La piel de la psicosis
De Julio Coll ya hemos publicado «Canibalismo» y «El tatuaje», dos relatos que aparecen en el volumen «Las columnas de Cyborg». En esta ocasión les presentamos una historia en las que la obsesión por los tratamientos de belleza van de la mano con los últimos avances médicos, pero siempre queda un monstruo con una boca oscura llamado psicosis.
Éste es un relato cuya idea me gustó de primera intención. La escribí. Resultó deplorable. Arranqué violentamente el papel de mi máquina de escribir ytiré la cuartilla. Volví a escribirlo. Consumí más de treinta hojas, inútilmente. Al final, me decidí por la primera y desdeñada versión. Busqué en la papelera; encontré el borrador; alisé las cuartillas; desarrugué los pliegues: planché sus arrugas…
Las arrugas
-¿No lo ves?
– No veo, ¿qué?
Jwa veía visiones. Desde que el gran fisiólogo doctor Dermas había descubierto la necesidad de reajustar diariamente la piel, la del cuerpo al cuerpo, y la de la cara al cráneo, mi mujer no estaba contenta. Reconozco que lo más difícil era volver a ponérsela. Nos la quitábamos por la noche y teníamos sumo cuidado en no desajustar la juntura del esfínter de los ojos. De vez en cuando Jwa perdía alguna que otra pestaña, pero eso tenía arreglo. Volvía a crecer por la noche. Pero, ¿y las arrugas?
En los hombres, no existía tanto problema como en las mujeres. Las mujeres no podían resistir la tentación de volver a quitarse una y otra vez la piel para ajustar nuevamente los párpados. De ahí que a muchas de ellas les quedaran permanentemente unas grandes y cada vez más pronunciadas arrugas alrededor de las naturales ojeras.
Se lo dije a Jwa:
– No insistas. Estás bien. No hay mujer más joven que tú.
Pero a Jwa se le había metido la idea en la cabeza, y pidió hora de visita a la «Super-Clínica OPTIWOMAN», de Massachisetts.
– Me está ancha. Tengo que hacérmela arreglar.
El médico de turno llamó a la enfermera. Le pidió la piel de Jwa. La estuvieron examinando en tensión sobre un tambor, estudiándola palmo a palmo, como un bordado.
– No hay nada malo en ella- murmuró el doctor.
Jwa se la puso de nuevo y salió a la calle. ¿Científicamente estaban tan avanzados como aseguraban los periódicos? Ella creía que no. ¿De qué servía haber descubierto las vacunas contra el cáncer y los resfriados? Estábamos aún en pleno siglo XX. Se había curado, por fin, el resfriado común; se iba a la Luna en vuelos regulares; se ensayaba el venusaje próximo; pero no habíamos logrado evitar que aparecieran arrugas en la cara, como antaño. ¿Eso era avanzar científicamente?
Al llegar a casa, su marido empezó a quitarse la piel con sumo cuidado.
– ¿A qué esperas?- le preguntó a su esposa.
Ella se había sentado y le miraba fijamente. ¿No sería por culpa de quitársela continuamente? Tal vez la causa fuera esa «manía» de ponérsela diariamente. Así, pues, decidió no desprenderse de ella aquella noche, como estaba oficialmente obligado. E hizo ver que iba a desaborchársela, pero lo hizo con movimientos ambiguos, para ganar tiempo, observando a su esposo, cuyos bostezos presagiaban su pronta duermevela…
Cuando él se durmió, ella ún estaba ante el espejo del tocador. Se relajó y acomodó la cabeza sobre los brazos cruzados. Aquella noche no se la quitaría y se durmió.
Al despertar, la encontraron muerta.
Le hicieron autopsia.
El doctor aseguró que el óbito se había producido por asfixia capilar. La humanidad había avanzado tanto científicamente en la última década que podíamos llegar a los quinientos años de vida. Pero seguíamos temiéndole más a la vejez que a la muerte. Jwa murió a los trescientos cincuenta y siete años, en la plenitud de sus fuerzas y con una tersura de piel como muy pocas mujeres de su edad. Lo que había pasado…
– ¿Qué, doctor?- preguntó el viudo.
– Nada. Psicosis. Ella veía arrugas donde no las había. Eso es todo. Lamentablemente, sobre psicosis no hemos avanzado un solo paso…
A Jwa la enterraron en la flor de la juventud.
Boston, 1969.