Los pensamientos de un mal poeta frente a Pushkin. Por Mijaíl Bulgákov

Bułhakow

En un episodio de «El maestro y Margarita», la novela escrita por Mijaíl Bulgákov, el poeta Riujin se hace consciente de su condición de «mal poeta»; esta penosa situación y el monumento de Alexander Pushkin erigido en Moscú, que lo ve desde la nebulosa angustia que lo aprisiona, lo conducen a concluir que este bardo tuvo asegurada su inmortalidad gracias a su muerte en un duelo sostenido con un oficial zarista. De modo que no hay ni calidad, ni buena ni mala literatura, sólo inmortales que alcanzan tal fatalidad, por crapichos y detalles que son entendidos como síntomas de la grandeza:

¡Los versos! Tenía treinta y dos años. Y después ¿qué? Seguiría escribiendo varios poemas al año. ¿Hasta que fuera viejo? Sí, hasta la vejez. ¿Pero qué le aportarían sus versos? ¿ La gloria? “¡Qué tontería! No te engañes. La gloria no es para quien escribe versos malos, pero ¿por qué son malos?… Tiene razón, toda la razón”, hablaba consigo mismo sin compasión alguna.

Intoxicado por aquel ataque de neurastenia, el poeta se tambaleó, el suelo dejó de moverse bajo sus pies. Levantó la cabeza y se dio cuenta de que hacía mucho rato que estaba en Moscú. Había amanecido, se veía una nube dorada y el camión estaba atascado en una larga hilera de coches a la vuelta de un bulevar. Casi ahí mismo, encima de un pedestal, había un hombre metálico con la cabeza un poco inclinada que miraba indiferente el bulevar.

Le invadieron unos extraños pensamientos. Se sentía enfermo. “Este es un ejemplo de lo que es tener suerte- Riujin se incorporó en la caja del camión y levantó la mano amenazando a la figura de hierro fundido que no se metía con nadie-. Cualquier movimiento que hiciera, cualquier cosa que le ocurriera, de todo sacaba provecho, todo contribuyó a su fama. Pero, en realidad ¿qué ha hecho? No lo entiendo… ¿Habrá algo especial en esas palabras: “la tormenta y la niebla…¡No lo entiendo! ¡Suerte es lo que tuvo! ¡Nada más que suerte!”-concluyó mordaz.

Riujin notó que el camión se movía bajo sus pies. “Fue el disparo de aquel oficial zarista  que le atravesó la cadera y le aseguró la inmortalidad…”.

La hilera de automóviles se puso en marcha. Dos minutos más tarde el poeta, completamente enfermo,  hasta envejecido, entraba en la ya desierta terraza de Griboyédov. En un rincón terminaban su velada un grupo de juerguistas. En el centro mantenía la atención un conocido suyo, animador y presentador de revistas, que llevaba en la cabeza un gorrito oriental y sostenía en la mano una copa de vino “Abrau”.

Archibaldo Archibáldovich recibió con mucha amabilidad a Riujin, que cargaba con las toallas, y en seguida le liberó de los dichos trapos. Si Riujin no hubiera estado tan desecho por la visita al sanatorio y el viaje en camión, habría experimentado una gran satisfacción contando lo sucedido y decorándolo con detalles inventados. Pero no estaba de humor. Riujin era poco observador, pero a pesar de ello y de la tortura del viaje en camión, comprendió nada más mirar al pirata con atención, que aunque este hubiera hecho algunas preguntas y exclamaciones tales como “Ay ay”, no le preocupaba en absoluto lo que hubiera pasado a Desamparado. “Así me gusta. ¡me alegro!”, pensaba con humillante y furioso cinismo el poeta y añadió interrumpiendo la historia de la esquizofrenia:

-Archibaldo Archibáldovich, ¿me da una copita de vodka?

El pirata puso cara de pena y le susurró:

-Ya comprendo…, ahora mismo- e hizo una seña al camarero.

Un cuarto de hora más tarde Riujin estaba encorvado sobe una copa, bebiendo una tras otra, completamente solo. Comprendía, y se resignaba a ello, que su vida ya no tenía arreglo; lo único que podía hacer era olvidar.

El poeta había perdido la noche, mientras los demás estaban de juerga, y ahora comprendía que no podía hacerla volver. Bastaba levantar la cabeza, de la lamparita hacia el cielo, para darse cuenta de que la noche había terminado irremediablemente. Los camareros , con mucha prisa, tiraban al suelo los manteles de las mesas, los gatos que rondaban la terraza tenían aspecto mañanero. Era irrevocable. Al poeta se le echaba el día encima.

Tomado de «El maestro y Margarita», P. 91-93. Traducido por Amaya Lacasa Sancha, editorial Alianza.

 

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