Debut y despedida. El primer y único concierto de una banda punk

Los espejos asesinos

 

Juan Gabriel es el Maradona de los maricas, dice. A unos dos o tres metros de él y de mí, Juan Gabriel flota en la pantalla de la rockola: disgrega su voz en la oscuridad del escenario, vestido de azul, como un abogado que, en los ochenta, defendió a una recién divorciada cuando el divorcio conservaba su misterio.

Al final de la canción, Luis se incorpora, introduce otra moneda en la ranura y canturrea que amaneció completico: una completud que se columpia en los estragos de las noches mal trajinadas, el insomnio, el deseo de soñar y el espanto de cada sueño.

Cada tanto entran jovencitos con chaquetas de cuero. Se parecen, en su vestimenta, al gordo que gerencia una librería autodenominada independiente y que queda a un par de cuadras. Compran dulces, o algo para distraer el hambre antes de entrar al Bbar, donde esta noche hay un concierto de bandas de punk.

En la promoción del evento se ha explicitado su insustancialidad y la perspectiva de un comienzo sincronizado con el final: debut y despedida. El Punk es olvidable, las emanaciones de sus guitarras son ventosidades en los transportes públicos: agrias y pasajeras.

Luis, después de quedar completico, pregunta por la hora.  Son las diez y es tiempo de entrar a Bbar. Mientras nos paramos, me confiesa que está nervioso. Nunca antes me lo dijo, ni siquiera en las presentaciones de nuestros libros, en algún cafetín-librería del centro de Bogotá, donde se sentaron lectores que jamás leyeron algo escrito por nosotros y nos increparon por los títulos de lo recién publicado: los hermanos lectores creyentes en el divino talento.

El talento sólo existe cuando se enferma y hay que extirparlo, como el apéndice.

Frente al Bbar, antes de pagar el ingreso, escucho el rasgueo eléctrico que truena adentro. Es amigable la música que suena en vivo. Me recuerda la fabricada por esos tríos de los últimos noventa, cuando, desde MTV, se consolidó la domesticación del retorno a lo salvaje. A fines de esa década, la esencia de lo bravío se extirpó como el talento, como el apéndice.

Noches seniles

En el bar no hay jovencitos con pelos pintados y pantalones ajustados; muy pocos asistentes podrían darse esa licencia: serían gordos que se empeñan en parecer flacos o calvos que se resisten a cortar los tres pelos resecos que les quedan. La carencia de jovialidad me reconforta. Los únicos imberbes son los muchachos del escenario. Sus acordes repetitivos, contagian el entusiasmo del que sabe que cada nota se difuminará.  Será cuestión de meses para que ellos empiecen a trabajar en oficinas y usen la noche de hoy como una anécdota; es lo mejor que podría ocurrir, de lo contrario, se quedarán en una fiesta donde serán los tipos con sobrepeso y frentes amplias que ahora tienen frente a sus caras.

Luis se ha aislado pese a compartir la mesa conmigo. Intentó aprender de memoria el poema de Francoise Villon con el que quiere abrir la presentación de Los espejos asesinos pero no pudo. En una época fue el bajista de la banda y terminó fuera de ella; hoy, cuando hacen su debut y despedida, lo llamaron para que leyera algo. De alguna manera, él también imprimió parte del hálito del grupo; ocupe el escenario, un muerto se levantará de su ataúd, leerá su testamento y se acostará para siempre.

El bar me recuerda el Bang Bang de Twin peaks: está lleno de gente cansada y el mesero es Kirk, el alienígena de Futurama. Aunque este tiene un acento caribeño, por lo que presumo que es venezolano. Él no se mueve entre las mesas sino que las atraviesa. Tampoco necesita mirar si las botellas se han vaciado: puede ver a través del ámbar del envase para coger las inservibles.

Luis, sentado a un costado del que será su escenario, espera. Cada tanto mira la pantalla de su celular y rezonga algún verso de Villon. Los muchachitos han dejado de tocar y la gente aplaude con los resquicios de su juventud.

Los Espejos asesinos, que son tres, conectan sus instrumentos y, sin un preámbulo de pruebas de sonido, lanzan la primera puteada. Luis ingresa al escenario poco después, se ubica como si fuera el cantante, saca su celular que brilla sobre su cara, abre la boca y la guitarra rechina y los platillos de la batería tiemblan. No se escucha nada de lo que dice salvo algunas preposiciones. El micrófono le queda muy bajo. Tuerce la cabeza a su costado derecho, como si su miopía hubiera crecido para leer lo escrito en su teléfono.

Luis con Villon

No se escucha un solo verso completo: Villon se asfixia entre los sonidos encerrados en el bar. Algunos asistentes hacen la pose de escuchar mientras otros charlan a medida que el poema se prolonga. Algún mofletudo sonríe con socarronería: quizá sea escritor, crítico musical o buscador de rarezas que luego expondrá en Vice, Rollig Stone o alguna cosa semejante.

El último verso no es del poeta que falleció ahorcado y hoy murió de nuevo sino de Luis: hijos de puta. Adjudico ese plural a la arrogancia unidimensional del buscador de rarezas. Aplaudo con moderación para no parecerme a las groupies de cada bar. A ellas las contratan en los locales; saltan, gritan, mueven la boca como si supieran lo que se canta: así contagian la carencia de pudor.

Con Los espejos asesinos no hay groupies. No sé si por solicitud de ellos o porque las muchachas prefieren prepararse para el grupo que viene, compuesto por hombres tan atléticos como los que tienen dietas inglesas.  Lo que dice el vocalista tampoco se entiende, salvo los putazos y la dedicatoria a Julian Assange.

Luis ha vuelto a la mesa y me pregunta su salió bien su lectura. Le digo que sí, que mucho mejor que lo esperado porque no se escuchó nada. Eso le hubiera encantado a Villon. De hecho, a François le hubiera sacado una sonrisa en la horca si tuviese la capacidad de ver el futuro de sus poemas, ya traducidos y lejanos como haiku.

Los Espejos asesinos siguen tocando y han bajado el estado de ánimo de los asistentes. Sus estribillos no incurren en esa repetición que convierte a las canciones en una experiencia reconfortante. Los asistentes piden, con mayor frecuencia, tandas de cerveza para sus mesas y eso a Kirk le gusta mucho, aunque casi nadie le vaya a dar una propina.

Apenas termina la presentación, me duele la cabeza. Luis está cansado. Salimos y, antes de coger un taxi, caminamos a un costado de la carrera séptima. Sólo un par de cuadras en las que nos nos cruzamos con el gordo punk que administra, con la diligencia de un tendero que hoy no fía pero mañana sí, la librería autodenominada independiente. Sabemos que él nos mira de reojo: nunca nos ha pagado por la venta de alguno de los libros que le dejamos en consignación y los volúmenes tampoco están expuestos. No sé si sea gordo, o fornido.

Decidimos entrar a un espacio menos ruidoso a beber una última cerveza. Adentro, veo a Luis con la misma claridad que cuando estuvimos en la rockola: es mejor ser Maradona que Madonna.

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