Kumbala. Por Osbaldo García Muñoz

Osbaldo García ha tenido la generosidad de aportarnos otro de sus relatos. Esta vez, la noche rompe con las argucias liminales y se expande hasta estallar en la mirada de quien siente anochecer. La imagen que acompaña a esta entrada también es autoría del escritor.

La puta destapó la cerveza y arrimó su graso cuerpo hacia mí. Un olor agrio punzó mi cabeza. ¡Tócale, mi rey!, me dijo, moviendo su regordeta cadera. Levanté la mirada a la altura de sus senos. El rojo brasier era insuficiente para contener la carne. ¿Sos mampo?, preguntó con ironía. Extendí un billete de cincuenta pesos. Lo tomó despacio, dejando una caricia áspera y húmeda en mi mano. Pasaban de las once y el calor de Tapachula era insoportable. ¿Qué mierda hago aquí?, me dije. Las mesas eran de plástico y estaban dispersas en un espacio no mayor a treinta metros cuadrados. Una consola tocaba música mexicana y guatemalteca. Cinco mujeres viejas y mal vestidas cruzaban las piernas sentadas junto a la pared. Di el primer trago a la botella: recordé mis 20 años de sobriedad y el día de mi boda, aquél año en que tuve mi primer trabajo y juré no volver a tomar jamás.
La puta regresó con unos limones partidos, sal y escasos cacahuates sobre un plato pequeño que me causó risa. Extendió sus uñas largas y violetas para darme un puñado de monedas. Insistió: ¿Vas a coger? Volví a mirarla a los ojos. Sus labios de semáforo refulgían un rojo plastificado y seco. Una cicatriz a la altura de las cejas se escondía maquillada. Las ojeras se disfrazaban con la oscuridad de los cosméticos, pero era inevitable ocultar los estragos del tiempo, las drogas y el desvelo. No pasaba de treinta años. Sus ojos miraban todavía con la esperanza lejana que da la juventud mal vivida. ¿Cuánto?, pregunté. Trescientos, contestó. Me reí. Toma cinco pesos y vete, le dije, poniendo una moneda en su mano. ¡Pendejo!, exclamó enojada. Se dio la vuelta y volvió a ocupar la misma silla junto a sus compañeras.
Fui al mingitorio. Una mezcla pestilente de limones, orines y vómitos hizo que volteara la cara y me salpicara los pantalones. ¡Mierda! El agua caliente salió de mi cuerpo en chorros desbordados. Recordé a los toreros muertos y su agüita amarilla: baja por el caño, etcétera. Un hombre estaba apoyado en el urinal y cantaba con lenguaje incomprensible. Leí en la pared: Morir es como acostarse a dormir sin levantarse a orinar. Me subí el cierre. Busqué dónde lavarme las manos, pero sólo encontré un bote oxidado con agua turbia. Me limpié las manos en el pantalón. Era eso o arriesgarme a agarrar una infección. Saqué el celular del bolsillo y vi varias llamadas perdidas y mensajes de WhatsApp: Te estuve marcando, a ver si ya te dignas a responder. Mi exmujer estaba desatada. Amenazó: ¡Voy a demandarte! Desde hace tiempo venía diciendo lo mismo: que los niños están en la escuela; que se enferman mucho; que lo que le daba no era suficiente; que quién sabe dónde madres me gastaba la lana; que era un putañero; que quién sabe en qué estaba pensando cuando te di las nalgas; que a la chingada con lo nuestro; que con que me des el gasto completo y lo demás me vale madre; que chingas a tu madre si no vuelves a contestarme el teléfono.
Bebí con ansia el último trago de cerveza que quedaba. Levanté el envase para que trajeran otra, mientras guardaba el celular sin poner atención a la llamada entrante. Levanté la mirada al notar la sombra de un bulto frente a mí. ¿Media, caguama o caguamón?, dijo la voz chillona. Media, respondí a aquel cuerpo flaco ajustado a una playera y pantalón pesquero. ¿Media? El mampito me vio y dibujó una sonrisa en su rostro. ¿Qué, veniste a tomar o calentar asiento? Pinche puto, pensé. Tráeme una caguama, pues. ¿Indio, sol, corona…? ¡No jodas, esto parece oficina de gobierno! ¡Tráete lo que sea; no importa! ¡Ya cásate!, dijo y dio la vuelta. El celular seguía timbrando en mi bolsillo. La puta me estuvo mirando todo el tiempo. Sentí su mirada desde el umbral donde abría las piernas sin recato. Intenté sonreírle pero me dio la espalda. Incluso ella se sentía con derecho a tener dignidad y despreciarme. El meserito llegó a mi mesa: Indio, dijo sarcástico, pa que no pierdas la costumbre. Sirvió en un vaso. Son cuarenta y cinco. Pagué y se alejó de mí.


Después de terminarme la primera caguama, pedí una más. Esta vez, llamé a la puta para que me atendiera. Llegó con desgana. ¿Qué quieres? Una caguama y un par de canciones. Tres por diez, dijo; anótalas en la servilleta. Sacó un lapicero de su bolso. Escribí: Cadetes de Linares: Aquí todo sigue igual; Los Dos Oros: Un sueño de tantos; Chalino Sánchez: Nieves de enero. ¡Puta madre, rió, tienes letra de licenciado pero gustos de arrabal! Levantó la botella vacía y me arrebató los diez pesos. Su cintura era más delgada. Una curva caía desde los hombros y terminaba delineando dos prominentes esferas apretadas a la altura y por debajo de las caderas. La cabellera había sufrido un ataque de peróxido, pero le sentaba bien con el color acanelado de su espalda descubierta. Tuve una erección. Me dije: Hasta dónde he llegado.
La puta regresó sonriente. El mallón blanco de licra abultaba sus piernas y detallaba con precisión el pubis y los labios mayores de la vagina. Se ve que estás dolido, dijo. Tráete otro vaso y sírvete, ordené. Te va a costar treinta y cinco por cada vaso que me tome, precisó; ora que si traes feria te lo dejo a tres por cien. Va, asentí. Trajo el vaso y se sentó junto a mí. Recogió el lapicero, sirvió cerveza y brindó alegre: ¡Por ellos, aunque mal paguen! Sus labios gruesos y centroamericanos desplegaron una simpática sonrisa. Los dientes estaban alineados con una blancura sorprendente. ¿Y qué viento te trajo por acá, mi amor? Nada, respondí; ya ves, el vicio. Dos parroquianos entraron en ese momento y se fueron a sentar al fondo, no sin antes pasar a toquetear a las mujeres de piernas cruzadas. Los Cadetes de Linares cantaban.
¿Vas a querer otra, mi amor?, preguntó la puta con el vaso de plástico vacío en la mano. Te recuerdo que ya me debes doscientos y todavía no pagas este caguamón. Abrí la cartera. Saqué quinientos pesos; le dije: Cóbrate todo y tráete dos cervezas más. La puta se puso de pie y, jacarandosa, cumplió el mandado. Ahora traía unos pepinos y pedazos de jícama cubiertos de chile. Picó unos pedazos con palillos que había traído para ello y me los acercó a la boca. Luego, se puso un trozo grande en los labios y me lo ofreció lasciva. Mordí su boca húmeda: limón y sudor se mezclaron en mi garganta. Quise rechazarla al sentir su lengua salivada pero sus manos se posaron en un continuo movimiento sobre mis piernas. Sentí el aliento rancio y fermentado y la sangre correr por mi cuerpo: un calor exacerbado me sacudió la pelvis. Pude ver el color amielado de sus ojos y las gotas casi imperceptibles de los poros de la nariz pequeña y redondeada. Tenía un tatuaje sobre una de las tetas y zarcillos de la santa muerte. Toda ella olía a loción de coco. Las luces neón y psicodélicas hacían su efecto afrodisiaco.
El lugar se había llenado en el tiempo que duró el beso. La música sonaba fuerte. Me dijo: ¿Bailamos? Me puse de pie y me tomó de la mano. Una esfera de luces giraba en el centro de la pista. En el sopor de los aromas y el tumulto de carne aglomerada, escuché lejanamente los versos de la maldita vecindad: luz, roja es la luz, luz de neón. La mujer me puso los brazos alrededor del cuello. Era alta. Su figura se ensambló a mi cuerpo y pude sentirla respirar. Mis manos recorrieron su cabellera en dirección de sus caderas y glúteos. Sudaba. ¿Y te llamas?, pregunté. Amanda, contestó. Ofreció su boca. La besé hasta que la música cambio de ritmo: cumbia, salsa, reggaetón. Bailamos y reímos. Pidió que nos sentáramos.
Me debes doscientos más, dijo. Saqué otro billete de quinientos pesos. Cóbrate. No recuerdo que me haya devuelto el cambio. Sólo sé que las botellas de cerveza nunca estuvieron vacías. Fui al baño. Para orinar tuve que hacer fila. No quise lavarme las manos en el agua sucia. Saqué una servilleta de la bolsa del pantalón de vestir. Un papel doblado me recordó el oficio recibido en la mañana; leí nuevamente: Estimado señor X, reconociendo los 20 años de su vida que ha dedicado a esta institución, lo cual agradecemos profundamente, dadas las circunstancias actuales del país y el recorte presupuestal del gobierno en turno, así como las políticas de austeridad que se han implementado, por medio de la presente comunícole que, a partir de la presente fecha, deja usted el cargo que venía desempeñando con nosotros. Sin otro particular, me suscribo a sus órdenes. ¡Hijos de su puta madre! Tiré el papel al piso. Volví a la mesa de siempre.
Amanda radiaba una belleza exquisita. Sus muslos duros fueron hacia mí. Pensé que te habías ido, mi amor. Se sentó en mis piernas y me habló de su vida: Un militar la había embarazado de niña. El muy puto me violó y luego dijo que me amaba. No me quedó de otra y viví con él durante mucho tiempo. A los 19 años me junté con un cantinero que me había dado trabajo. Se encargó de mí y mis dos hijos. Yo lo ayudaba en lo que podía, pero luego me di cuenta de que, cuando yo no estaba, manoseaba a mi hija pequeña. Lo dejé. Ahí tuve mi primera experiencia como puta. Dudé, temblé, lloré, le menté la madre a Dios, abrí las piernas y luego cobré con extremo dolor las monedas de mi desgracia. Juré no volverlo a hacer. Pero, al verme sola, retomé ese camino del cual no me he vuelto a apartar. Sus ojos dejaron rodar un líquido transparente que fue quemando su conmovido rostro. La vi hacerse menuda y vidriosa, frágil como una pompa de jabón.
La noche había llegado. Un borrachín estaba sentado en nuestra mesa y yo le servía cerveza en un vaso. Cómo eres bueno, mi amor, me dijo aquella muchacha a quien yo acariciaba como si fuéramos una pareja de muchos años. Tengo veintiocho, había dicho. Mi hermano acaba de llegar de Honduras; no tiene trabajo. Voy al baño, me dijo. Se fue. Miré al hombre que bebía frenético. Esto ya no me hace, dijo, señalando la botella de cerveza casi vacía. ¿Te gusta mi hermana?, preguntó. Dame un veinte pa comprar un fuerte y yo te la pongo en tu cama. Reí. Saqué veinte pesos y se los aventé a la cara. Los recogió y salió agazapado. Me quedé hablando solo: Pendejos, soy licenciado en X con maestría y doctorado. He recorrido el país y varias partes del mundo. Tengo casa, carro y unos hijos hermosos. Ningún pendejo va a humillarme diciéndome que soy prescindible. No necesito mendigar ni mierda. ¡Soy el padre de medio mundo! Amanda llegó apresurada y me pidió que no me levantara de la silla. La abracé y lloré sobre su pecho. Saqué la cartera y le di varios billetes para que invitara cervezas a todos: ¡a todos!, insistí. Ella asintió y dijo que lo haría. Luego, regresó. La vi tambalearse. Me habló al oído: Me gustas mucho. Nos besamos por enésima vez. Su mano fue a mi entrepierna y abrió el cierre. Apretó mi miembro y con movimientos adiestrados hizo que me excitara. Dijo: Llévame a tu casa; te lo voy a hacer gratis.
Tambaleantes, nos pusimos de pie. La imagen caótica de aquel lugar me llegó a la cabeza con golpes intermitentes: hombres dormidos sobre las mesas o echados hacia atrás con las bocas abiertas; figuras antropomorfas bailando y riendo; humareda y luces, música estridente, botellas y olores penetrantes. Vamos, dijo Amanda. Volvimos a besarnos. Nos encaminamos a la salida. Su cuerpo pesaba. Pide un taxi. Traigo coche, dije. Abrí el carro y la acomodé en el asiento del copiloto. Iba a subirme al carro cuando el borracho de los veinte pesos me puso una navaja a la altura del cuello. Dame la cartera, ordenó. Forcejé con él. Una cortada en la garganta me hizo empujarlo con fuerza sobre el concreto. Inmediatamente, cerré la portezuela y prendí el auto. Un abundante líquido caliente escurrió entre mis ropas. Vi el letrero con letras en rojo: Kumbala. El hombre se levantó y echó a correr, alejándose de nosotros. La hermosa cabellera de Amanda reposaba sobre mi hombro; dormía. Era época de navidad y apenas recordaba a la puta que había conocido por la mañana. Eché a andar el carro y la calle me pareció desierta. Pensé en mis hijos y los edificios y casas fueron desapareciendo en el irremediable mutismo de la noche.

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