El idioma secreto, de María José Ferrada. Por Manuel García Pérez.

Por Manuel García Pérez

@ManuelGarciaOri

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El escritor Edmon Jabès en su Libro de las Preguntas aseguraba que el primer día que escribió su nombre en el colegio sabía que había comenzado a escribir un libro. Esa añoranza que es recurrente en tantos escritores expresa la decadencia de un tiempo presente que necesita la escritura como forma de recomponer el mundo. La infancia como espacio originario donde toda plenitud acontece como reciente, inesperada y aparentemente eterna es un recurso que la poetisa chilena María José Ferrada ha explorado en su nueva obra  El idioma secreto, Premio de poesía para niños (Ciudad de Orihuela) 2012.

Con un tono elegíaco, las palabras de la abuela, como un chamánico soliloquio, prenden en la memoria de una voz que recuerda la sabiduría y la belleza genesiaca de los ancestros: “El idioma secreto me lo enseñó mi abuela./ Y es un idioma que nombra las plantas de tomate, la harina, los botones./ Un día me llamó./ Me dijo que antes de que la muerte se la llevara quería entregarme algo./ Mi herencia era una caja de galletas con ovillos de lana y boletas de ferretería”. (pág. 5). Lo que contribuye a ese idilio entre el mensaje de la abuela y el recuerdo entrañable que la poetisa reproduce es el valor genesiaco que germina en palabras, versos y referentes de una hipnótica simbología, que cultivan con misterio e imaginativa lucidez cualquier infancia. Así que las palabras dichas y heredadas por la anciana son aquellas que pertenecen a un mundo primigenio, a un origen fulgurante donde lo que sabemos parece haber surgido de la nada como una exhalación espontánea y fecunda: “Todos los vendedores del mundo pasaban por casa. / Y a veces comprábamos uno o dos tesoros. / Recuerdo especialmente al vendedor de castañas, / al vendedor de moras./ Al vendedor de leña y su secreto de humo”. (pág. 19). Esa búsqueda de los orígenes es una pulsión constante en la poesía que profundiza en esa idealización de la infancia para cerciorarse de que la realidad no es constantemente una desilusionante experiencia.

María José Ferrada selecciona rasgos emotivos de acciones y objetos que, por su cromatismo y su significado, adquieren un valor poético intenso, sobre todo intenso, sin necesidad de abusar del artificio: “castañas”, “cajas”, “telas de araña”, “migajas”, “botones”, “canasto”, “morera”. Su verso blanco, con un ritmo cadente, con una musicalidad aparentemente espontánea, propia de la canción popular, abastece ese elogio a los ancestros, y al mismo tiempo, a esa palabra epifánica que alumbra el mundo por primera vez ante los ojos de una niña. La revelación simbólica del mundo en boca de la abuela excusa la severa realidad con metáforas propias del acervo atávico que la tribu engendra con el principio del mundo: “Cuando mi padre nació,/ mi abuela bordó para él una pequeña explicación de la vida./ Llegas al mundo un día./ Te abrigarán las flores y los pájaros” (pág. 34). El idioma secreto es un inocente adiestramiento inspirado en la gratitud de la naturaleza que la abuela invoca y que la poetisa transcribe a través de esa palabras guardadas en el interior de una caja de galletas, para que el lector, cualquier lector, pueda revivir la infancia como ese nombre donde comienza el libro de nuestra existencia: “Y con ellas/ hice mi habitación en el mundo” (pág. 53).

Las ilustraciones de Zuzanna Celej reconocen el alumbramiento de los poemas de Ferrada. Ese alumbramiento nos retorna al origen del mundo. Ese tamiz ocre en alguna de las ilustraciones, las texturas sutiles, a veces difuminadas, donde destaca la intensidad de un amarillo crepuscular, junto a los animales y los objetos,  nos involucran en esa pérdida de lo que fuimos. Reconocemos esa pérdida misma donde vibra aún el esplendor de un tiempo que no regresará, pero al que estamos obligados a recordar para sobrevivir.

Enhorabuena a la autora por este libro.

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