Zumbidos. Por Nelson Barón
Por Nelson Barón
Como en broma, había regresado a ese trabajo de fotocopiador en la embajada de Cabo Verde en Colombia, una oficina diplomática de una nación que nadie en mi país siquiera sabía que existía. Esa mañana un punto borroso, negro y ligeramente movedizo se avistaba desde lo profundo de las últimos y deshabitados cerros orientales, pero estaba tan lejos que no le di mayor importancia; quizá el servicio meteorológico se pronunciaría sobre aquel fenómeno.
Antes de ingresar a la oficina me fui a almorzar solo, como me gustaba estar. Fui a un restaurante modesto al que había regresado después de diecisiete años, en donde un mesero me atendía con el máximo decoro como si yo fuera un hombre noble e importante en un almorzadero de pobres. Recordé que era el mismo mesero que me había traído muchas veces el mismo plato en aquella época, lucía más envejecido y portaba una cicatriz que le cubría la frente y le bajaba por la mejilla izquierda. El no me identificó.
Se levantó de la mesa vecina un señor de pelo corto, peinado de medio lado, de flaca contextura, con una corbata y traje gris con rayas café. Al observarlo con mucho detenimiento, recordé que era un compañero de bachillerato; aunque me reconoció, sospeché que no sabía nada de mí ni de lo que había sido de mi vida, aunque yo sí había tenido noticias de la desafortunadamente célebre carrera de abogado que el sujeto había adelantado y de los múltiples fraudes, estafas y estupros que había realizado.
En cambio yo tenía un trabajo que no resultaba importante ni imprescindible, cosa que me hacía feliz. Pese a que consideraba que tenía un buen contrato (ganaba poco pero trabajaba aún menos) no me había asomado por la oficina.
—Gusto en saludarlo, Mejas… ¡vea pues!… ¡Después de tanto tiempo! —dijo aquel mamarracho.
—No le extiendo las manos, pues, cómo verá, mantengo las salpulladuras de siempre.
Sentí su mirada de desprecio.
— ¿Qué es de su vida? —dijo.
— Nada nuevo, en una y otra cosa . ¿Y usted?
— Nada no muy diferente; siempre en la misma cosa (dije riendo y me imaginé a mi interlocutor en uno y otro robo, en uno y otro fraude, en uno y otro negocio metiendo gente inocente a la cárcel, pactando con sus amigos políticos, enemigos todos entre sí, dando clases en aulas ordinarias sobre temas tan infames y ordinarios como sus fechorías).
— Muy bien, Mejas, ¡veámonos!
— Pero si ya nos estamos viendo…
La expresión del sujeto cambió.
—Excúseme, bromeo —le espeté al verlo, aunque lo que le dije antes iba muy en serio.
— Sigue siendo el mismo de hace casi tres décadas, —me dijo mientras de nuevo se concentraba en mis manos.
— Entiendo. Le deseo suerte… cualquier cosa nos tomamos un tinto aquí mismo. En este restaurante me encontrará. Soy monotemático.
— Veo que sí, y yo polifacético —replicó. Recordé todas sus fechorías, tan variadas y tan iguales — Saludos.
Nos despedimos, como ocurrió hace tanto tiempo, sin tocar mis manos rosadas por las ampollas y erupciones que aún seguían palpitando. Mi retina retuvo su desprecio disfrazado de educación. Menos mal se fue, pensé.
El mozo me sirvió un plato muy grande. Me demoré casi dos horas almorzando. Quizá ya le parecía conocido. Me quedé mirándolo.
— ¿Se le ofrece algo más, señor?.
— No, gracias, es que usted me está atendiendo después de diecisiete años.
— No lo recuerdo señor. Pero déjeme invitarle.
— Disculpe, si no me recuerda, ¿cómo me va a invitar?…
— No importa. Me basta con su palabra. Por esos diecisiete años que han transcurrido merece que la casa le invite el almuerzo.
— No se los descontarán de su sueldo…¿ o sí?,
— Pierda cuidado. Yo arreglo ese asunto adentro. Soy consentido del lugar; al fin y al cabo he durado mucho más que esos diecisiete años. Por otra parte, es muy gratificante invitarlo y no a ese señor que lo acompañaba con cara de tramposo y que lo miraba por debajo del hombro.
— Discúlpeme, ¿usted no vio está mañana un punto negro y brumoso proveniente del oriente? —decidí indagar.
— Sí lo vi, media ciudad lo ha visto, pero nadie ha advertido qué fenómeno puede ser; pero si fuera el anuncio del fin del mundo no me molestaría.
— Quizás sería divertido.
— No lo sé, pero le puedo decir que en el noticiero de la mañana mencionaron que en cinco partes en el mundo hoy ha ocurrido lo mismo; pero no han enviado aviones a investigar el suceso, al final, nadie dice nada; de todos modos los de la televisión muestran cualquier cosa.
— Cierto, cuentan solo tonterías. Muchas gracias por gastarme el almuerzo, estaré viniendo, quizá mañana, pero yo pagaré.
Caminando por la avenida, advertí que súbitamente el punto negro de los cerros había disparado un chorro que se iba ensanchando a velocidad atroz, pero no se izaba sobre un lugar específico de la ciudad.
Vi gente alejarse y resguardarse en sus casas; pude haber emprendido la huida pero preferí esperar. El fin del mundo, si era que llegaba, no me resultaba indiferente. Avancé dos cuadras hasta alcanzar al mejor vendedor de jugos tropicales de la ciudad -hijo y heredero de alguien que tenía esa misma reputación hacía 30 años-.
A los cinco minutos, cuando el chorro de partículas negras ya se aproximaba sobre el horizonte, el vendedor me entregó un vaso de jugo derramando involuntariamente una buena parte sobre mis manos que, al contacto con el cítrico, empezaron a arder.
El vendedor huyó estrepitosamente, al presenciar la irrupción de cinco abejas que se izaron sobre mis palmas, seguidos de otros diez animales, y tal vez veinte, treinta y muchas más que las cubrieron por completo; se levantaban para ser relevadas por otras tantas, mientras un leve vapor emergía hasta perderse en el ambiente.
Otros batallones de abejas se precipitaron sobre todas las ventanas de los edificios de aquél barrio, penetrándolas, y vi algunas personas ser izadas en el aire por grumos de aquellas implacables castigadoras para luego ser arrojadas desde las sucias terrazas de los edificios financieros; muchos desesperados prefirieron lanzarse ellos mismos; sobre los cráneos de todos aquellos se cernían sin excepción palabras escritas con el cuerpo de cúmulos de esos insectos que describían sus fechorías; recuerdo solo algunos de varios calificativos: “cobarde”, “maleante”, “mentiroso”, “maltratador”, “sicario”, “explotador”, “patán”, “embaucador”.
Los que tenían el membrete de “violadores”, “asesinos” o “torturadores”, particularmente eran izados por las abejas, con suficiente vida para alimento de aquellas justicieras, arrastrados al torrente de donde todo emergía, mientras se veían finos hilos de su sangre cayendo como diminutas gotas de agua turbia. El zumbido justiciero era ensordecedor.
Había decenas de miles de heridos con membretes insultantes sobre sus cabezas.
Por mi parte, paralizado, no retiré un solo instante mis manos, aunque tampoco lo hubiera logrado. Desconcertado de mi conducta, vertí más jugo sobre mis palmas y soporté con ascetismo el dolor hasta que las vi cubiertas por otro nubarrón zumbante. El morro de abejas y yo alternamos el mismo procedimiento durante varios minutos. Cuando la última se alejó de mí, todas mis heridas de las manos se hallaban por completo sanadas y nada me dolía.
Al mismo tiempo vi a aquel encorbatado del restaurante salir corriendo de un juzgado; una nube de abejas lo estaba cubriendo por completo mientras escribían: “hacedor de fechorías” encima de su cabeza. Amoratado por completo, el sujeto estaba revolcándose en la calle, al lado de un desague asqueroso y lleno de orines, tratando de liberarse de sus atacantes; cuando lo logró se mostraba ulcerado, como resultaron igual de vapuleados todos aquellos que fueron sus víctimas. Ahora sus manos lucían como otrora las mías.
Intenté acercarme a mi excompañero de bachillerato para socorrerlo; al fin y al cabo en el hogar me habían enseñado a ser solidario, pero un huracán de abejas me cerró el paso y me alejó de manera más eficaz que un padre reprendiendo severamente a su hijo. El rugido iracundo de esa colmena me dejó aterrado.
Advertí que el mozo del restaurante salía caminando con el rostro limpio de toda la cicatriz que le atravesaba, curado por las abejas que lo rodeaban y procedieron a avalanzarse sobre unos empleados bancarios y policías (que entendí que eran corruptos), quienes resbalaban maltratados nuevamente hacia las calles húmedas buscando minimizar el impacto de las picaduras; sobre las cabezas de los castigados se cernían palabras como “avaricia”, “codicia”, “vulgaridad” y “muerte”. Los zumbidos eran nefastos.
Otros ejércitos alados proporcionaban aguijonazos sobre hombres, niños, mujeres y ancianos que salían rejuvenecidos, algunos de ellos abandonarían los hospitales y las salas de cuidados intensivos para siempre dando la espalda a los padecimientos más insoportables. En los casos más crónicos de pacientes cuadraplégicos o en estado vegetativo deseosos de la muerte que el servicio de salud, los inquisidores y los burócratas se negaban a proporcionarles, obligándolos a arrastrar esa inútil y macabra existencia, recibieron por fin un desenlace indoloro, amigable, compasivo por parte de colmenas enteras que los alzaron hacia la atmósfera hasta hacerlos desvanecer en un magnífico estallido azul, al tiempo que el sonido de las abejas en ese momento superaba en belleza a la más hermosa ave que pudiera alguien haber escuchado sobre la tierra.
Mientras tanto, la gran mayoría de picados gemía sobre el asfalto con letreros sobre ellos aún más indignantes; recuerdo un hombre con las ropas que fueron rasgándose hasta perderlas por completo; sus partes púbicas habían sido descubiertas y sus ojos inflamados soportaban la leyenda “pervertido”, “asesino” y “corruptor de menores”, mientras un hilo de sangre que le manaba del páncreas se engrosaba en un charco descomunal; el hombre jadeaba como pez expulsado del agua y gemía como quizá uno de sus niños maltratados, hasta ser alzado por el aire como una mosca sucia, maloliente y aterida, aún vivo, dispuesto para el ácido ensañamiento ininterrumpido de la tierna naturaleza.
Igual que me ocurrió a mí, los curados no podían brindar aliento a los desfallecidos, pues las abejas se incorporaban como sendos muros dispuestos al ataque; tampoco lo intentamos y, por el contrario, los redimidos nos abrazamos aunque no nos conocíamos y huíamos de allí por si las fuerzas del orden llegaban a interpretar que lo ocurrido no era obra de la perfecta naturaleza sino de nosotros.
Aquellos prodigiosos insectos habían infligido selectivamente la curación o el castigo de acuerdo con las obras realizadas en la vida, y ascendían como un tornado hasta integrarse en un solo punto negro y movedizo que desaparecía con la noche, igual que el que emergiera hacia el mediodía, quizá para reiniciar otra jornada que proporcionara aquella justicia tan ausente en nuestras existencias humanas, en todas las de nuestros antecesores, y en las de todos sus futuros legados mortales.
Relacionado
Tags: Abejas, Ampollas, depresión, Nelso, Nelson Barón, Relatos, Sueños, zumbidos
Entradas recientes
EN TWITTER
Mis tuitsSigue el blog por Email
Etiquetas
NUESTRAS CATEGORIAS
Archivos
- marzo 2024
- febrero 2024
- enero 2024
- diciembre 2023
- noviembre 2023
- octubre 2023
- septiembre 2023
- julio 2023
- junio 2023
- mayo 2023
- abril 2023
- marzo 2023
- febrero 2023
- enero 2023
- diciembre 2022
- noviembre 2022
- octubre 2022
- septiembre 2022
- agosto 2022
- julio 2022
- junio 2022
- mayo 2022
- abril 2022
- febrero 2022
- enero 2022
- diciembre 2021
- noviembre 2021
- octubre 2021
- septiembre 2021
- agosto 2021
- julio 2021
- junio 2021
- mayo 2021
- abril 2021
- marzo 2021
- febrero 2021
- enero 2021
- diciembre 2020
- noviembre 2020
- octubre 2020
- septiembre 2020
- agosto 2020
- julio 2020
- junio 2020
- mayo 2020
- abril 2020
- marzo 2020
- febrero 2020
- enero 2020
- diciembre 2019
- noviembre 2019
- octubre 2019
- septiembre 2019
- agosto 2019
- julio 2019
- junio 2019
- mayo 2019
- abril 2019
- marzo 2019
- febrero 2019
- enero 2019
- diciembre 2018
- noviembre 2018
- octubre 2018
- septiembre 2018
- agosto 2018
- junio 2018
- mayo 2018
- abril 2018
- marzo 2018
- febrero 2018
- enero 2018
- diciembre 2017
- noviembre 2017
- octubre 2017
- septiembre 2017
- julio 2017
- junio 2017
- mayo 2017
- abril 2017
- marzo 2017
- febrero 2017
- enero 2017
- diciembre 2016
- noviembre 2016
- octubre 2016
- septiembre 2016
- agosto 2016
- julio 2016
- junio 2016
- mayo 2016
- abril 2016
- marzo 2016
- febrero 2016
- enero 2016
- diciembre 2015
- noviembre 2015
- octubre 2015
- septiembre 2015
- agosto 2015
- julio 2015
- junio 2015
- mayo 2015
- abril 2015
- marzo 2015
- febrero 2015
- enero 2015
- diciembre 2014
- noviembre 2014
- octubre 2014
- septiembre 2014
- agosto 2014
- julio 2014
- junio 2014
- mayo 2014
- abril 2014
- marzo 2014
- febrero 2014
- enero 2014
- diciembre 2013
- noviembre 2013
- octubre 2013
- septiembre 2013
- agosto 2013
- julio 2013
- junio 2013
- mayo 2013
- abril 2013
- marzo 2013
- febrero 2013
- enero 2013
- diciembre 2012
- noviembre 2012
- octubre 2012
- septiembre 2012
- agosto 2012
- julio 2012
- junio 2012
- mayo 2012
- abril 2012
- marzo 2012
- febrero 2012
- enero 2012