Reseña: A los siete años, de Umberto Amaya

A los siete años.

Reseña de «El Hijo de Lina Luzardo» (Umberto Amaya)

por Dadán Amaya.

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 A los siete años, cuando el mundo es tan nuevo que muchas cosas carecen de nombre y para referirse a ellas hay que señalarlas con el dedo, se vive una época memorable. El niño es capaz de maravillarse con cualquier cosa y al mismo tiempo es ya tan perspicaz como para comprender, entrever el mundo que se descubre a cada paso. La curiosidad y el asombro están a la orden del día. Esa mezcla de inteligencia e ingenuidad que permite experimentar la alegría y la belleza, reconocer la maldad cobarde, sentir el miedo y la tragedia es la poesía en su estado original. La vida misma es un conjunto de impresiones. El mundo sabe, huele, suena y brilla por doquier y las cosas se graban en la memoria con el vigor de aquello que comienza.

Una impresión es la marca que deja algo, la combinación de percepción y las emociones que la acompañan, que se graba en la memoria para convertirse en parte de la base con la cual se juzgan y valoran cosas que en la vida irán apareciendo. Evocar en la memoria los recuerdos de la infancia no sólo es hablar de la cosa sino también de todas las emociones que ella evocaba. Es más que el sabor de la limonada de panela, es el sabor de la casa, del cariño materno, del reposo y la sensación de hogar y refugio.

Narrar estas impresiones es entonar un canto a la vida, como el que entona en su libro «El hijo de Lina Luzardo» Umberto-Umberto, mi padre, al que, tras leer en esta ocasión, conozco un poco más.

En este canto a la vida los instrumentos son el río, los colores del mundo, los sabores, olores, el sentimiento de injusticia, los juegos de la infancia, los primeros amores, que se entrelazan una y otra vez formando la polifonía de una pieza en la que cada elemento lleva su propia melodía, pero juntos adquieren todo su valor.

La vida no era fácil entonces. Este pedazo de la Tierra que llamamos Colombia estaba sumido en una de sus tantas guerras, en su eterna guerra, dijéramos más bien. Violencia, con «V» mayúscula, la llamamos aunque no nos la enseñan, pero según nos cuentan fue terrible. Aberrante.

Sobre ese mundo de impunidad y barbarie, como «una flor que le ha nacido a un tren» vivió su infancia mi padre, comiendo guamas, tomando agua de panela, emborrachándose a los seis años y gritándole la verdad a los cobardes; soñándose hormiga cada noche y enamorándose de la enfermera que lo curó una vez. Viendo las carcajadas multicolores de quienes se burlan de la muerte a la que dejaron plantada nuevamente, yendo de un lado a otro para refugiarse de la violencia sectaria en la que el cura y el verdugo se vuelven uno solo o dándose puñetazos —de manera muy honorable— con otros niños que por la intolerancia y la xenofobia, como los nuestros hoy en día, repetían los errores que la ceguera dicta al oído de sus padres.

Pero esta especie de Huckleberry Finn no podía llegar en cualquier momento. Para traerlo a la vida se necesitaban la madurez del poeta que aprendió a conversar consigo mismo y luego a escucharse con atención, para poder traducir el lenguaje en el que se expresan las maravillas que el niño maravillado ve, cuando las vacas y los marranos eran limones con cuatro palitos ensartados por patas en lugar del dibujito de una app en la pantalla de un celular. Cuando la vida discurría en toda la plenitud de lo que es arrebatado, porque arrebatado era, a la guerra cada momento de alegría o de tristeza a la orilla del monte, próximo al cacaotal o allí en una ribera, alma llanera, del Arauca vibrador.

Bello, gráfico y casi atemporal el relato es el laberinto de una memoria; en él cada idea trae otra enredada dejándonos las ganas de un final, pero así debe ser, porque no ha terminado, tal vez, o porque no es una historia sino más un canto a la vida, hermano de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol.

Dadán Amaya

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