Ernesto ¿Uno qué hace?
Por Fernando Suárez-Obando
Cuando camino por la calle real y veo los bolardos, esas masitas de concreto adornados con un anillo de metal pintado de verde, siento una opresión incómoda en el pecho, tengo la sensación de caerme, resbalarme, irme de bruces, derrumbarme, escurrirme como un ser baboso y aterrizar sobre un bolardo y enterrarme el anillo de metal en el pecho. La sensación cesa cuando supero un bolardo, pero regresa con el que se aproxima, así que mi paseíto se vuelve problemático y muy diaforético. Preferiría que quitaran esas cosas y que el espacio público se viera invadido por renoletas rojas y tuviéramos que serpentear por el laberinto de carros en los andenes y así no tener que ver los bolardos y correr el riesgo de enterrarnos anillos en el tórax. Pero cuando me imagino a las renoletas solo veo camionetas rojas alineadas a lo largo de un andén infinito y eso también me incomoda porque avanzo y veo los bolardos y las renoletas y eso es muy incómodo y el paseíto ya se vuelve angustiante y toca ver si hay un taxi por ahí, irse y evitar esos pensamientos intrusivos.
Lo bueno es que la probabilidad de enterrarme un anillo de metal verde en la mitad del esternón es baja y ya no hay muchas renoletas como para hacer una fila infinita sobre el andén, el problema es que existiera un pensamiento intrusivo con mayor probabilidad de ocurrencia y entonces me tocara tomar una decisión, algo así como si yo fuera el Alcalde mayor y tuviera que decidir sí quitar los bolardos para evitar lesiones torácicas, es preferible al costo de permitir que las renoletas se subieran a los andenes. En últimas, como eso no va a pasar, pues me tranquilizo y al cabo de dos días de pensar en los bolardos y las renoletas se me olvida.
Eso le contaba a Ernesto que es psiquíatra, es mi amigo pero no es mi psiquiatra, es un amigo que simplemente estudio psiquiatría. Pero él no puede evitar ser psiquiatra cuando hablamos y cuando le cuento sobre esos pensamientos peregrinos pues hace un esfuerzo involuntario para ubicar mis quejas en algún eje diagnóstico. A veces me dice algo, a veces no me dice nada.
Los pensamiento intrusivos son incómodos, difíciles de desterrar, es como una estrategia maligna de mi mente para procrastinar y pensar en eventuales desenlaces a situaciones absurdas y yo le digo, Ernesto ¿Uno qué hace? Imagínese esto Ernesto, usted acaba de almorzar por ahí, un corrientazo bien agalludo y va por la calle, puede ser la calle de los bolardos y está usted Ernesto con su palillo limpiándose los dientes y silbando, cuando siente la urgencia de ir al baño, pues usted acelera el paso y corre a la oficina y no puede esperar el ascensor, entonces se va por la escalera y entra a la oficina y siente cierto alivio porque al fin va salir de esa necesidad, pero mientras se apresura por los pasillos vacíos, porque la gente no ha regresado de almorzar, usted alcanza a ver que su jefe está a punto de ahorcarse.
– ¿De ahorcarse? ¡Sí, de ahorcarse! El viejo está parado sobre el escritorio, con la soga al cuello y ya está soltándose al vacío. Ernesto ¿Uno qué hace?
Antes de que Ernesto diga algo, cosa que casi nunca sucede, pues yo me respondo, y lo hago en voz alta, claro. Mire Ernesto a veces pienso, pues que se joda el viejo, me voy a cagar tranquilo y luego salgo y me hago el sorprendido, pero me sorprendo ante un muerto. A veces pienso que me aguanto y lo salvo, entro a la oficina y lo agarro de los pies y no dejo que la soga le parta el pescuezo y el viejo patalea pero hasta recapacita y aúlla y chilla y se baja y charla conmigo, pero eso no es así nomás, en el esfuerzo por salvarlo, me cago en los pantalones y se imagina Ernesto esa escena cuando la gente vuelva a la oficina, el viejo con la marca de la soga en el cuello, con los ojos vidriosos y todo deprimido y en la oficina un subalterno con los pantalones manchados, y hasta el viejo le puede pasar lo mismo, se caga del susto porque suicidarse no es así nomás y entonces los dos como bebes sin mamá ni pañal y chillando me parece muy humillante Ernesto. Pero si me voy al baño y defeco feliz e indiferente a la desgracia ajena, las cámaras de seguridad me agarran y la policía luego preguntando qué por qué siguió derecho y no ayudo al viejo y la omisión de socorro y todo eso, y uno diciéndole a un fiscal que no podía parar porque la explosión de heces era inminente. Mejor dicho es un dilema muy bravo. Ernesto ¿Uno qué hace?
Así que mientras Ernesto trataba de masticar las entradas, que eran unos panecitos y unos quesos, yo me consolaba pensando que la joda de la ahorcada era lo mismo que el asunto del bolardo, es muy difícil que uno entre con ese afán y que el jefe se ahorque en su oficina de cristal a la vista de los demás, mejor dicho, es un pensamiento intrusivo que a veces vuelve a mi cabeza y al cabo de unos días se va.
Estábamos en un restaurante al aire libre, como un patio rodeado de un par de torres de apartamentos con balcones, muy bonito, esos son los sitos que Ernesto frecuenta, un Doctor que no le jala mucho al corrientazo, entonces a veces me invita a comer bien, me invita un poquito con ese aire prepotente que tienen los doctores pero, bien, es un buen tipo. Y me acordé que en uno de eso apartamentos vivía un antiguo profesor mío, un viejo de pelo largo y canoso que se las da de poeta. Y, claro, resuelto el punto del bolardo y de la soga, me imaginé al viejo en pijama asomándose al balcón y botándose desde al vacío. Pensé en eso y dije en voz alta, Ernesto ¿Uno qué hace? Y pues el Doctor me miró y me dijo ¿Uno qué hace de qué? Y claro es que a veces uno piensa y luego habla y Ernesto estaba todavía resolviendo lo de la soga. Y le conté lo del viejo canoso y que vivía en el piso ocho y el balcón. Y Ernesto pues no sabía mucho que decir, balbuceó algo como que había que ayudar al tipo a ver si estaba muerto o llamar a una ambulancia y pues ¡Sí!, sí, claro, eso toca, pero lo que a mí me preocupaba era otra cosa, qué tal que el viejo empiece su carrera hacia al patio justo en el momento en que por fin llega el almuerzo, es decir, llevamos veinte minutos esperando que llegue el plato fuerte y con esta hambre y con esos precios y por fin el mesero empieza a descargar los platos y tenga, ¡Pam! un tipo cae en el patio y desparrama sus atrofiados sesos delante de los comensales. Ernesto ¿Uno qué hace? ¿Sigue almorzando? Mejor dicho ¿Empieza a almorzar? Yo me imagino al mesero histérico y la gente y las mujeres gritando y toda la tragedia y uno con hambre ¿Sí? Pero claro, antes de que Ernesto diga algo, cosa que casi nunca sucede, pues yo me respondo. Yo creo que la solución a ese problema depende del número de mesas que queden entre el muerto y nosotros, unas diez mesas mas allá, pues nada nos salpica y la algarabía se traslada hacia allá y uno disimula un poco ¡claro! y come con relativa tranquilidad. Me afana es usted Ernesto -¿Yo?- Sí, claro, porque la gente cree que cuando un personaje se estampilla contra un patio de piedra después de volar ocho pisos, llamar a un médico es lo más sensato, y la gente empezará a gritar ¡Un médico! ¡Un médico! Y ahí si le pregunto Ernesto ¿Usted qué hace? Pues nada, se levanta y dice que es psiquiatra y a lo sumo uno o dos inteligentes se darán cuenta que el occiso lo necesitaba a usted antes y no ahora. Y los demás se darán cuenta que usted no es médico de verdad, que no se va a untar la manos y que si alguna vez supo lo que era un trauma, de pronto fue el codo de golfista o lo del codo de tenista que son traumas repetitivos, como usted me explicó una vez que le había pasado. Así que tranquilo, Ernesto. La gente hasta lo aplaude, seguro que eso pasa.
Ahora sí el viejo cae encima de la mesa, de esta mesa, o a dos o tres mesas de distancia, pues nada que hacer, no se puede almorzar, así no salpique nada, me parece incómodo tomando crema de espinacas y viendo al demente ido y uno ahí esquivando codazos del barullo que se forma alrededor del muerto. No sé si sería atrevido, pero yo pediría la comida para llevar, o Ernesto ¿Uno qué hace? Aunque mejor no hacerlo porque mientras empacan en las cajitas y la cuenta y todo eso, llega la policía y preguntan y usted Ernesto tiene que declarar en público su ineptitud en estos casos y los testigos y las cámaras de seguridad y, claro, queda uno como si fuera un tipo de sangre gélida, indiferente a la desgracia ajena y otra vez a explicarle a un fiscal que llevábamos esperando un tiempo y el restaurante es caro y, claro, el malo es uno por pedir la comida para llevar. Uno, el que racionalmente sabe que no hay nada que hacer, que el viejo poeta decidió machacarse contra el suelo y de eso no tiene la culpa el hambre, no mi hambre, tal vez la de él, pero no la mía. Ya me da miedo venir a este sitio, yo sé que el viejo vive en el octavo piso, tiene balcón y está cada día mas llevado y el punto es que la probabilidad de ocurrencia se incrementa y ya no es como los bolardos o la soga, es que puede pasar y ya no es intrusivo, ya no penetra en la cabeza para luego irse, sino que hay que venir más seguido para saber de verdad uno que hace en esos casos. Comámonos despacio el postre a ver si hoy es el día.