Diario del coronavirus desde el conurbano sur de Buenos Aires. Por Leandro Alva

Hace un puñado de días que la OMS declaró la pandemia y el mundo pegó un giro como la moneda de un árbitro antes de comenzar la contienda definitiva. Y claro que lo primero que recordamos fueron todas las películas de zombies apocalípticos, guerras bacteriológicas, epidemias manufacturadas en laboratorios maquiavélicos y enfermedades mortales que se transmiten mirando TV. Y por supuesto que la TV y las redes sociales engordaron, en base a la difusión de paparruchadas sin ningún fundamento científico, un pánico incipiente que hasta hace poco no estaba allí. Y ahora sí, nadie te abraza, nadie te besa, nadie te toca, nadie comparte un mate, la gente se aguanta la tos hasta desfallecer y mira con desconfianza a quien osa soltar un estornudo. Muchísimos eventos públicos han sido cancelados y no se sabe cómo va a seguir la historia. Encima, hay algunos que volvieron de Europa y se hacen los giles y no respetan la cuarentena obligatoria. Así las cosas, mucha gente corre desesperada a comprar barbijos y alcohol en gel, pero ya no hay. Los médicos aseguran que no hacen falta, sin embargo hay personas dispuestas a salir “de caño” para volver a casa con un par de souvenirs farmacéuticos, que seguramente van a servir de alivio momentáneo a la paranoia imperante.

Hoy viajé en tren. Temperley – Monte Grande. Llovía bastante y había pocos pasajeros. Un panorama desértico lo humedecía todo, como si un gran pañuelo universal lleno de flema y mocos nos envolviera para regalo. El ciego del puente de la estación estaba en su puesto de combate, el de siempre. Pasé y le dejé unas monedas. No sé qué carajo dijo acerca de la muerte, nunca le entiendo bien lo que dice. Bajé al andén y me subí al vagón mientras chequeaba en internet algunos “tips” bastante contradictorios acerca de las precauciones que hay que tomar si aparecen síntomas de la peste de moda. Alguien tosió en otro vagón y todos giraron el cogote para ver quién era el hijo de mil putas. Dos pibes se rieron y dijeron algo del fin del mundo. Pasó un vendedor de chocolates y no vendió nada. Llegué a destino: un centro cultural donde doy un taller literario todos los sábados. El pequeño grupo que asistió hablaba del Covid 19 y lo relacionaba con la literatura. Creo que Burroughs dijo que el lenguaje es un virus y acaso sea cierto. Burroughs era un sacado, pero no era ningún burro. Cuando terminó el encuentro de taller tuve que volver a casa. Llovía más que antes, mucho más, y llegué empapado. Comí un guiso de arroz caliente y recobré un pedazo de mi alma, que parecía un diario de 1912 abandonado en el Titanic. Después hablé con un amigo que vive en Praga y me contó algunas resoluciones del gobierno checo en cuanto al cierre de las fronteras y la prevención del contagio. También nos atrevimos a esbozar alguna teoría conspiranoica y hablamos de Borges y el tango. Cuando dejamos de conversar empecé a toser y mi vieja asomó la cabeza por la puerta entreabierta de mi habitación. Me preguntó si estaba todo bien. Le dije que sí. Dormí un rato y miré el partido de Temperley por la web. Otro empate, qué mierda. Acto seguido, me levanté a preparar unos mates y la encontré a mi santa madre en la cocina con un barbijo puesto. Me dijo que me hiciera mi propio mate, que ella tiene 67 años y no va a correr ningún riesgo. Y ahí nomás improvisé unos amargos, como un retovado compadrito de Borges.

Leandro Alva, Temperley, 14 de marzo de 2020.

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