Los libros mojados, de Antonio Murgui Muñoz
Por: Manuel García Pérez
Germanía Ediciones, Alzira, 2012.
La tradición narrativa de nuestro país, a partir de la posguerra, se ha caracterizado por una literatura, con un marcado estilo sobrio y realista, abandonando el ideario modernista y neorromántico, utilizando el recuerdo como una forma de denuncia de unos tiempos deprimidos y estigmatizados por el régimen franquista.
Los libros mojados, de Murgui Muñoz, revela, a través de la dolida introspección del personaje de César Frías, la infancia y la madurez de diversas generaciones que sobreviven bajo el auspicio del instinto, enfrentándose, con mejor o peor fortuna a las adversidades que acontecen en sus recias y sombrías vidas: “La humilde casa familiar ha cambiado mucho desde que fuera adquirida por el padre de César con un extraordinario esfuerzo económico a mediados de los años sesenta. (…) Desde allí Cesáreo Frías Montero enviaba vistosas postales a su joven esposa y a su todavía desconocido, pero siempre evocado en las mismas, hijito; (…) Labrado con enorme esfuerzo por unas encallecidas manos analfabetas, aunque extraordinariamente hábiles y eficaces para otro tipo de trabajos, duros y extenuantes, a los que nunca hizo ascos, (…)” (págs, 20-21).
La muerte de la madre de César Frías es el aciago acontecimiento con el que las existencias fantasmales e insignificantes de todo un clan cobran relevancia y adquieren su impronta de historia significativa en el curso de tiempo. La literatura de Murgui denota esa silenciosa visibilidad de que las familias, las anónimas familias de clase obrera de los años más duros del franquismo, son las que han logrado el cambio social y político entre diferentes generaciones: “(El tío Roberto) Nunca leyó una sola línea sobre conceptos como lucha de clases, el esclavismo o el servilismo, pero su providencial intuición no necesitaba del rimbombante plumaje de la palabra o de la letra escrita. Su propia intuición y prodigioso sentido de la anticipación, le dictaban cómo actuar de forma más razonable en cada momento” (pag. 94).
Por su sobriedad y realismo, la dura reflexión que, sobre la enfermedad de su padre, César masculla en su interior redunda en ese carácter simbólico de acabamiento cauteloso en que los hijos contemplan la muerte de sus progenitores. Con impotencia y resignación, aceptan la sucesión de los roles, la pérdida del padre, de la madre, que rinden cuentas por fin a una muerte, siempre prematura, silenciosa y sin homenajes.
Por esta razón, la novela destaca por sus reminiscencias al estilo de Delibes o Aldecoa, con una sobriedad de estilo que no anula la emotividad y la sinceridad que otorga la posibilidad de mundo imaginado por Murgui, sin demorarse en heroicidades ni idealismos a la hora de configurar a sus personajes. Su carnalidad empatiza enseguida con el entorno social que los lectores reconocen en sus propias familias, en el relato truncado y severo de biografías que nuestra memoria rastrea de vez en cuando, destacando los fracasos antes que la dicha: “Como raro espécimen, considerabas la estrella de tu colección una moneda de cien pesetas con la cara de Franco en aleación de plata y níquel, cuyo valor real, según tu padre, era superior al que alcanzaba en el mercado. El ritual terminaba una vez efectuado el recuento. Entonces, en un acto de catarsis, derrumbabas los pequeños montoncitos y mezclabas con las manos la chatarra, solazándote durante un tiempo con el estrépito metálico que producían las monedas al fondo de tus manos entreabiertas” (pág. 165).
Destacable es la parte del relato que el autor ocupa en la escuela de su adolescencia, estigmatizando la falta de creatividad y la mecánica nada estimulante de aprendizajes punitivos por una pedagogía que pesaba sobre los alumnos con el fetichismo de la amenaza y de la superstición: “El entarimado suponía una ventaja para las proezas de la vista en las clases de Francés. A nadie le molestaba tener a la altura de la vista los torneados muslos de la Marisa. Sin embargo, era cosa sabida que aquel armatoste no estaba ideado para ese loable fin sino para endiosar todavía más, la figura de los profesores. Desde aquella especie de catafalco, añadían a su indiscutible soberanía moral, una superioridad física que a algunos le venía como anillo al dedo, especialmente a Mediometro, un falangista recalcitrante que se limitaba a subrayar el libro (…)” (pag. 71).
La aspereza y la decadente descripción de los espacios reflejan que la creatividad de este autor tiene una motivación, difusa, pero visible en su traumática percepción de la rutina en la que se sumerge la familia. La novela de Murgui se atiene a una doble vertiente emocional; por un lado, aduce el desapego hacia una realidad social que considera propia de vencidos, añosa, lejos del esplendor y de la fortuna, pero, por otro lado, revela la necesidad irrenunciable de rendir un tributo a los ausentes como reconciliación del propio autor consigo mismo: “He percibido, casi con arrobo, un destello de amargura en tus palabras, que sin duda corresponden a una explosión de la rabia, la frustración y la incomunicación contenidas durante años. Pero no te reprocho nada” (pág. 198).