El peluquero borracho (relato)   

maximo

En el año 2006 me casé y me fui a vivir a Santiago. Vivía en un apartamento en el piso 16 de la calle Monjitas y tenía un taller en un centro cultural en la mitad del parque de la Quinta Normal. Allí pintaba y leía de sol a sol. Además de eso tenía a mi cargo el cumplimiento de una serie de tareas correspondientes a quien asume el rol de amo de casa diplomático: decoraba, limpiaba, tenía las cuentas al día, cambiaba guardas, hacía compras y protegía la vivienda. Eso fue lo que precisamente hice cuando le pedí a mi marido que no volviera a dejar a entrar a nuestra casa a Máximo, el peluquero.

Máximo era un brasileño alto, acuerpado, musculoso y muy afeminado. Resaltaba entre los habitantes de Santiago ya que tenía una cintura apretada, unas nalgas redondas y una nariz recta, perfecta. Para el estandar chileno el peluquero era un hombre muy guapo. También tenía unos ojos pequeñitos que si lo miraban a uno directo lo atravesaban, pero también eran juguetones, evasivos, como los ojos de alguien que oculta una verdad trascendental. Hablaba español bastante fluido ya que llevaba viviendo en Chile varios años.

La primera vez que lo vi fue en el local de la calle Mosqueto donde trabajaba. Era octubre y la primavera ya iba en vuelo así que Javier quería cortarse el pelo. Yo quería aprovechar para ver si el tan afamado Máximo que era tan bueno como para ponerle mi propia cabeza. Cuando entramos al local el brasileño nos atajó en la entrada y nos sugirió que le permitiéramos cortarnos el pelo en nuestra casa a mitad de precio y no tener que pagar la comisión del local. Cuadramos una cita para el día siguiente.

La noche que Máximo estuvo por primera vez en nuestra casa yo terminé enfurecido porque me trató como a su empleado. El peluquero se comportó a la altura de un estilista de estrellas y comenzó a ordenarme que le alcanzara sus herramientas o que le rellenara el trago. Sin embargo, no tuve más remedio que quedar maravillado por el corte que le había hecho a Javier, muy bonito, a domicilio y a tan bajo precio. Match point.

Unos meses después volvimos a contactar a Máximo para que repitiera la hazaña de la última ocasión. El plan era bastante sencillo: corte, una cerveza, charla y hasta luego. Sin embargo Máximo pidió la cerveza primero y un trago se convirtió en otro, y en otro, una cerveza se convirtió en un ron y luego en un bareto. Lo armó, se lo fumó y compartió. Charla, y otra cerveza.  Esa noche terminamos charlando, emparrandados y no hubo corte, ¿quién se iba a dejar cortar el pelo de un estilista ebrio y drogado?  Antes de irse Máximo pidió el baño y se metió un pase de perico.

Máximo regresó a nuestra casa un par de semanas después para resarcirse de su último fallo y para hacerle el corte Javier que le había quedado debiendo. Para congraciarse con nosotros el brasileño afirmó que el corte lo haría sin cobrar y que solo tendríamos que invitarlo a una cerveza. Javier y yo esperamos convencidos a que esta vez el plan si funcionara al píe de la letra: corte primero, luego cervezas y charla, pero la cosa no ocurrió así. Máximo llegó al apartamento y terminamos bebiendo como la ocasión anterior y al rato nos dimos cuenta de que tampoco habría corte de pelo en ese estado. Máximo volvió a repetir el mismo ritual de la ocasión anterior: alcohol-marihuana-perico. La noche se nos fue en charlar con el fascinante peluquero que casi no conocíamos. De una de las cajas de plástico que traía consigo Máximo sacó una fotografía vieja. Era el retrato de una mujer morena joven, delgada, con un traje de baño blanco. La morena estaba arrodillada sobre la arena y tenía los brazos levantados, las manos se encontraban detrás de la cabeza. Máximo me la entregó y me dijo –la mujer más hermosa du mundo, es mi madre—.

–¿y dónde está?— le pregunté.

–Muerta–.

No dije nada y le devolví la foto. Me quedé sentado pensando en Máximo, en la nariz recta de la morena y en el color canela de la piel que los dos compartían. Algunas veces había visto a Máximo caminando por el barrio y lo admiraba por su belleza y por su talento, pero ahora me lo imaginaba huérfano y sólo. También sentí lástima.

Máximo guardó la foto y nos comentó –cambiando de aspecto y sonriendo– que había conocido a un hombre maravilloso, un chileno de cuarenta y tantos años que lo estaba cortejando. Nos pidió permiso para invitarlo esa noche a tomar un trago. La idea de conocer un novio de Máximo nos produjo cierta intriga y aceptamos.  Según el peluquero el chileno tenía un cargo importante en una distribuidora y era muy guapo y tenía mucho dinero. Para asegurarse de causar una buena impresión Máximo nos peinó y a mí me puso crema bronceadora en la cara para que no me viera tan pálido. Nos pidió que arregláramos el apartamento para recibir al invitado, quien ya venía en camino.

Antes de darse el último y necesario pase de perico, Máximo tuvo tiempo para contarnos dos cosas. La primera era que Claudio no sabía nada de su situación en Chile, no sabía nada sobre el asunto de su estado de indocumentado ni sobre sus gustos por la marihuana y el perico. Claudio era un tipo muy serio que no le gustaban las señoritas mariquitas ni los viciosos. Además el chileno era un tipo muy adinerado que podría ofrecerle mucho de lo que a él le faltaba. Por eso Máximo necesitaba que sus “amigos” le ayudaran a mostrar una cara bonita.

Luego Máximo volvió a tomar la fotografía de la señora guapa en traje de baño y comenzó a hablar con seriedad:

“cuando tenía dieciséis años me fui de mi casa. Mi mamá me sacó porque no le gustaba lo que yo era. Me gustaba ponerme su ropa y me imaginaba que era una reina, quería tener el pelo largo como ella y quería casarme y tener hijos como todas las mujeres. Ella no podía aceptar que yo fuera así, me sacó de la casa y no me volvió a hablar. En Rio tuve que hacer muchas cosas en la calle para poder sobrevivir hasta que me pude valer solo. Cuando cumplí 25 yo ya era una bailarina transformada, vivía bien. Aprendí el oficio de ser estilista y de maquillarme yo y para ganar dinero maquillaba y peinaba a otras bailarinas, a otros drags y otros artistas. Tenía muchos clientes, muchos amigos y estaba haciendo muito dinero para comprar ropa y todo lo que necesitaba. Cuando cumplí 26 mi mamá me encontró. La habían diagnosticado con cáncer y estaba enferma. Le remordía en la conciencia haberme echado de su casa y se culpaba por haber permitido que yo me convirtiera en lo que me convertí. En su lecho de muerte me hizo prometerle que volvería a ser un hombre. Me dijo que me perdonaría si volvía a la senda del bien—

Cuando terminó de hablar se quitó el saco y la camiseta que traía puestos. Levantó los brazos y en sus axilas afeitadas, desnudas, aparecieron oscuras y profundas las cicatrices de sus implantes, primero puestos y luego removidos. Máximo hundía en ellas los dedos como quien juega con las llagas de un cristo de yeso. En ese momento sonó el timbre. Claudio había llegado y teníamos que empezar a actuar en la charada de su amistad.

Este peluquero era demasiado para mí. Le pedí a Javier que no lo volviera a llamar y al día siguiente empecé a recorrer las galerías comerciales de Santiago buscando otro.

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