La invencible ternura del porno

david foster wallace

Algún día saldrá una antología de inquietantes pies de página y varios de los escritos por David Foster Wallace serán seleccionados. En Gran hijo Rojo, una crónica que aparece en el libro «Hablemos de langostas», fulgura la siguiente nota:

El señor Harold Hecuba, cuyo trabajo en su revista implica reseñar do­cenas de títulos pornográficos todos los meses, tiene una interesante viñeta sobre un detective de la policía de Los Ángeles al que conoció una vez cuando alguien le abrió el coche y le robó una caja entera de cintas de vídeo de Elegant Angel Inc. (la caja llevaba el nombre y la dirección del trabajo de H.H.), que después la po­licía recuperó. Un detective fue a devolverle la caja en persona a Hecuba, un gesto que H.H. recordaba haber pensado que resultaba inusualmente considera­do y comprometido hasta que salió a la luz que el detective únicamente había usado la devolución de la caja como excusa para conocer a Hecuba, cuyo trabajo crítico parecía conocer, y para conversar sobre los tejemanejes de la industria del vídeo para adultos. Resultó que aquel detective -que tenía sesenta años, estaba felizmente casado, era abuelo, tímido, educado y obviamente un tipo decente-también era un fan acérrimo del porno. Él y Hecuba terminaron tomando café, y cuando

H.H. por fin carraspeó y le preguntó al poli por qué un tipo que era tan obviamente decente y estaba claramente del lado de la ley y de las virtudes cívicas era fan del porno, el detective confesó que lo que le atraía de las películas eran «las caras», es decir, las caras de las actrices, es decir, aquellos momentos de orgasmo o de ternura accidental en que las actrices dejaban de lado sus muecas burlonas de «Fóllame, soy una niña mala» y de pronto se convertían en gente de verdad. «A veces, y nunca sabes cuándo, es lo que tiene… a veces de golpe se reve­lan a sí mismas», fue la explicación del detective. «Su… cómo se llama eso… hu­manidad.» Resultaba que al detective de la policía de Los Ángeles las películas para adultos le resultaban conmovedoras, de hecho mucho más que la mayoría de las películas convencionales de Hollywood, en las cuales los actores -a veces acto­res con mucho talento- se dedican a intentar fingir una humanidad genuina, es decir: «En las películas normales, todo es intencionado. Supongo que lo que me gusta del porno es que ahí pasa de forma accidental». La explicación del detective de Hecuba resulta intrigante, por lo menos para estos enviados especiales, porque ayuda a explicar parte del atractivo del porno duro, películas que se supone que son «desnudas» y «explícitas» pero que en rea­lidad contienen material filmado que se cuenta entre el más distante y opaco que se puede encontrar. Una gran parte de la naturaleza fría, muerta y mecánica* de las películas para adultos es atribuible en realidad a las caras de los actores y actri­ces. Se trata de caras que suelen parecer aburridas o inexpresivas o profesionales, pero que en realidad están simplemente escondidas, el yo permanece encerrado en algún lugar lejano muy por detrás de los ojos. Seguramente esa naturaleza escon­dida es la forma que un ser humano que está revelando las partes más íntimas de sí mismo tiene de preservar cierto sentido de la dignidad y la autonomía: negar­nos toda expresión verdadera. (Se puede apreciar esta mirada aburrida, dura y muerta en las bailarinas de striptease, prostitutas e intérpretes de pornografía de todos los lugares y géneros.) Pero también es cierto que de vez en cuando en las escenas de porno duro apa­rece el yo escondido. Viene a ser lo contrario de actuar. Se puede ver cómo toda la cara del actor o actriz porno cambia cuando la conciencia de uno mismo (en la mayoría de las mujeres) o la inexpresividad desquiciada (en la mayoría de los hom­bres) ceden el paso a un placer erótico sentido de forma genuina hacia lo que está pasando; los suspiros y los gemidos dejan de ser automáticos para volverse expresi­vos. Solamente pasa de vez en cuando, pero el detective tiene razón: el efecto en el espectador es eléctrico. Y los actores y actrices que pueden hacer esto con fre­cuencia -permitirse sentir y disfrutar de lo que está sucediendo, con o sin cámaras-se vuelven estrellas enormes y legendarias. En los años ochenta lo podían hacer Ginger Lynn y Keisha, y ahora a veces pueden Jill Kelly y Rocco Siffredi. Jenna Jameson y T. T. Boy no pueden. Siguen siendo nada más que cuerpos.

* Entre los amigos y familiares de estos enviados especiales a quienes resulta que no les gusta el porno, una gran mayoría explican que no es que no les guste por razones morales, religiosas ni políticas, sino que les parece aburrido, y muchos de ellos parecen usar metáforas robóticas/mecánicas/industriales para intentar caracterizar ese aburrimiento. P. ej.: «[El sexo en el porno duro suele consistir en nada más que] órganos entrando y saliendo de otros órganos, meter y sacar, es como ver una torre de perforación funcionando todo el día para sacar petróleo».

Traducido por Javier Calvo

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