Carta a un joven pusilánime

Esta carta forma parte de una serie de respuestas de Julián Andrés Marsella Mahecha a la numerosa correspondencia que recibe  a diario de aspirantes al mundo del parnaso literario, cultural y académico.  

Flaco

Usted carece de la humildad de un cachorro, pusilánime. En cambio, le sobra la confianza de creerse mejor lector y escritor que cualquier sujeto que lo rodee. Porque no está de más decir que el mundo lo rodea a usted, como en una hora cátedra en la que el centro de atención son sus doctas palabras. Ha hecho carrera académica y burocrática a punta de gandulerías y obsecuencias para cobardes de su estirpe, pero más viejos.

Porque usted, mi gran pusilánime, es un muchacho jovial; en lo único que parece anciano es en su capacidad para olvidar que sus rasgos son humildes y su cuerpillo corresponde al de un faquín atrofiado. Sus lógicas son las del engaño, el arribismo y el menosprecio por aquellos que se atreven a hacer algunas cosas. Apoltronado en su oficina de investigador universitario, se dedica a leer artículos de revistas indexadas hechas por chafarotes de su laya. Sueña con convertirse en un procurador de la buena y la mala literatura, incluso de aquella que usted presume rescatar de la infamia. Sus gustos son tan comunes, pequeño vulgarote, que mis sentimientos de asco solo son superados por los de pesar. ¡Y  desprecio sentir lástima! por lo tanto, profesarla para con usted, duplica el desprecio para conmigo. Pero con niveles: me tengo en mejor concepto que lo que podría tenerlo a usted, meteco.

Su jeta de mula ha sido un gran desperdicio. Si hubiera sido consciente de usted mismo, habría sido negociante de salchichones. O el tendero chismoso del barrio, aquel que delata al muchacho que fuma marihuana para verse como un santón ante las señoras más groseras de la cuadra. Porque algo he visto: usted es el casanova de las mujeres traspuestas de nuestra comarca. Y eso me enternece, saber que se encama con damas putas que algún día le brindarán esa gonorrea que tanto se merece. No tema, no se le subirá al cerebro, pues éste es de un gonorriento de espíritu. Y gonorrea más gonorrea no potencia a la enfermedad. Como dicen los más hermosos ladrones de nuestras plazas públicas: usted, señor mío, es una gonorrea.

He leído sus ensayos críticos y cumplen cabalmente con las preceptivas dictadas a los mediocres. Pronto obtendrá un título de doctorado y, aunque su sonrisa de atembado medie su afirmación ególatra de que es un mero aficionado, todos sabemos que usted es un Phd. En la rareza encontró la sombra que le permitió crecer como una luminaria de mediocres. Se ha convertido en el rey sol de los bichos más tibios y, como tibio que es, morirá lentamente, cuando ya tenga su pensión de jubilado y se haya dado cuenta de que no hizo un culo en esta vida.

Siempre estuvo del lado de los ganadores, ganapán, y, como un mequetrefe, tiró por encima del hombro a los desvalidos, que hace mucho tiempo atrás han muerto pero con la dicha o la desdicha, ya no sé, de haberse arriesgado a algo en este hijueputa mundo. Con usted aprendí que la infamia es el requisito perfecto para tener una existencia segura.

Me alegro por usted, belitre; habrá de vivir como un tunante bien pagado, y muy pagado de sí mismo. No sabe cuánto disfruto cuando lo veo cruzar la pierna en pose intelectual mientras se dirige, con la jerga de conspicuos académicos, a esos grupúsculos de incautos y proyectos de olvidables mediocres que ayuda a fabricar. Quisiera tener odio pero no encuentro una idea original en su existencia que me permita reafirmarla como para decir que mi odio recae sobre algo. Es más, de ahora en adelante lo considero un gran amigo.

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