Cuando Neruda salvó a Ellison a través de Sturgeon
Los intrincados caminos de las lecturas y salvaciones no conocen límites; establecer el árbol de influencias de un escritor implica suponer a qué se hace referencia con eso de la «influencia»; si se la entiende como una radiación que pervive en escritos salidos de otros humanos o si es algo más profundo y poco susceptible a ser verbalizado salvo por las huellas que deja en el papel. En la presentación que Harlan Ellison hizo al cuento «Si todos los hombres fueran hermanos, ¿dejarías que alguno se casara con tu hermana?» de Sturgeon aparecida en «Visiones peligrosas III», relata un episodio de su vida que acerca a la Ciencia Ficción a la literatura más tradicional pues hay un centro común: El amor, el abandono, la amistad y los ángeles, en definitiva, el lastre y la gracia de haber nacido. A este acto confesional se suma el influjo de Pablo Neruda y, más exactamente, su poema veinte, tan vilipendiado en los últimos años. Una vez más estamos frente a una prueba de lo débil que resulta establecer fronteras estéticas cuando de decepción humana se trata:
Ésta será la introducción más corta de este libro. ¿Porque de todos los escritores incluidos en esta antología el único que realmente no necesita introducción es Theodore Sturgeon? Bueno, así es, ciertamente. ¿Por qué nada de lo que nadie pueda decir es capaz de preparar al lector a lo que sigue, la primera historia de Sturgeon en más de tres años? Es un punto válido. ¿Por qué cada nueva historia de Sturgeon es una experiencia largamente esperada, sin parangón con ninguna otra, de modo que para qué molestarse en dorar el caviar? De acuerdo, aceptaré eso.
Pero ninguna de esas razones me sirve para explicar por qué soy incapaz de escribir una introducción tan suculenta como las otras que figuran en este libro. La verdadera razón es que Sturgeon salvó recientemente mi vida. De una forma literal. En febrero de 1966 cometí uno de esos increíbles fallos de la vida que desafían toda explicación o análisis. Me casé con una mujer…, una persona…, alguien cuya mente es completamente extraña a uno del mismo modo que puede serlo la mente de un marciano. La unión fue un desastre, una pesadilla de cuarenta y cinco días que me dejó más al borde del abismo de lo que nunca había estado. En el preciso momento en que pensaba con toda seguridad que ya no podría seguir sujetándome a…, a nada, recibí una carta de Ted Sturgeon. Formaba parte del intercambio de cartas que dieron como resultado el obtener esta historia para la antología, pero estaba dirigida enteramente a lo que me estaba ocurriendo a mí. Reunió de nuevo los muelles sueltos de mi vida. Era uno de esos ejemplos de honesta preocupación a los que (con suerte) uno puede aferrarse en un terrible momento de impotencia y desesperación. Demuestra la más obvia característica de la obra de Sturgeon…, el amor. (En una ocasión hablamos de eso. Resultó claro tanto para Sturgeon como para mí mismo que yo no conocía virtualmente nada acerca del amor y en cambio estaba totalmente familiarizado con el odio, mientras que Ted no conocía casi nada acerca del odio pero lo sabía completamente todo del amor en casi todas sus manifestaciones.) Me gustaría, con permiso de Ted, citar algunos fragmentos de aquella carta. Dicen infinitamente más acerca de su obra y de sus motivaciones que cualquier otra cosa que yo pretenda decir. A partir de ahora, pues, habla Sturgeon:
Querido Harían: Desde hace dos días no he podido apartar de mi mente tu situación.
Quizá sería más exacto decir que tu situación está constantemente en mi cabeza, como una miga seca de inquietud que no puede ser expulsada ni disuelta ni tragada y que cada vez que me muevo o intento engullirla me estrangula.
Supongo que el aspecto que más me exaspera es el de «injusticia». La injusticia no es un fenómeno aislado y homogéneo, como tampoco lo es la justicia. Una ley es una ley, haya sido violada o no, pero la justicia es recíproca. Que una cosa así te haya ocurrido a ti es una injusticia más grande que si le hubiera ocurrido a los más representativos de esta población en expansión demográfica.
Sé exactamente el porqué, también. Es una injusticia porque tú te hallas del lado de los ángeles (que, dicho sea de paso, no parecen muy dispuestos a echarte una mano en este momento). Perteneces al pequeño grupo de los Buenos Chicos. Y eres así no por algún proceso de intelectualización y decisión, sino reflexivamente, instantáneamente, de manera glandular, ya se manifieste en la caja de un supermercado donde tengas que enfrentarte a esos tipos de la John Birch, o en una sala de billar dando la cara a un famoso matón, o dejándote las entrañas frente al rodillo de tu máquina de escribir.
No hay falta de amor en el mundo, pero hay una gran carestía de lugares donde
ponerlo. No sé por qué es así, pero la mayoría de la gente que, como tú, tiene una
inherente habilidad para trepar por los más escarpados riscos con uñas y dientes, tiene poco de él, o está tan equipada con picas y ganchos de acero que no puede verlo. Cuando se muestra en un hombre así —como ocurre contigo—, cuando se ilumina, debería ser cuidado y reverenciado. Ésta es la esencia de la injusticia que se ha cometido contigo. No debería ocurrir, pero si debe ocurrir, no debería ocurrirte a ti.
Tienes motivos para sentir muchas cosas, Harían: cólera, indignación, pesar, tristeza… Theodor Reik, que ha hecho algunas brillantes autopsias del amor, declara que su fin no se halla en ninguna de esas cosas; si es así, hay muchas posibilidades de que algunas de ellas estuvieran ahí desde el principio. Termina con la indiferencia…; realmente termina con la auténtica indiferencia. Ésta es una de las cosas más tristes que conozco. Y en toda mi vida sólo he hallado a un escritor, en una ocasión, que fuera capaz de describir el momento exacto en que se produjo, y era el relato más triste que haya leído nunca. Te lo envío ahora en tu aflicción. El principio tras el obsequio se llama «contrairritación». Léelo en una buena disposición…, si puedes. Me gustaría que supieras que si de alguna forma te ayuda y sostiene, tienes todo mi respeto y afecto. Sinceramente tuyo, T. H. STURGEON.
Así terminaba la carta que me ayudó y me sostuvo. Junto con la carta iba el número 20 de los Twenty Lave Poems based on the Spanish of Pablo Neruda (Veinte poemas de amor basados en el texto castellano de Pablo Neruda), por Christofer Logue. De Songs (Canciones), Hutchinson & Co., Londres, 1959. Es esta libertad de dar, esta habilidad y deseo de encontrar amor y ofrecerlo libremente en todas sus formas, lo que hace de Sturgeon la criatura mítica que es. Complejo, atormentado, luchador, bendecido por una increíble gentileza y, sobre todo lo demás, con un enorme talento, lo que acaban de leer es el alma de Theodore Sturgeon. Se lo ruego, pasen a lo mejor que pueden encontrar en cualquier escritor: una muestra de la obra que motiva toda una vida. Y gracias.