despostar a un amigo del alma, que, bebido y en chanza, le había agarrado amistosamente y con cariño las nalgas. La prisión, donde la vida lo había enseñado a ser desconfiado, prevenido y listo, en donde —o eres fuerte, o lo aparentas, empero por nada del mundo débil, porque de lo contrario te sodomizan dormido, y despierto también—, pensaba. Dejaba de pensar, volvía a reir solo. Diez años de su vida allí encuevado, ahora tenía cuarenta y tantos.

El sol bajaba. Quedaba poco menos de un tercio del grupo de paleros, eso era mucho aún, implicaba por demasiado visaje de su parte. En prisión aprendes a sobrevivir comiendo perro y a no dar tanto visaje, pensaba. La botella vacía rodó algunos metros sobre el pasto oxidado por el sol. A un costado divisó una cantina con música, sonaba Hasta que te conocí, de Juan Gabriel, le encantaba aquel tema, pero no el cantante. La letra de la canción hablaba de un hombre insufrible y feliz, pero que se desgració cuando conoció el amor. De allí se fue  caminando hasta aquel bar en donde compró otra botella y estuvo hasta muy tarde ocupando una de las mesas del exterior, con eso vigilar la casa y a los últimos dos o tres hombres de la playa con sus testarudos y ultrajados burros.

Una mujer pintarrajeada lo atendió. Era de rostro ceñudo, melancólico, ofendido. Ella, como siempre con cualquier borracho patibulario y desprevenido, aceptó divertida la invitación a que lo acompañara, y fue y volvió, con copas nuevas. Él le sirvió un trago largo, pero siempre bebiendo del pico de la botella. Me encantan las flacas, pensó. Luego, se fue a la pieza con ella.

Salió del cuartucho de la mujer dando zancadas de gitano ebrio, con el licor en ebullición, en las mitocondrias, en los movimientos de sus propios pasos simiescos que lo llevaron a la casa del andén alto. Un andén demasiado elevado con una escalera espectral que jamás había visto igual. Se estacionó en el primer almendro de la casa, un foco de luz despejaba la penumbra, los sonidos de los sapos se entrelazaban alrededor con el viento del río. La puerta era gruesa y grande, de madera despintada y añosa con armellas para el candado. Volvió el rostro y fijó la mirada hacia el sitio de la cantina, borrosa y distante.

4.

Golpeó fuerte. Cada minuto fue como un siglo. El viento llegaba cargado de arena, traía también añoranzas lejanas. De la prisión. Es un hombre de ochenta y tantos años, de barbas blancas como un Papá Noel y un lunar con forma de araña. Con una mano abierta acariciaba la puerta y con la otra golpeaba fuerte, con furía. El eco de los porrazos tronaban en su cabeza como una antigua melodía de violines, su mano que golpeaba se volvía oscura de dolor, consideraba injusto esperar tanto tiempo a merced de aquel viento abrasivo. Un hombre joven muy alto y membrudo salió, sus dientes perfectamente blancos y su ojazos parecían recubiertos de la luz perfecta. Tenía un lunar con forma de aracnido en la mejilla, una mirada fría y altanera brillando en un rostro lampiño y angelical con la prestancia de un dios de leyenda. Se vieron de frente. Aquel hombre nunca dejó de observarlo fijamente, y con su actitud expresaba saber todas las intenciones y respuestas. El visitante y aquel hombre joven fueron avanzando hacia el interior de la casa sin mover los pies. Era una casa con antiguos muebles de alabastro, podía ser tan sombría en ocasiones como colorida, no había nada en aquella sala a salvo de la lluvia tenue de un polvo de estrellas. Estando en el centro de un gran salón buscó a tientas en la pretina y encontró el cuchillo forrado con una funda de piel curtida y cosida con cáñamos de oro. Veía a la araña brillar como el oro en el rostro del hermoso hombre, la veía levantarse y correr esquiva sobre la piel perfecta y descarriarse en el cuello entre sus ropas impecables. Desenfundó y hundió el cuchillo en el vientre de su víctima hasta la empuñadura. No se veían el rostro ni el cuerpo mientras el arma entraba, sólo y nada más que brumas, y salían plumas por sangre.

Abrió los ojos. Aquél era un lugar ajeno a su memoria, reducido al desorden gravitacional, sometido a un sabor y olor a albúmina, herrumbre y mentol (o eucalipto), a cañería, a papel higiénico trasnochado. Yacía desnudo por completo sobre un camastro cuyo colchón de lienzo le empezaba a incomodar, le producía picazón. A un costado había un cubículo donde se ingresaba a la letrina a través de una cortina plástica estampada con girasoles y salivazos históricos. En una bacinilla de aluminio cuya asa era un trozo de nada, desportillada y embebida de orines, nadaba una cucaracha que intentaba alcanzar el borde. En todo caso el forastero poco recordaba, tan sólo que discutía a gritos con un cantinero por unas vueltas del pago, o con la mesera pintarrajeada de rostro melancólico porque en algún momento se había olvidado de él por ir a atender otros hombres o se ocupaba en platicar con cuanto personaje estrafalario le solicitaba un rato, y entonces ella para calmarlo le acariciaba el pelo.

Encontró el cuchillo y su ropa, revisó los bolsillos y el dinero había desaparecido. Con el malestar de la resaca trató de recordar desde el momento en que llegó a la cantina sórdida. Trajo a su memoria a la mujer, al extenso pasillo atiborrado que conducía al cuarto del amor, a los hombres y mujeres en constante murmullo, las bocanadas de humo que arrojaban y los borrachos cuando hablaban a grandes voces para ganarle al estruendo de la rocola. Recordó una de las canciones que hablaba de las traiciones y de los labios de una mujer. Antes de ponerse a vomitar en el pasillo se preguntaba si ésos eran los labios de la pintarrajeada Maritza.

El pasillo lucía cubierto con el sopor de la mañana, puertas entreabiertas con clientes semi desnudos y fundidos, una que otra mujer en toalla de baño, una concurrencia que no podía ser más miserable y patibularia.

Había unos urinarios percudidos. Vio una sombra familiar junto a los urinarios, estaba envuelta en una nube de humo e intentó penetrar la oscuridad que la envolvía y descifrar su rostro. Era un travesti muy delgado, sin maquillaje y feo que lo reconoció. Él siguió el camino buscando la salida. El travesti a manera de consuelo alcanzó a gritarle mientras el otro se alejaba: —No la busques, que ella se fue para siempre… No te perdiste de nada, no era más que una maldita perturbada…

6.

Caminó hasta la estancia de los dos almendros, golpeó con insistencia la aldaba. Una mujer que por allí pasaba fue a explicarle, sin que alguien se lo pidiera, que el hombre de aquella casa los sábados iba a la gallera de Braulio. Pregunte por la gallera de Braulio Estrada, todos saben dónde queda, no hay pérdida, le dijo.

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Pensó que lo mejor sería aguaitarlo para abordarlo y acabar su viaje en aquel maldito pueblo de putas y ladrones. Maldita la hora en que me metí con esta payasa de Maritza, sucia y ladrona con cara de macho. Después de medio día no soportó más la espera infructuosa sentado bajo dos almendros polvorientos. Se había comido un almendruco todavía verde pero no lo había satisfecho. Tenía hambre. En las galleras venden comida y cervezas, pensó en voz alta. El sol estaba reluciente como para un par de cervezas heladas.

La gallera era un predio apartado con un solar extenso donde había gallos de riña en jaulas, el ruedo de combate, la caseta de feria donde se despachaban comidas y bebidas, y al fondo la casa en mamposteria pobre con sus animales domésticos y sus trastos de comer y beber. Hombres jubilosos hablaban preparando animales ariscos para la contienda. Un grupo de llaneros asaba una ternera y un lechón, otro corrillo de mujeres preparaba la olla de sopa de tres carnes o sancocho trifásico, también cachamas asadas a la brasa, mijes y habían otros ventorrillos de cuanta comida y licor fuera posible comprar y vender. Dio un paseo rápido a los alrededores del lugar. Hallaba rostros extraños, de mestizos y mulatos descamisados con pelos erizados como cepillos, indios tostados de piel gruesa curtida y mediana estatura. No era en efecto la misma muchedumbre crápula que el resto de la semana se reunía en la pulpería y cantinas del pueblo. Nada que ver aún con un hombre blanco, ojos azules, alto y fornido de unos ochenta y tantos años con la cabellera y barbas largas.

De pronto descubrió aquel gallo astuto de la pulpería en manos de un indio patizambo que lo alistaba para la guerra. El gallo además de reconocerle volteó a ver al indio quien fijó una mirada asesina en el forastero. Por un instante pensó que había bebido demasiado, que llevaba tantas horas sin comer y que el licor y el hambre lo habían desconectando de la realidad. Dio vuelta y fue a recostarse en la primera caseta para que le despacharan una bebida helada. Pidió una y luego otra. Atisbó hacia el sitio de antes, sin fortuna, pues indio y gallo arisco habían desaparecido. Giró la cabeza a ambos lados. Los jugadores seguían contentos con sus guerreros de plumas coloridas y espuelas asesinas. Otros felices avivaban el joropo cantando y bebiendo en totumas un trago viscoso como un guarapo. Los más empinaban el codo con la tapara de chicha. Pidió una bandeja de carne asada con yuca y ají. Era carne de ternera asada en varas alrededor de una pila de troncos de madera encendidos. Le encantaba ver asar la carne a los llaneros. No tenía dinero para pagar, pero era lo de menos porque sabía cómo escabullirse. Por ahora lo más importante era toparse con el hombre de la araña en la cara.

Decidió volver a la casa del río. Preguntó a la india que lo estaba atendiendo por los retretes, ella le indicó que no había baños, pero que podía orinar detrás de una porqueriza al final del predio. El forastero hizo como quien iba hacia la porqueriza.

La salida estaba estrecha de gentes. Abrió paso entre aquella feria humana sudorosa y olorosa a sebo frito y pescado. Luego la misma masa se cerraba a su espalda como una caverna oscura y peligrosa. En ocasiones volteaba a mirar atrás con dirección a la caseta de la india. La mujer tomaba una especie de sopa pero no lo estaba mirando. En la puerta, la impresión lo hizo recular de golpe. Acababa de ver un hombre alto y membrudo, de pelo y barbas blancas, con un lunar en la mejilla izquierda. Parecía un ídolo mitológico, impávido dentro de un traje blanco, tenía ojos fríos y altaneros brillando en la distancia. Con aquel garbo de Rey de Oros rodeado de indios y mestizos, atendía al indio que había visto un momento antes con el gallo babilónico. El viejo hablaba al indio al oído. Luego el forastero se sintió señalado, aludido. Al principio los hombres se mantuvieron callados o discretos, sin embargo, no le quitaron la vista de encima. Con la escena le vino la imagen de un rey zamuro rodeado de zopilotes. A su vez, adoptó una postura falsa, levemente irónica, de esperar los acontecimientos, pero poco a poco, ante la fijación de los extraños, se fue apocando y al cabo de nada sentía prisa de irse y llegar lejos.

7.

Atrás quedaba la gallera. Mientras marchaba con un paso penoso y rápido, un fuerte vocerío sucedía detrás suyo. La abigarrada tropa de indios y mestizos, comandados por el rey zamuro, le hacía apresurar el trote. Descarriado por las brumas de la resaca, irrumpió en un estado de pavor en el que se le barajaban y escapaban las nociones más elementales. Un gran ruido compacto, como un chubasco de piedras y palos, se alzaba y ahogaba su voz, y sólo pudo comprender que había caído al piso.

Al abrir de nuevo los ojos estaba adentro del ruedo de una gallera improvisada en la sala de la casa del río. Reconoció la estancia porque detrás estaban los antiguos muebles de alabastro y la presencia de la lluvia tenue del polvo de estrellas, aunque esta vez todo era más colorido como la misma gallera, que su arena era de color rosa. La baranda metálica que generaba una franja de seguridad para los jueces, alrededor de la barrera del ruedo, era de un tricolor festivo. Más allá estaba la escalinata para sentarse el pueblo. Le dolía mucho el cuerpo, pese a ello podía moverse ágilmente. Un ruido y rumor causado por la concurrencia de mucha gente lo distrajeron. Vio que las personas fueron ubicándose en los asientos mientras hablaban y comentaban apuestas. En menos de nada estaba lleno aquel recinto. Empezaron a ingresar otros personajes, esta vez a la línea de los jueces. Allí pudo observar al dueño de la tienda, a la pintarrajeada travesti, a la india de la caseta, a los niños guerreros, al anciano demente y a la mujer que lo envió derecho a la gallera.

La verdad no entendía el extraño panorama, pero siguió advirtiendo aquel espectáculo de gente entusiasta hablando y apostando. Llamó con ahínco su atención el momento en que vio entrar al hombre de largas barbas al ruedo —efectivamente tenía un lunar con forma de arácnido—, llevaba en sus brazos el gallo majestuoso, el babilónico, el cual lucía unas terribles espuelas de oro en cada una de sus bien afeitadas y rosadas patas. El rey zamuro nunca le habló ni le sonrió, sólo lo miró fijamente a los ojos. En última, lo que pudo haber recordado aquel forastero fue el preciso momento cuando se elevó del piso tomado por las gigantescas manos ásperas de un hombre. Volteó su cabeza para observarlo mejor y detalló al indio patizambo cuando lo alzaba y otro indio le acomodaba unas espuelas metálicas con cinta de enmascarar en los espolones de sus tarsos fuertes, al tiempo que quien lo cargaba le acariciaba la cresta roja y carnosa y su plumaje abundante, lustroso y con visos irisados, de una manera estrictamente burlesca antes de enfrentarlo y azuzarlo con el otro gallo que sostenía el místico rey zamuro. Los dos gallos fueron sueltos al ruedo y enfrentados en un combate a muerte. Su puñal a pesar de que había quedado muy aguzado no alcanzó certeramente al otro animal en ningún momento porque éste era muy hábil y volaba como un cóndor dentro del ruedo. Con tres embestidas más, ya la gente hizo temblar el lugar con sus gritos y euforia nunca antes vista. La espuela de oro del gallo babilónico se había clavado en su corazón antes de poder hacer lo propio, y la sangre le manaba a chorros, acentuando más el bello color de la arena.

Favián Omar Estrada Vergel

Reescrito, Bogotá 2020.

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