El fútbol y el silencio, historias de primera comunión

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La primera comunión es un ritual central en la vida infantil en Colombia así como en los países de tradición Católico Romana. Por medio de este ritual los niños entre 7 y 11 años se comprometen –la mayoría sin ser conscientes de lo que hacen– a cumplir con los mandamientos y dogmas de la fe cristiana y de la religión católica, apostólica y romana. En Colombia la costumbre dicta que al terminar la ceremonia eclesiástica se debe proceder a una fiesta en la que se ofrece comida y se tolera el consumo moderado de alcohol. Hace un par de semanas asistí a una de estas celebraciones. En este post describo brevemente las características de esta extraña celebración y narro dos historias que escuché allí. La primera es la historia de un joven dark y la segunda es la historia de la confesión de un escritor adulto.

¿Y dónde está Jesús?

La primera comunión es un ritual sacramental de la iglesia católica, que se practica mayormente en los países con mayor incidencia de la religión católica en Europa, Centro y Sur América. En este ritual una persona recibe por primera vez recibe la comunión, es decir el cuerpo y la sangre de Jesucristo. En Colombia este ritual se realiza popularmente de manera colectiva cuando los niños tienen entre 7 y 11 años. A los niños se los junta en la iglesia del barrio o en los colegios que ofrecen una instrucción católica en cuarto o quinto de primaria para instruirlos y llevar a cabo el rito. En nuestro país después de la ceremonia eclesiástica la familia del niño ofrece una reunión en la que a los convidados se les ofrece comida y aunque no es la idea, los mayores pueden consumir bebidas alcohólicas con moderación.

La celebración en la casa de la familia comenzó cuando los niños (que en este caso eran dos) ya habían consumado su unión con Cristo al recibir la Eucaristía. La fiesta incluía todos los elementos tradicionales de las primeras comuniones –las viandas como el jamón de pavo con salsa de ciruela y la ensalada de papa, la tradicional torta blanca decorada– pero, según mi opinión un elemento brilló por su ausencia. Aquel, que debería haber sido el invitado principal no estaba por ninguna parte. Incluso para alguien con tan maleables convicciones agnóstico/ateas como yo la falta de Jesús era evidente e incluso sorprendente. ¿Dónde estaba Jesús? No hice el ejercicio de buscarlo pero tampoco vi que apareciera de entre la piñata y el juego de póngale la cola a spiderman. Nadie volvió a hablar de él, ni de sus bondades, ni de sus destrezas milagrísticas ni de lo buen ser humano que fue, ni de las razones por las que la gente consuma de tal manera su relación con él.

El fútbol y el silencio de la confesión

La tolerancia moderada a las bebidas alcohólicas, sin cuya ayuda habría podido yo sobrevivir a tal evento, me permitió también entablar conversación dos personajes que estaban presentes en aquella fiesta. Así como me sorprendió que me invitaran a mí, con mi moral suelta y mis pocas convicciones religiosas, me sorprendió que invitaran a Marco, un estudiante dark de veinticinco años tatuado hasta la medula y a Guillermo, un escritor intelectualioide medio melancólico al final de sus treintas. Según mis indagaciones fueron invitados a tal reunión como un compromiso con los lazos de sangre, y su asistencia a ella fue un acto anual de presencia en las reuniones familiares y una respuesta a la comida y la torta gratis.

El tema de la primera comunión es siempre un buen detonador de historias, como lo confirmé charlando con estos dos personajes. “Cuando tenía once años –comenzó a contar Marco – a todos los amiguitos del barrio los inscribieron sus papás en la iglesia así que yo hice lo mismo porque no quería ser el único del barrio sin estar allá metido, mis papás no creían mucho en eso pero mis abuelitos si estaban felices”. Marco hizo la catequesis –el curso previo a la primera comunión– en la iglesia del barrio con algunas clases entre semana y otras los sábados. Lo que Marco más recuerda de su primera comunión fueron las sesiones de fútbol con los amiguitos después del entrenamiento acerca de Jesús y el almuerzo familiar y los regalos que vinieron después.

Contrario a Marco, para quien la primera comunión no parecía haber tenido ninguna incidencia mayor, Guillermo la recuerda como un evento difícil y casi traumático. El colegio en el que estudiaba era católico y ofrecía el catecismo los sábados, el paquete incluía las clases, la bata blanca para la ceremonia y un coro de niños ciegos que cantaban en la parte de atrás de la iglesia. La catequesis la dictaban dos curas que se intercalaban las sesiones y una profesora en extremo religiosa, aunque no monja, de pelo blanco que debía tener unos 70 años. Los curas y la señora tenían como misión terminar de adoctrinar a los niños y obligarlos a aprenderse todas las oraciones del santoral católico con la finalidad de recitarlas en la misa en la que el niño recibiría la comunión.

Como parte de la catequesis y como requisito indispensable para poder hacer la primera comunión los niños tienen que confesarse. La confesión es un sacramento con el que los cristianos reciben el perdón de dios por sus pecados. Los curas y la beata que dictaban el catecismo enfatizaban en que en la confesión se debía confesar todo. La idea era hacer una lista de todos los pecados, y había que memorizarla para confesarla y luego si al final el niño quería que dios lo perdonara debía decirle al cura que lo perdonara incluso por las cosas que se le olvidara confesar. Si al niño se le pasaba algo y la confesión no era estrictamente completa podría incurrirse en un “doble pecado”, incluso “triple” si uno le ocultaba cosas al cura era. Y si el niño hacía eso, jamás sería perdonado, la primera comunión sería una farsa y el niño jamás iría al cielo.

En ese momento y con solo once años Guillermo recuerda que ya sentía que había algo extraño en él, algo que seguramente era necesario confesar. Sentía que había en su cuerpo y en su cabeza cosas que no correspondían con la enseñanza de Jesús. Sentía atracción por sus miradas y por sus cuerpos, por su roce y su compañía, no le gustaba jugar con camiones ni tractores, le gustaba soñar con vestidos de repollo de colores y príncipes azules antes que con tanques de guerra y fútbol y sabía que eso no estaba bien. El Guillermo adulto sentía pena por el Guillermo niño, que no entendía qué lo hacía malo y pecador. Entendía que no tenía control sobre lo que le pasaba, que su cuerpo solo seguía un ritmo natural. A pesar de eso, tenía que confesarlo y seguramente el cura no lo entendería y no lo perdonaría. Aunque los pecados, según los curas y la beata y el librito del catecismo eran cosas que uno había hecho mal, acciones que uno hacía como robar o pegarle al hermano o no hacerle caso a la mamá lo que él guardaba parecía algo imperdonable aún más abominable. El pequeño Guillermo pasó una semana entera pensando si debía o no confesar esas malezas pero aun si decidía hacerlo no sabía cómo ponerlo en palabras. “Ahora que tengo casi cuarenta puedo decir que soy gay pero cuando tenía once años no sabía qué era eso”. Por lo tanto y después de estar de pie por un par de horas esperando que los demás niños del colegio se confesaran Guillermo decidió callar. Se sentó junto al cura de sotana verde y bajo la mirada vigilante de la virgen y en frente de las yagas sangrantes de Jesús no confesó. Tuvo miedo, tuvo tristeza, pecó el doble y el triple. Todos los pecados en uno: pecó por pensar, pecó por no hablar, por obrar y por omitir.

Esa omisión lo convirtió en condenado sin haber muerto. Lo que siguió para Guillermo fue un camino de rabia y ruptura con la religión católica. Le tomó varios años y la lectura de varios libros de Foucault y otros intelectuales entender que el problema no era de él, además de la escritura de innumerables historias y trabajos académicos para poder llegar a términos con toda la situación. Millones y millones de palabras escritas para lograr superar un silencio.

@loloelrolo

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