El Vizconde Lascano Tegui: una gloria argentina

Por Enrique Pagella

lascano tegui

«Confieso que continúo escribiendo por pura voluptuosidad. Escribo para mí y mis amigos. No tengo público grueso, ni fama ni premio nacional. No me gusta el “Tongo”. Como periodista que soy sé “cómo se llega”. Conozco a fondo la estrategia literaria y la desprecio. Me da lástima la inocencia de mis contemporáneos y la respeto. Además tengo la pretensión de no repetirme nunca, ni pedir prestado glorias ajenas, de ser siempre virgen, y este narcisismo se paga muy caro. Con la indiferencia de los demás. Pero yo, he dicho que escribo por pura voluptuosidad. Y como una cortesana, en este sentido, he tirado la zapatilla.» (Vizconde Lascano Tegui)

Emilio Lascanotegui fue, ante todo, escritor (novelista, poeta, ensayista), y uno de los más originales que ha dado la Argentina, pero también ha sido periodista, artista plástico, viajero impenitente, político, traductor, dentista, vendedor ambulante, diplomático y maestro cocinero.
Nacido en 1887 en Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, Argentina, su infancia transcurre en el barrio de San Telmo. Como casi todos los grandes escritores argentinos del siglo XIX y de comienzos del XX, su vínculo inicial con la literatura se da a través de la política.  El dirigente radical Juan José Frugoni lo inicia en la poesía, enseñándole el arte de la métrica y la rima en un viejo almacén. Poco después, entre 1905 y 1907, ya como político del partido radical, Lascano compone sus discursos públicos en octosílabos rimados, cosa que provoca sorprendidas risotadas a sus ocasionales oyentes en la plaza Lavalle o ante el monumento a los caídos de la Revolución del 90. Fue, sin embargo, durante un viaje – ¡A pie! – por África y Europa en compañía de Fernán Félix de Amador, emprendido en 1908, que Lascano afirma su vocación poética. Durante este extenso viaje decide modificar su apellido de origen vasco (Lascanotegui), transformándolo en uno doble (Lascano Tegui) y, hacia 1909, le antepone el apócrifo título de Vizconde con que firmará, ya de regreso en Argentina, su primer libro: La sombra de la Empusa.
Impreso en Buenos Aires en mayo de 1910, con un pie de imprenta falso de París, La sombra de la Empusa le prodiga el mote de “loco» y provoca escándalo en los amanerados círculos literarios que aún se muestran esquivos a la renovación literaria que propone, por ejemplo, el Lunario sentimental de Leopoldo Lugones. La experimentación poética del Vizconde redobla la apuesta ante las audacias formales del modernismo local. Su impronta provocadora es verdaderamente precursora de la obra de su amigo personal Oliverio Girondo, que recién una década después, enarbolará las mismas banderas en pleno auge martinfierrista.
Aprovechando la visita que Darío hace la Argentina en 1911, Lascano Tegui publica, pocos meses después de La sombra de la Empusa, un nuevo conjunto de poemas que tituló Blanco y firmó con el seudónimo de “Rubén Darío (hijo)”. El libro, que reeditará al año siguiente con firma y título verdaderos, El árbol que canta, es su estratégica respuesta a la mala recepción del poemario inicial y una venganza literaria que descubre el poder, al momento de ser valorado un escrito, del contexto mediático. En efecto, ya que mientras Blanco es Blanco y Lascano «Rubén Darío (hijo)», el mundo literario acepta la novedad, y los augurios acreditados celebran el hecho de que la sucesión del gran poeta quedaría en familia. Lascano Tegui guardaba un dossier con recortes periodísticos que elogiaban al hijo del maestro, con cartas de eminencias literarias de América, que alentaban al joven bardo y que le rogaban transmitiera saludos a su papá.
Parece que Darío se quejó, pero no por la cuestión literaria ni porque considerara a ese súbito hijo un fraude, sino por las complicaciones domésticas y sentimentales que esta genial paternidad le trajo.
Para 1913, este bon vivant se afinca en Francia, precisamente en Montparnasse, donde participa no sólo del ambiente cultural de París sino también de los debates y movimientos que prorrumpen en el ambiente literario porteño. Tercia, por ejemplo, en la canonización del Martín Fierro que por ese entonces gestaban Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones. Y mientras ejerce el periodismo como corresponsal de varias publicaciones argentinas, extenúa incontables oficios: es decorador del salón de lectura que el diario La Nación abre en París en el número 3 de la rue Edouard III; vendedor de ropa vieja; comisionista y exportador entre 1919 y 1922 y, entre otras curiosidades, ejerce como dentista y mecánico dental, profesión que, aparentemente, estudia en la École d’Odontologie de la Universidad de París entre 1917 y 1919.
lascano
Unos de los puntos centrales de reunión de los artistas de Montparnasse, entre los que hay que contar al Vizconde, ya dedicado a la pintura y las letras, es, durante la segunda década del siglo, el Cafe de la Rotonde. Entre sus concurrentes más asiduos se puede encontrar junto al Vizconde a Pablo Picasso, Amedeo Modigliani, Jean Cocteau, Marie Vassilieff, Moisés Kisling, Kiki, André Salmon y otros.
En 1923, el presidente argentino Marcelo T. de Alvear decreta el ingreso del Vizconde al servico diplomático del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto. Este empleo le da cierta estabilidad económica que no desaprovecha. Dos años después publica su obra maestra, la estupenda e inclasificable novela De la elegancia mientras se duerme.
La novela fue presuntamente escrita entre 1910 y 1914 y es de una modernidad pasmosa: bajo la forma del diario íntimo, el narrador fragmenta la estructura del relato con breves historias independientes articuladas por la realización de un crimen gratuito que vehiculiza la sugerente poética del autor. El tono elegantemente salvaje de casi todo el texto, le vale el epíteto de inmoral por parte de la crítica que, sin embargo, le da una favorable bienvenida. Uno de los hallazgos que potencian esta obra de Lascano Tegui, radica en el lugar privilegiado que ocupan en la ficción las manos y otras partes del cuerpo, como el cabello. .
El comienzo de la novela es memorable:
«El primer día en que confié mi mano a una manicura fue porque iría en la noche al “Moulin Rouge”. La antigua enfermera me recortó los padrastros y esmeriló las uñas. Luego les dio una forma lanceolada y al concluir su tarea las envolvió en barniz. Mis manos no parecían pertenecerme. Las coloqué sobre la mesa, frente al espejo, cambiando de postura y de luz. Tomé una lapicera con esa falta de soltura con que se toman las cosas ante un fotógrafo y escribí. Así comencé este libro. A la noche fui al “Moulin Rouge” y oí decir en español a una dama que tenía cerca, refiriéndose a mis extremidades: —Se ha cuidado las manos como si fuera a cometer un asesinato.»
 
Cuando leí esta novela sentí que estaba ante un texto que abría un espacio no frecuentado por ningún escritor argentino, y no sólo por el modo en que reformula el género del diario íntimo, interpolando un sinfín de pequeñas historias, sino y más aún por las temáticas y el tono delicadamente siniestros de las mismas, sesgos que se conjugan a la perfección con la asistematicidad de los tiempos narrativos, enviciando el decurso de la ficción en el diario íntimo. La transformación del tiempo en la novela, tiene su correspondencia en las metamorfosis que el narrador despliega en diversos pasajes de oscilación genérica (humano/animal -Kafka-; masculino/femenino – Puig, Lamborghini), desconocidos hasta entonces en nuestras letras: así, por ejemplo, la percepción humanizada de una cabra alienta una platónica historia de amor y la figura masculina del narrador se confunde en vaporoso travestismo ante la presencia varonil de un pasajero en el compartimento de un tren.
En febrero de 1924 aparece en Buenos Aires una nueva revista literaria, editada por Evar Méndez y Samuel Glusberg, Martín Fierro (Segunda época) que aúna las expresiones más modernas del ambiente artístico con la sátira política. El grupo inicial, reunido en las confiterías “Richmond”, de la calle Florida, y “La Cosechera”, de Avenida de Mayo, está integrado por Conrado Nalé Roxlo, Ernesto Palacio, Pablo Rojas Paz, Luis Franco y Cayetano Córdoba Iturburu, pero no es sino hasta la aparición estelar de Oliverio Girondo como figura central del proyecto —con la inclusión de su Manifiesto en el cuarto número— que la revista puede definir su carácter netamente vanguardista. Emilio Lascano Tegui aparece en el suelto “¿Quién es ‘Martín Fierro’?”, entre el núcleo de colaboradores adherentes al programa de la publicación, acompañado por Enrique Amorim, Luis Cané, Jorge Luis Borges, Pedro Figari, Eduardo González Lanuza, Leopoldo Marechal, René Zapata Quesada y otros.
Con excepción de una pequeña separata publicada en francés en 1935, Les bannières d’Obligado (Une Revendication Argentine), Lascano Tegui no vuelve a publicar libro alguno hasta 1936 cuando, de regreso a la Argentina, antes de trasladarse a Venezuela en calidad de Cónsul de tercera clase, da a la prensa El libro celeste y Álbum de familia.
El libro celeste, estructurado en numerosos capítulos breves, retoma el estilo atomizado de De la elegancia mientras se duerme, pero con un radical giro de color y tono, ya que abandona la tradición francesa por una ferviente argentinidad. Este libro no es, por cierto, un simple ejercicio de patriotismo; es un volumen de bruñida prosa, mezcla irreductible de autobiografía lírica, atractiva sátira, análisis sociológico, etimologías provenientes de Isidoro de Sevilla y enciclopedismo medieval, conformando un extraño universo, cuya órbita tiene por eje la participación de las letras locales en la cultura universal. Presentado como geografía abstracta, bestiario, herbario y lapidario argentinos, la novela del Vizconde reclama la ayuda de la imaginación como camino hacia la plenitud.  A continuación un párrafo notable:
«El animal mayor de la República sería el dragón, pero no existe. Ha sido reemplazado por la estatua ecuestre. Es un animal fabuloso. Es de piedra y de bronce. Recuerda a los héroes de la Independencia que resolvieron a caballo nuestra libertad política. Desde 1810 a 1860 no bajaron del corcel. Las dificultades que les creaba su posición ecuestre les impedían adaptar como cosa suya los principios liberales de Voltaire y Montesquieu, a esa asociación fundamental y que parecía eterna (antes de la invención del vapor) entre el héroe y la bestia, y que no cesó sino con la degeneración del héroe en montonero y en la disminución notable del valor del caballo criollo como elemento civilizador frente al ferrocarril.»
 
Mezcla de géneros y tradiciones, El libro celeste reformula la línea de experimentación híbrida que, noventa años antes, había inaugurado en el Facundo, Domingo Faustino Sarmiento.
La otra novela editada en 1936, Álbum de familia con retratos de desconocidos, es un texto más extenso, precedido de un breve prólogo y con un primer episodio narrativo que funciona como marco introductorio de los textos que le siguen. A diferencia de El libro celeste, cuya escritura le habría llevado pocas semanas, esta obra le requirió varios años de labor. Colección de biografías imaginarias que muestran la influencia de Marcel Schwob, la novela se plantea como una extravagante galería escrita por Miguel Bingham, un inspector de dos compañías de seguro inglesas para las que trata de descubrir, mediante la minuciosa investigación genealógica de los víctimas de una catástrofe ferroviaria de 1900, una razón actuarial, demora su paciente tarea más de veinte años y, cuando intenta presentar el informe definitivo, halla que las empresas aseguradoras quebraron hace ya largo tiempo y su trabajo es inútil. Sátira del realismo documentalista y de la novela como espejo del mundo, la tarea fútil de Bingham anticipa los devaneos poéticos que Carlos Argentino Daneri, en el célebre cuento de Borges, emprende ante la visión total del Aleph:
«Veinte años de pena, de búsquedas ingratas, de tesón, de fe, de soledad moral, de olvido de la realidad, pasaron ante sus ojos desparramando libros, palimpsestos, armoriales, testamentarías, tachando pruebas, rellenando lagunas, fallando, a frío, juicios contradictorios, leyendo gacetas, revisando memorias, moviendo diccionarios, sacudiendo infolios del derecho de costumbre, polvo y polillas. Veinte años de consulta a los correos sin estampilla de los diarios buscando ayuda, pidiendo explicaciones e impulsando a otros tantos archivistas en su mismo camino detrás de la verdad, o de sus aspariencias; veinte años dirigiéndose a los coleccionistas de estampillas para cambiarles, por sellos obliterados que compraba al kilo, la descripción de ciertos sitios geográficos, pidiéndoles precisiones sobre paisajes y panoramas hasta los que no le fuera posible transportarse y que explicaban las actitudes de los héroes que historiaba, y a los que no podía abandonar a los hechos tan sólo. A medida que se alejaba en el tiempo, iba entrando en la fantasía y la leyenda. Sin la parcela de realidad que les echaban encima el medio, el escenario de la tierra, la sombra del campanario, o el puente en ruina de la localidad rural, esos personajes carecían de relieve, y el informe, a fuerza de ser extenso, se achataba como las enumeraciones bíblicas y sus genealogías.»
 
Promovido por Agustín P. Justo y Carlos Saavedra Lamas al Consulado de Caracas el 14 de julio de 1936, Lascano Tegui viaja a Venezuela con su esposa, Sofía Simone Zahrli, de origen suizo, y se domicilia en el barrio de Sarría, donde sus tertulias y hospitalarias cenas serán rápidamente famosas. Su figura se difunde por el ambiente intelectual y artístico, y sus ensayos y colaboraciones literarias hallan prensa receptiva en los principales diarios, El Universal y El Heraldo, entre otras publicaciones del país y de la región caribeña.
A fines de octubre de 1940 lo trasladan al consulado de Los Ángeles, cuya misión finaliza el 2 de mayo de 1944, cuando una resolución del ministerio le solicita que formalice su jubilación en Argentina. De regreso en barco a Buenos Aires, donde debe tramitar su expediente jubilatorio, sufre un percance que sumerge en la incógnita buena parte de su obra. Un incendio en el camarote que compartía con su esposa le hace perder los originales de varios libros inéditos que venía a publicar en cumplimiento tardío de una promesa. Con excepción de Muchacho de San Telmo (1895), impreso por Guillermo Kraft ese mismo año, todos los demás libros se perdieron. Algunos de los libros perdidos (Daguerrotipos, Mujeres detrás de un vidrio, El círculo de la carroña, Filosofía de mi esqueleto) corresponden a volúmenes ya anunciados en espera de editor; de Mis queridas se murieron, novela terminada a comienzos de la década del treinta, se conserva hoy un anticipo de pocos capítulos aparecido en el único número de Imán, la lujosa revista que Elvira de Alvear editó en París con la colaboración —como secretario de redacción— de Alejo Carpentier.
Ya en Buenos Aires, el Vizconde cierra su vínculo laboral con el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto e inicia en abril de 1945 un largo ciclo de notas en Patoruzú, la popular revista de historietas de Dante Quinterno, donde mantiene una columna semanal que, por su tono e intereses, podría compararse con la de “Aguafuertes Porteñas” de Roberto Arlt en el diario El Mundo o con las que, mucho tiempo antes y sin mayor regularidad, él mismo había ofrecido en las páginas de La Mañana. La reconstrucción nostálgica del pasado, centro emotivo de muchas de estas viñetas, es también el núcleo que —en clave poética— desarrolla en Muchacho de San Telmo (1895).
Sus últimos años en Buenos Aires lo encuentran bastante activo. Hacia mediados de la década del cincuenta prologa Reflejos, de Enver Mehmedagiè, y participa de las tertulias de “El Mangrullo” en casa del eminente coleccionista Federico Vogelius, donde se reúnen poetas y artistas plásticos de renombre: Ricardo E. Molinari, Santiago Cogorno, Jorge Luis Borges y otros. Un catálogo de la galería de Samuel Jahbes (4 al 18 de noviembre de 1963) nos confirma que, hasta poco antes de su muerte, Lascano Tegui seguía integrando activamente los círculos artísticos de la ciudad; entre las obras expuestas se cuentan vistas de Washington, París, Punta del Este, Boulogne-sur-Mer y Córdoba, una marina de la costa de Santa Bárbara y dos naturalezas muertas.Emilio Lascano Tegui fallece a los setenta y nueve años en Buenos Aires, el 13 de abril de 1966.

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7 Responses to “El Vizconde Lascano Tegui: una gloria argentina”

  1. Gastón Gallo says :

    Extraña sorpresa la de encontrar el texto que cargué en Wikipedia (escrito como prólogo a mi edición de El libro celeste, del Vizconde) con mínimos «retoques» (a veces injustificados) y publicado bajo el nombre de otro entusiasta de Lascano. Supongo que un entusiasmo legítimo disculpa anticipadamente el plagio. Saludos, Gastón Gallo.

    • Luis Cermeño says :

      Cordial saludo, Gastón Gallo. Como colaborador habitual de wikipedia me resulta extraño su comentario, puesto que que acusar a un autor de plagio por acudir a wikipedia es no conocer las políticas de wikipedia, ya que precisamente lo que se profesa es que el contenido de allí es libre en el que todos pueden editar. En cuanto los «retoques injustificado», según su opinión, solo reafirma la originalidad del texto, ya que existe una distancia al texto encontrado en wikipedia en la que se añade la perspectiva de nuestro autor, así usted no comparta esos retoques, ya que es en la discusión en donde radica precisamente la construcción de un conocimiento colectivo. Ahora bien, si usted encuentra que existen extractos del prólogo, que al ser subidos a wikipedia, sin la referencia explícita, fueron tomados en este artículo, bien puede indicarnos para darle su respectivo crédito. Gracias por su visita y esperamos seguir en contacto para incrementar el diálogo entre el número de entusiastas del Vizconde Lascano Tegui.

      • Gastón Gallo says :

        Estimado Luis Cermeño:

        No me molesta que alguien retome un texto escrito por mí (internet es una máquina de copiar, ya se sabe), incluso si no me cita como autor, tal vez por desconocer el hecho. Sí me perturba que el texto original aparezca desvirtuado (de corregirlo, al menos que lo mejore un poco: nunca viene mal) y sea publicado bajo nombre ajeno como trabajo propio.
        Desestimo la categoría de plagio, pues me eduqué leyendo a Borges desde muy chico; pero tolerar que alguien diga “cuando leí esta novela sentí que…” y después copie (mal) lo que escribió alguien más informado ya me parece un poco caradura.
        A título de ejemplo, van dos comparaciones entre el original y la copia, con adulteraciones que cambian el sentido y deforman (no corrigen: lamentablemente deforman) lo escrito por alguien que sí conoce a fondo la obra del Vizconde de Lascano Tegui, por haberlo editado, reunido inéditos, publicado prólogos y ensayos sobre su obra (incluso uno en la “Historia crítica de la literatura argentina” que dirige Noé Jitrik para Emecé) y, también, por haber ganado hace años la Beca Nacional de Ensayo del Fondo Nacional de las Artes para investigar puntualmente la vida y obra del Vizconde.

        Original:
        “Curiosamente, su primer vínculo con la cultura literaria está asociado a la política: el radical Juan José Frugoni lo inició en los misterios de la métrica del verso, enseñándole a medir las sílabas en un almacén de las calles San Luis y Azcuénaga. Ya poco después, mientras se desempeñaba como orador del partido entre 1905 y 1907, Lascano componía sus discursos públicos en octosílabos rimados, una asociación inédita que movería a risa a sus ocasionales oyentes en la plaza Lavalle o ante el monumento a los caídos de la Revolución del 90.”

        Adulteración:
        “Como casi todos los grandes escritores argentinos del siglo XIX y de comienzos del XX, su vínculo inicial con la literatura se da a través de la política. El dirigente radical Juan José Frugoni lo inicia en la poesía, enseñándole el arte de la métrica y la rima en un viejo almacén. Poco después, entre 1905 y 1907, ya como político del partido radical, Lascano compone sus discursos públicos en octosílabos rimados, cosa que provoca sorprendidas risotadas a sus ocasionales oyentes en la plaza Lavalle o ante el monumento a los caídos de la Revolución del 90.”

        Comentario ad hoc:
        El “nuevo autor” (inventemos esta categoría simpática) altera el sentido del texto, afirmando un disparate. La excepcionalidad del caso del Vizconde (la inusitada condición de generar vínculos estrechos entre política y producción poética) pasa a convertirlo en un hecho común: “como casi todos los grandes escritores…”

        Original:
        “Una apropiación innovadora del género, que depara un sinfín de pequeñas historias y cuadros entre el arco iniciado en el primer párrafo y su convergencia con el crimen gratuito en las últimas páginas, se conjuga con la asistematicidad de los tiempos narrativos pervirtiendo el decurso de la forma tradicional del diario24. La transformación del tiempo en la novela, tiene su correspondencia en las metamorfosis que el narrador despliega en diversos pasajes de oscilación genérica (humano/animal, masculino/femenino), desconocidos hasta entonces en nuestras letras: así, por ejemplo, la percepción humanizada de una cabra alienta una platónica historia de amor y la figura masculina del narrador se confunde en vaporoso travestismo ante la presencia varonil de un pasajero en el compartimento de un tren.”

        Adulteración:
        “Cuando leí esta novela sentí (!!!) que estaba ante un texto que abría un espacio no frecuentado por ningún escritor argentino, y no sólo por el modo en que reformula el género del diario íntimo, interpolando un sinfín de pequeñas historias, sino y más aún por las temáticas y el tono delicadamente siniestros de las mismas, sesgos que se conjugan a la perfección con la asistematicidad de los tiempos narrativos, enviciando el decurso de la ficción en el diario íntimo. [la última frase, por lo demás, carece de sentido] . La transformación del tiempo en la novela, tiene su correspondencia en las metamorfosis que el narrador despliega en diversos pasajes de oscilación genérica (humano/animal -Kafka-; masculino/femenino – Puig, Lamborghini), desconocidos hasta entonces en nuestras letras: así, por ejemplo, la percepción humanizada de una cabra alienta una platónica historia de amor y la figura masculina del narrador se confunde en vaporoso travestismo ante la presencia varonil de un pasajero en el compartimento de un tren. [¿para qué introducir los nombres de los escritores justo en ese lugar, cuando la frase siguiente precisa que eran oscilaciones desconocidas en nuestra literatura –Kafka no había sido descubierto en Argentina y Puig y Lamborghini ni siquiera habían nacido cuando LT escribió su novela.]

        Para bien o para mal, el prólogo que escribí para “El libro celeste” [Bs. As., Simurg, 2006, ISBN 987-554-051-X], del que hoy cambiaría algunasa cosas, pues cuento con más información, es el siguiente (aunque sin las notas al pie que, por razones de espacio, evito “copiar” –el verbo me aparece diluido, casi inapropiado después de la experiencia tan radicalmente activa del entusiasta Enrique–):

        La ubicación marginal a que ha sido relegada la obra de Emilio Lascano Tegui en el sistema literario argentino se sostiene, a pesar de la distancia temporal y la especialización de la crítica, en el mismo gesto de asombro ante lo inaprensible con que los contemporáneos acudieron sorprendidos a sus libros. Difíciles de clasificar, extraños por el desenfado con que subvierten el uso de los géneros establecidos y la mezcla cosmopolita que los caracteriza, la contribución de sus mejores textos a la modernización literaria del ámbito local solo puede ser apreciada en relación con los debates y producciones de la época y la influencia ejercida por ellos en escritores luego más ampliamente difundidos.
        Aunque Lascano Tegui nació en mayo de 1887 en Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, sus años de infancia transcurrieron en el porteño barrio de San Telmo. Curiosamente, su primer vínculo con la cultura literaria está asociado a la política: el radical Juan José Frugoni lo inició en los misterios de la métrica del verso, enseñándole a medir las sílabas en un almacén de las calles San Luis y Azcuénaga. Ya poco después, mientras se desempeñaba como orador del partido entre 1905 y 1907, Lascano componía sus discursos públicos en octosílabos rimados, una asociación inédita que movería a risa a sus ocasionales oyentes en la plaza Lavalle o ante el monumento a los caídos de la Revolución del 90.
        Fue, sin embargo, durante un viaje por África y Europa en compañía de Fernán Félix de Amador emprendido en 1908 que Lascano afirma su vocación poética, mientras descubre su afición incansable por el perpetuo movimiento del viajero. Durante el extenso periplo decide modificar su apellido de origen vasco, transformándolo en uno doble y, hacia 1909, le antepone el apócrifo título de Vizconde con que firmará su primer libro después del regreso a la Argentina: La sombra de la Empusa, publicado en mayo de 1910, inquietó a los círculos literarios y sembró el escándalo en un ambiente todavía algo cansino que, un año antes, era aún esquivo a las metáforas extrañas del Lunario sentimental de Leopoldo Lugones. Impreso en Buenos Aires con un pie de imprenta falso de París, La sombra de la Empusa hizo olvidar rápidamente la pálida recepción del Lunario y desplazó el sarcasmo hacia el nuevo poeta a quien le fue adjudicado el mote de “loco”.
        El libro, por cierto, dejaba muy atrás las audacias formales del modernismo local y no es extraño que el mismo Lugones lo calificara de “abracadabrante”. En sus páginas, el adverbio inesperado se cita con el neologismo chocante, en una espiral creciente que combina, a la ya asimilada tradición decadentista heredada de Francia, el gesto de evidente provocación que juega con la interpretación desenfadada y el sentido oblicuo, casi secreto, de algunos poemas. Si bien su restringido sistema metafórico no reniega del ámbito modernista, manifiesta predilección por la imaginería algo tenebrosa y anticipa, algunas veces, el cruce sensorial que se afianzará con la importación del ultraísmo. De escritura libre y pretendidamente espontánea, su dislocada conjunción no salvó el juicio crítico que Roberto Giusti, director de la revista Nosotros, efectuará dos años después al revisar las últimas producciones poéticas nacionales1; décadas más tarde, sin embargo, la Dra. Nélida Salvador considera a su autor entre los precursores de la renovación vanguardista de los años 202, en consonancia con Manuel Gálvez, quien, en sus memorias, expresa un reconocimiento similar.
        Además de la introducción de un curioso desenfado en el plano local —que poco después será reconocido como iniciador de la nueva sensibilidad3—, tal vez su gesto más renovador sea el de la provocación casi profesional que, dos lustros más tarde, será también bandera personal de su amigo Oliverio Girondo en pleno estallido martinfierrista. Pasajes de su primer libro, por cierto, parecen reformularse y tener eco en Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, publicado en 1922. Algunos de sus versos (“En tanto: en sus abrigos encerradas / las lindas modistitas / llevan por calorífero el deseo”4) bien podrían ser un fragmento obliterado del “Exvoto” dedicado por Girondo a las chicas de Flores; por su parte, “Sevillano”5, fechado en 1920, retoma con indisimulado parecido el cruce entre religión y sexualidad6 ya presente en “Al aquelarre”7.
        Aprovechando la visita que Darío hizo a la Argentina en 1911, Lascano Tegui publicó, pocos meses después de La sombra de la Empusa, un nuevo conjunto de poemas que tituló Blanco… y firmó con el seudónimo de “Rubén Darío (hijo)”. El libro, que reeditará al año siguiente con firma y título verdaderos, El árbol que canta, fue su calculada respuesta a la recepción calamitosa del poemario inicial y una venganza literaria que descubrió cuánto pesa, al momento de ser juzgado públicamente el valor de un texto, su marco de enunciación. Un nuevo jalón en la carrera provocadora del Vizconde, que el ecuatoriano Benjamín Carrión sintetizó en un visionario libro de ensayos8:

        ¿Recordáis la historia de un libro, Blanco, por Rubén Darío (hijo)? De ello hace diez y nueve años, cuando la gloria del Rubén Darío de Azul se hallaba en su apogeo. Blanco apareció en París con un preludio lírico de Fernán Félix de Amador […] y el cebo tentador del nombre del poeta: Rubén Darío, hijo, que escribía Blanco, después que su padre había escrito Azul…
        Los versos de Blanco están bien, hay en ellos “raza” dariana. Todo el mundo aceptó la cosa, y los augurios autorizados de que la sucesión del gran poeta de la lengua iba a quedar en familia, vinieron unos tras otros. Yo he visto el dossier que sobre la curiosa cuestión guarda Lascano Tegui. Artículos bien firmados elogiaban al hijo del maestro, que se mostraba digno de su excelso padre. Cartas de eminencias literarias de América, que alentaban al joven lirida (en ese tiempo se decía lirida) y que le rogaban transmitiera saludos a su papá…
        Parece que Darío protestó, no por la cuestión literaria ni porque considerara a este hijo indigno de su nombre, sino por las complicaciones domésticas y sentimentales que esta paternidad le traía. Un verdadero lío para el gran poeta.9

        Develada la superchería literaria del hijo de Rubén Darío10, la aparición del segundo libro de Lascano recibió una reseña inusualmente extensa de Álvaro Melián Lafinur en las páginas de Nosotros. Mucho más modernistas que La sombra de la Empusa (lo que equivale a decir menos iconoclastas y modernos), los versos de El árbol que canta siguen pareciendo oscuros al crítico, aunque en ellos admita descubrir el don de la poesía11.

        Bohemia en París

        Residente en Montparnasse desde 1913, Lascano Tegui participaba —con especial don de ubicuidad— no sólo del esplendor cultural de París sino también de los debates y movimientos que atravesaban el ambiente literario porteño, en permanente visita física o postal. Así, por ejemplo, ofrece su opinión a la encuesta organizada por la revista Nosotros ante la consagración canónica del Martín Fierro que por ese entonces gestaban Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones12, y presenta en sociedad a Baldomero Fernández Moreno, de quien encomia su poesía sencilla y original13. Y mientras ejerce el periodismo como corresponsal de varias publicaciones argentinas, desarrolla innumerables oficios antes de ingresar en el servicio diplomático: es decorador del salón de lectura que el diario La Nación abre en París en el número 3 de la rue Edouard III, vendedor de ropa vieja en el rastro, comisionista y exportador entre 1919 y 1922 y, entre otras curiosidades, ejerce como dentista y mecánico dental, profesión que, aparentemente, estudió en la École d’Odontologie de la Universidad de París entre 1917 y 1919.
        Unos de los puntos centrales de reunión de los artistas de Montparnasse —entre los que hay que contar a Lascano, dedicado a la pintura14 y las letras en su departamento-taller del número 14 de la rue Boissonnade, la misma cuadra donde vivía el compositor López Buchardo— fue, durante la segunda década del siglo, el Cafe de la Rotonde. Ubicado en la intersección del Boulevard de Montparnasse con el Boulevard Raspail, La Rotonde estaba dirigida desde 1911 por un afable caballero de enorme bigote, Victor Libion, quien no sólo acogía durante horas a los pintores, escritores y anarquistas que solían poblar sus salones por los diez céntimos de una única taza de café, sino que a veces, incluso, llegaba a ofrecerles un pequeño dinero sin retorno para que solucionaran sus problemas más inmediatos. Entre sus concurrentes más asiduos se podía encontrar junto al Vizconde a Pablo Picasso (sobre todo después de la muerte de Eva Godel, en 1915), Amedeo Modigliani, Jean Cocteau, Marie Vassilieff, Moisés Kisling, Kiki, André Salmon y otros. De Libion se conservan algunos retratos trazados por sus parroquianos y una sola fotografía, donde aparece sentado a una mesa dispuesta en la vereda de su local; lo acompañan una mujer no identificada, Campos, Mario Cádiz y Lascano Tegui.
        El barrio, nuevo núcleo de la comunidad artística de París, había ido desplazando lentamente la preferencia por Montmartre y, a mediados de los años veinte, su elección ya era masiva. El gran período de esplendor se inicia en 1918 y declina velozmente a partir del crack de Wall Street aunque, localmente, el punto de inflexión aparece con el suicidio del pintor Jules Pascin. De acuerdo con algunos testimonios, esta sección de París toleraba un estilo de vida más abierto y provocativo que era mal visto en otros lugares de la capital francesa; al mismo tiempo, se había mantenido un bajo índice de criminalidad en relación con el que presentaba Montmartre, atravesado por la prostitución.
        El deslumbramiento que, podemos imaginar, ocasionó en Lascano Tegui el contacto inicial con Montparnasse sea quizás la causa de un pie extravagante que adornó, algunos años más tarde, su primera columna en francés en el periódico local, Paris-Montparnasse15. “De la naissance du monde”, breve artículo augural de abril de 1929 con el que comienza a historiar las anécdotas y personajes más curiosos del barrio, no solo cuenta con su firma ya reconocida, sino también con el agregado “Né au Quartier en 1908”. Una fecha de nacimiento que no condice con la edad pública del Vizconde y se convierte en gesto de nuevo despertar: menos nacido “en” que nacido “al” barrio, la declaración propone un punto de filiación voluntario. (Más tarde, en carta enviada a Lysandro Galtier, se despedirá: “Reciba mis saludos para Evar Méndez y Nora [sic] Lange, muy especialmente. Y para usted los muy afectuosos de este expatriado voluntario y literario, hoy día escribidor franchute.”16)
        Siempre dispuesto a la tertulia amigable —“La maison d’un artiste, comme son oeuvre, doit être un point de départ” declaró alguna vez17—, Lascano solía abrir las puertas de su hogar a no pocos compañeros de bohemia para agasajarlos con su espléndida cocina. Entusiasta gourmand, su pasión culinaria motivaba las visitas asiduas de Picasso y otros residentes en el barrio. Francisco Luis Bernárdez nos lega esta imagen del Vizconde en París:

        Cuando lo conocí (que fue en La Rotonda, hacia fines de 1926), ya estaba el Vizconde firmemente avecindado en la capital francesa o, para decirlo con entera exactitud, en pleno Montparnasse, puesto que tenía su casa en la rue Boissonnade, callecita que, en las proximidades del café glorioso, une el boulevard Raspail con el que da nombre a todo el barrio. Constaba el cuchitril de un aposento y medio, espacio que resultaba todavía más chico a causa de la multitud de cachivaches que lo atestaban, material pacientemente recogido en el Mercado de las Pulgas (y en parte curioso, cuando no valioso) mucho antes de que su amigo Gómez de la Sierra [sic18] hiciese lo mismo en el Rastro madrileño. Codo a codo en aquella selva de baratijas, Marechal, el pintor Foujita, el Vizconde, su mujer (a quien llamábamos afectuosamente Lapin) y yo, dimos cuenta, cierta vez, de un arroz que no había sido hecho por los ángeles, no señor, sino por el propio dueño de casa, cuya reputación culinaria (reconocida por Picasso, Zadkine y otros ilustres cofrades del Vizconde) era tan firme como la que entre los argentinos entonces residentes en París (Oliverio Girondo, Ricardo Güiraldes, Rafael Crespo, Chicho Piñero, etc.) se había ganado como conocedor de los sitios donde lo que valía diez se podía comprar por cinco, y aun por menos si aquel taumaturgo intervenía personalmente en el trato.19

        La novela de Bougival

        Dos años después de ingresar, por decreto de Marcelo T. de Alvear y Ángel Gallardo de junio de 1923, en el servicio diplomático del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, Lascano Tegui publica su obra maestra, De la elegancia mientras se duerme. Impresa en el taller de Jos. Vermaut en Courtrai, Bélgica, y con el sello de la Editorial Excelsior de París, el texto fue acompañado por unos magníficos grabados en madera de Raúl Monsegur, amigo y fiador de Lascano cuando su admisión en Cancillería. La novela, dedicada a los miembros de “La Púa” —cenáculo de rioplatenses en demorado tránsito por París20—, fue presumiblemente escrita entre 1910 y 1914 y es de una modernidad asombrosa: bajo la forma genérica del diario íntimo, el narrador quiebra la estructura del relato con un espacio narrativo poblado de breves historias autónomas enlazadas hasta la consumación de un crimen que no deja afuera la poética del autor (“¿Y no llegará a ser el libro como un derivativo de esa idea del crimen que desearía cometer? ¿No podría ser cada página un trozo de vidrio diminuto en la sopa cotidiana de mis semejantes?”).
        La forma astillada de la narración se convirtió, ciertamente, en el previsible vidrio fragmentado que muchos contemporáneos no pudieron asimilar. Acusado de inmoral por el tono escabroso de algunos pasajes, Lascano Tegui descubre el lugar privilegiado que las manos ocupan en su imaginería personal. Ascendidas por momentos a fetiche, en ellas se verifica el gesto de lo mínimo que caracteriza la voluptuosidad de su prosa. El perturbador inicio de De la elegancia mientras se duerme, uno de los más notables entre las páginas inaugurales de la novelística argentina, da cuenta del particular interés21:

        El primer día en que confié mi mano a una manicura fue porque iría en la noche al “Moulin Rouge”. La antigua enfermera me recortó los padrastros y esmeriló las uñas. Luego les dio una forma lanceolada y al concluir su tarea las envolvió en barniz. Mis manos no parecían pertenecerme. Las coloqué sobre la mesa, frente al espejo, cambiando de postura y de luz. Tomé una lapicera con esa falta de soltura con que se toman las cosas ante un fotógrafo y escribí.
        Así comencé este libro.
        A la noche fui al “Moulin Rouge” y oí decir en español a una dama que tenía cerca, refiriéndose a mis extremidades:
        —Se ha cuidado las manos como si fuera a cometer un asesinato.

        A diferencia de los primeros libros de poesía, la crítica recibió favorablemente esta novela. Antonio Vallejo la declara vigorosa y “de los mejores nuevos libros que he leído, éste es el menos literario, hecho de hermosas páginas sin oficio, lleno de expresión franca y desparpajo vital”22. A su vez, en una reseña bibliográfica en Nosotros, se puede leer:

        Lascano Tegui descoyunta los acontecimientos, eleva o disminuye la presión arterial que regula el sentimiento y la comprensión, hace tabla rasa de unidades y principios, y, sin embargo, en sus páginas se va revelando con unidad y ritmo, un hombre y su visión del mundo que más cercanamente lo angustia o lo entusiasma.
        El despertar de la sensualidad masculina por ejemplo, nos parece que no puede ser dado más sintética y justamente —de justeza— que como lo da Lazcano [sic]. Y este ejemplo elegido entre muchos que ofrece el libro, afirma la solidez con que está construído. Solidez de lenguaje, de observación, de originalidad.
        No es nueva la manera, sobre todo hoy en día, en las letras universales; pero casi lo era hace diez años cuando ese libro fué escrito.23

        Una apropiación innovadora del género, que depara un sinfín de pequeñas historias y cuadros entre el arco iniciado en el primer párrafo y su convergencia con el crimen gratuito en las últimas páginas, se conjuga con la asistematicidad de los tiempos narrativos pervirtiendo el decurso de la forma tradicional del diario24. La transformación del tiempo en la novela, tiene su correspondencia en las metamorfosis que el narrador despliega en diversos pasajes de oscilación genérica (humano/animal, masculino/femenino), desconocidos hasta entonces en nuestras letras: así, por ejemplo, la percepción humanizada de una cabra alienta una platónica historia de amor y la figura masculina del narrador se confunde en vaporoso travestismo ante la presencia varonil de un pasajero en el compartimento de un tren.
        Publicada en francés en 1928 con traducción y prefacio de Francis de Miomandre, quien se mostraba perplejo ante la originalidad del texto cuya explicación reconocía escapársele25, el título en ese idioma tuvo algunas variaciones antes de decantarse el definitivo con que sería editada: Élégance des temps endormis. Así, por ejemplo, Francis de Miomandre había publicado un avance de su tarea en 1924 bajo el título de De l’élégance pendant le sommeil26 y, al año siguiente, otro anticipo de su traducción con un nuevo título provisorio: De l’élégance pendant qu’on dort27. Probablemente encargada por el autor, la traducción complementaba el marco previsible de la escritura de la novela, historia de un habitante de un pequeño pueblo de Francia, Bougival, que recuerda su pasado en un diario íntimo, donde se ensaya “el consuelo de hablar mal de los otros con uno mismo”.

        La apertura cosmopolita

        En febrero de 1924 apareció en Buenos Aires una nueva revista literaria llamada a nuclear en sus páginas a los más destacados escritores del período. Bajo la égida de Evar Méndez y Samuel Glusberg, Martín Fierro (Segunda época)28 aunaba las expresiones más modernas del ambiente artístico con la sátira política. El grupo inicial, reunido en las confiterías “Richmond”, de la calle Florida, y “La Cosechera”, de Avenida de Mayo, estaba integrado por Conrado Nalé Roxlo, Ernesto Palacio, Pablo Rojas Paz, Luis Franco y Cayetano Córdoba Iturburu, pero no fue sino hasta la revelación de Oliverio Girondo como figura central del proyecto —con la inclusión de su Manifiesto en el cuarto número— que la revista pudo definir su carácter netamente vanguardista y cosmopolita.
        Emilio Lascano Tegui aparece en el suelto “¿Quién es ‘Martín Fierro’?”29 entre el núcleo de colaboradores adherentes al programa de la publicación, acompañado por Enrique Amorim, Luis Cané, Jorge Luis Borges, Pedro Figari, Eduardo González Lanuza, Leopoldo Marechal, René Zapata Quesada y otros. Su paso estuvo signado por la distancia geográfica y el carácter menor de las colaboraciones: unos pocos poemas —entre ellos, uno en francés, “Petit homme…”, que integró junto con el “Sonnet Mysterieux” de Charles de Soussens (firmado en el Hospital Piñero) una breve antología del número 18—, dos breves relatos30, algunos de los jocosos epitafios que sostenían el tono zumbón de la revista y una breve intervención durante la agitada polémica sobre el meridiano intelectual de Hispanoamérica.
        La nota del Vizconde, en clave satírica, despeja el centro de este debate —iniciado a raíz de la publicación del artículo de Guillermo de Torre “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica” en el octavo número de La Gaceta Literaria31— y es definición notable del espíritu generacional de los vanguardistas porteños y, especialmente, de su propio proyecto literario de orden cosmopolita:

        Hace años ya, que una carabela salió de España. La han avistado los aviones de Sacadura Cabral, de Franco y de Pinedo. Se halla en pleno mar, cargada de mercadería hasta el tope. Las velas apenas pueden, por sus dimensiones mezquinas donde luce el monograma de la Compañía de Jesús, empujar hacia nuestro puerto —porque hacia nosotros viene— a la nave de tres puentes. En el puente de más arriba vienen seis cañones de bronce. Y hay tres oradores. En el segundo puente unos graves señores discuten sobre la existencia de Dios; y en el tercer puente unos revolucionarios que escribieron con el dedo en las paredes: ¡Abajo Napoleón! y que son los primeros periodistas de la península, reman como en las galeras de otro tiempo, para dirigir la nave, cuyo timón se perdió. Esta carabela nos trae las últimas novedades literarias de España. Esta carabela rápida es el correo intelectual.
        Los libros españoles ya sabemos que no pueden interesarnos, porque tenemos la mala costumbre de leer en francés, pero esta carabela trae además, un gran cable con aspecto de soga —si se fía a la vista— y que en verdad es el meridiano intelectual hispanoamericano que pasa por Madrid.
        No comprenderán muchos de los lectores lo que por meridiano intelectual se entiende, pero es que la hegemonía de habla española y que ejerce la Castilla desde tiempos atrás, nos obliga a colocar al Sol en mediodía sobre Madrid en cuanto toca a cuestiones intelectuales y es allá, en el Manzanares seco, que debemos ir a beber la pureza de la lengua, la moral de nuestras costumbres, la estética de nuestras artes y el buen gusto, la filosofía y las ciencias. El maestro, el libro, el actor, la pieza de teatro y la aspirina deben venir de Madrid y es justo que —simbólicamente considerado— de allí se nos envíe para tomar contacto un trozo de la soga que sirve de meridiano a la ciudad del oso y del madroño.
        Entretanto, mientras no llegue la carabela, es justo que nosotros, abandonados a las influencias universales que nos asedian, y a la savia que en nuestra latitud, herencia y ambiente bebemos, construyamos una obra nacional, fuerte, bella y sensata. Cuando la carabela venga y los señores que hablan en el tercer [sic por primer] puente y discuten en el segundo y reman en el tercero nos convenzan de la inutilidad de ser honestamente argentinos, capaces de una obra propia, tomamos el meridiano, o el trozo de soga y ya tendremos tiempo de ahorcar nuestra personalidad.
        ¿Pero llegará la carabela?32

        Una amplia adopción de la influencia extranjera para la construcción de la literatura nacional —que, de manera similar, entusiasma también a Enrique González Trillo33, Nicolás Olivari34 y Leopoldo Marechal35— y un incauto fervor por la construcción de un idioma propio, en creciente divergencia con el español peninsular36, actualizan en renovado contexto la tradición de polémicas intelectuales entre españoles y argentinos acerca de la lengua y la creación literaria: la sostenida por Sarmiento a raíz de su propuesta de reforma ortográfica y, en términos más cercanos, la que Juan María Gutiérrez, a comienzos de 1876, sostuvo con Martínez Villergas después de haber rechazado el diploma de miembro correspondiente que le había otorgado la Real Academia Española37.
        Será también en esta línea que Borges inscribirá, años más tarde, su conocido ensayo “El escritor argentino y la tradición”, al afirmar que la expresión argentina debe encontrar su fuente en toda la tradición occidental pues “ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo”.

        Dos libros “extraños”

        Con excepción de una pequeña separata publicada en francés en 1935, Les bannières d’Obligado (Une Revendication Argentine)38, Lascano Tegui no volvió a publicar libro alguno hasta 1936 cuando, de regreso a la Argentina, antes de trasladarse a Venezuela en calidad de Cónsul de tercera clase, dio a la prensa El libro celeste y Álbum de familia, editados por Viau & Zona entre junio y agosto. No deja de llamar la atención este período de silencio editorial —que, en verdad, no era tal si contamos sus continuas colaboraciones en revistas y diarios—, probablemente originado en la imposibilidad de solventar nuevas ediciones con sus ingresos provenientes del estado y la concurrencia del periodismo. Su obra literaria almacenaba para entonces no pocos volúmenes inéditos: en la retiraciones de portadilla de los recientes libros, y bajo la franca leyenda de “Esperando Editor”, Lascano anuncia un tomo de poesías completas —El cactus y la rosa—, tres novelas —Mujeres detrás de un vidrio, Daguerrotipos románticos y Mis queridas se murieron—, dos volúmenes sin título de cuentos cortos, un tomo de ensayo —La Europa y la América contra los Estados Unidos— y una obra teatral —La esposa de Don Juan—.
        El libro celeste, estructurado en numerosos capítulos breves sin numeración, retoma el fragmentado estilo de De la elegancia mientras se duerme pero con un renovado signo que se traslada de la incursión por la tradición francesa al despliegue de una ferviente argentinidad amparada en la dedicatoria tutelar que encabezan Domingo French y Antonio Berutti, “los dos merceros inspirados que el 25 de Mayo de 1810, cerrando las calles adyacentes al Cabildo, sólo dejaron pasar a los criollos perfectos que iban a darnos la libertad”. Este libro no es, por cierto, un simple elogio criollista ni exaltado ejercicio de patriotismo; es un volumen de pulida prosa, mezcla irreductible de autobiografía lírica, pintoresca sátira, análisis sociológico, etimologías provenientes de Isidoro de Sevilla y enciclopedismo medieval, y configura un extraño mundo cuya órbita se centra en la participación de las letras locales en la cultura universal. Presentado como geografía abstracta, bestiario, herbario y lapidario argentinos, la novela del Vizconde —si es que la amplitud de este género moderno puede admitir tan particular composición— reclama la ayuda de la fantasía como camino hacia la felicidad. Sus originales cruces iluminan —en un tono por demás opuesto al de las preocupaciones contemporáneas de Eduardo Mallea o Ezequiel Martínez Estrada— la esencia del ser nacional:

        El animal mayor de la República sería el dragón, pero no existe. Ha sido reemplazado por la estatua ecuestre. Es un animal fabuloso. Es de piedra y de bronce. Recuerda a los héroes de la Independencia que resolvieron a caballo nuestra libertad política. Desde 1810 a 1860 no bajaron del corcel. Las dificultades que les creaba su posición ecuestre les impedían adaptar como cosa suya los principios liberales de Voltaire y Montesquieu, a esa asociación fundamental y que parecía eterna (antes de la invención del vapor) entre el héroe y la bestia, y que no cesó sino con la degeneración del héroe en montonero y en la disminución notable del valor del caballo criollo como elemento civilizador frente al ferrocarril.

        El diagnóstico de los males contemporáneos de la Argentina se entreteje en sus páginas, en difuso recorrido temático de clave contrapuntística, con las analogías más inesperadas provenientes de la imaginación poética del autor. Mezcla de géneros y tradiciones, El libro celeste perpetúa en renovada línea la experimentación híbrida que, noventa años antes, se perfilaba ya en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. Pero es también, y en esencia, ejemplo de la memoria atravesada por el tiempo, los viajes y las lecturas de un espíritu itinerante que titula su libro con el color del barrilete de infancia en atemporal vuelo.
        La otra novela editada en 1936, Álbum de familia con retratos de desconocidos, es un volumen más extenso precedido de un breve prólogo y con un primer episodio narrativo que funciona como marco introductorio de los textos que le siguen. A diferencia de El libro celeste, cuya escritura le habría llevado pocas semanas, esta obra le requirió varios años de labor.
        Colección de biografías imaginarias que muestran la influencia de Marcel Schwob, Álbum de familia se plantea como una extravagante galería escrita por Miguel Bingham, un antiguo inspector de dos compañías de seguro inglesas que, encargado de descubrir mediante la minuciosa investigación genealógica de los muertos en una catástrofe ferroviaria de 1900 una razón actuarial que ajustaría la previsión de siniestros, demora su paciente tarea más de veinte años y, cuando intenta presentar el informe definitivo, halla que las empresas aseguradoras quebraron hace ya largo tiempo y su trabajo es inútil. Sátira del realismo documentalista y de la novela como espejo del mundo, la tarea fútil de Bingham anticipa los devaneos poéticos que Carlos Argentino Daneri, en el célebre cuento de Borges, emprende ante la visión total del aleph:

        Veinte años de pena, de búsquedas ingratas, de tesón, de fe, de soledad moral, de olvido de la realidad, pasaron ante sus ojos desparramando libros, palimpsestos, armoriales, testamentarías, tachando pruebas, rellenando lagunas, fallando, a frío, juicios contradictorios, leyendo gacetas, revisando memorias, moviendo diccionarios, sacudiendo infolios del derecho de costumbre, polvo y polillas. Veinte años de consulta a los correos sin estampilla de los diarios buscando ayuda, pidiendo explicaciones e impulsando a otros tantos archivistas en su mismo camino detrás de la verdad, o de sus aspariencias; veinte años dirigiéndose a los coleccionistas de estampillas para cambiarles, por sellos obliterados que compraba al kilo, la descripción de ciertos sitios geográficos, pidiéndoles precisiones sobre paisajes y panoramas hasta los que no le fuera posible transportarse y que explicaban las actitudes de los héroes que historiaba, y a los que no podía abandonar a los hechos tan sólo. A medida que se alejaba en el tiempo, iba entrando en la fantasía y la leyenda. Sin la parcela de realidad que les echaban encima el medio, el escenario de la tierra, la sombra del campanario, o el puente en ruina de la localidad rural, esos personajes carecían de relieve, y el informe, a fuerza de ser extenso, se achataba como las enumeraciones bíblicas y sus genealogías.39

        El libro celeste tuvo una entusiasta recepción crítica. En nota publicada sin firma en La Nación el 19 de julio de 1936, el cronista da cuenta de “una animación orgánica que llega a la palpitación expresiva”. Más extensa e interesante es aún la reseña conjunta que firma Horacio Rega Molina en las páginas de El Mundo, cuyo cierre acierta al señalar el carácter innovador de estas obras: “El Vizconde de Lascano Tegui ha escrito dos hermosos libros que, para ser ubicados en la producción argentina, requieren un índice no abierto aún”40.
        Norah Lange, durante el banquete con que se celebró en Buenos Aires la aparición de El libro celeste y Album de familia el 10 de septiembre de 1936, ofreció uno de sus ya habituales discursos en el que retrata al Vizconde en una enumeración acelerada de inusitada vitalidad que merece ser citada in extenso:

        En reminiscentes capítulos, allá por el 34, destaqué ciertos fenómenos auditivos, ciertos síntomas sobresalientes en la personalidad caleidoscópica del Vizconde, de este vizconde que nunca se ha quedado en cama, que rehuye la voz sumisa y horizontal de los termómetros, que puede introducirse en la vestimenta de sus numerosos amigos y hasta de sus enemigos; que nunca padeció rezongos puntiagudos en los colmillos; a quien no se le cae la cabellera; que siempre está apurado, que no fuma, que no bebe, pero que practica en todos sus libros una porción de ese delirium tremens que nosotros buscamos, inútilmente, detrás de los roperos, debajo del lecho, en disconformes cornisas. Creí, con esa mesura que propongo combatir esta noche, que entonces ya había dicho casi todo. Hoy, este año, compruebo que sólo os entregué una parte del Vizconde de Lascano Tegui.
        Recuerdo que numeré su rubor frente a conflictos raciales, su ausencia de averías en todas las profesiones, su serenidad ante cualquier emergencia impersonal odontológica; sus delincuencias gastronómicas y alguna otra; sus sistemas de vida tan complicados y notorios, tan austeros, tan humanitarios y sutiles: rifando camisetas con canesú de panal, en Londres; estornudando en el Museo del Lourvre para propalar la conveniencia de desembarazarse de bacilos y propender a su intercambio; deslizándose sobre tacos altos para adquirir una pantorrilla capaz de transformarse en liga espontánea y vitalicia; alimentándose de chocolates cansados para abolir el impuesto a las carnes; vendiendo grillos amaestrados en cajas de fósforos; mojando, con su propio llanto, las trenzas de señoras adictas al metró, a fin de recomendar un secador que nunca halló tiempo ni ánimo para funcionar, hasta que una noche, parado en una esquina, al lado de una corriente de aire, empezó a gritar:
        —¡Señores! Yo no tengo la culpa. ¡Soy demasiado espontáneo y fecundo!
        Entonces, un neurótico que contaba los árboles acompañado de un perro a largo plazo, se acercó a su oído para infligirle estos meditados vocablos:
        —Expone tu cuerpo a las inclemencias de la patria. Acuérdate de San Martín, de las banderas de Obligado.
        Lo demás ha empapado la paciente comprensión del público. Ya comenzábamos a murmurar: “El Vizconde se ha tranquilizado; el vizconde ejercita simulacros de cancillerías, de cordilleras, de insignias patrias”. Pero no. Su Libro celeste, su Album de familia demuestran, súbitamente, la inexactitud de estos proverbios contritos y familiares. Se terminó la calma. Hay que empezar de nuevo.41

        La expresión americana

        Promovido por Agustín P. Justo y Carlos Saavedra Lamas al Consulado de Caracas el 14 de julio de 1936, Lascano Tegui viaja a Venezuela con su esposa, Sofía Simone Zahrli, de origen suizo, y se domicilia en el barrio de Sarría, donde sus tertulias y hospitalarias cenas serán rápidamente famosas. Su figura se difunde por el ambiente intelectual y artístico42 y sus ensayos y colaboraciones literarias hallan prensa receptiva en los principales diarios, El Universal y El Heraldo, entre otras publicaciones del país43 y de la región caribeña.
        La popularidad del cónsul se verá ampliada por sus continuas actividades culturales. A poco tiempo de haberse instalado, recibe un pedido especial del Ministerio de Educación Nacional de Venezuela para dictar un ciclo de veinte conferencias públicas sobre Historia del Arte y emprende, además, la decoración del edificio del consulado, con murales que cubren más de doscientos cincuenta metros cuadrados: en frescos pintados al agua, al óleo y a la cera, ofrece —en movimiento paralelo al que Silvina Ocampo descubría en los poemas de Enumeración de la patria— una colorida descripción de las riquezas y paisajes argentinos. El Universal de Caracas elogia la iniciativa del Vizconde con un artículo del 15 de julio de 1938, publicado en primera página:

        Este gran señor que es don Emilio Lascano Tegui, activo Cónsul de su patria, la bella y rica República Argentina, en Venezuela, es un hombre múltiple. […] Puesto que todo lo hace en artista, concíbese que ni siquiera su misión oficial la pueda desempeñar de otro modo. Y para propaganda de las excelencias de su país, en plástica estadística, ha echado mano de su pincel con la misma propiedad con que empuña la pluma y en las paredes del edificio del Consulado ha plasmado unos cuantos frescos que, exponiendo con deleite, nos informan en poco tiempo de las riquezas de su hermoso país. […] Cualquier otro funcionario semejante nos hubiera citado para endilgarnos una larga y pesada conferencia plena de cifras estadísticas: Lascano Tegui nos brinda sus frescos. Y, por su parte, una vez por todas. Y para todos.

        Otro diario de Caracas ofrece un detalle mayor de las pinturas del Vizconde. Reproducido parcialmente en la revista Nosotros, el artículo describe las tareas del cónsul pintor:

        Los frescos al agua, el óleo y la cera, ejecutados por el señor Cónsul argentino, don Emilio Lascano Tegui, cubren una superficie de 250 metros cuadrados. Un buen esfuerzo pictórico animado por el imperativo de dos fuertes pasiones que guiaron a su autor: el amor al arte y el recuerdo de la tierra querida y lejana.
        Se pueden observar allí varias pinturas que indican vigorosamente el proceso de la evolución argentina: su riqueza vacuna, su riqueza agrícola. El puerto de Buenos Aires y una de sus dársenas. Paisajes de la Patagonia, con su inmensa desolada riqueza. La industria frigorífica. La inmigración, transfusión poderosa de otras razas en la brava raza de los gauchos que dominan la hazaña y la distancia. El desarrollo de la raza holando-argentina de la lechería.
        Es admirable la precisión de estas obras que revelan con una fuerte objetividad plástica los diversos motivos criollo-argentinos, y así, merécenos tanto el pintor como el patriota un sincero aplauso.44

        Sus variados intereses lo llevan también a organizar durante este período dos exposiciones de pintores argentinos, convertirse en asesor de la Cámara Argentino-Venezolana de Comercio y, entre otras actividades, integrar la Junta Directiva del Ateneo de Caracas al frente de la Comisión de Artes Plásticas. Algunos de sus artículos sobre el país anfitrión son reunidos en Venezuela adentro45, publicado en 1940 en la tipografía “La Nación” de Caracas y bajo el sello de “Ediciones de ‘El Universal’”; el volumen inicia en la editorial una serie de estudios venezolanistas y comprende tres extensos ensayos que delimitan geográficamente el tránsito intelectual del Vizconde por las cuestiones locales: Turista en los Llanos, Pescador en Margarita, Golondrina en el Táchira. En múltiple convergencia de viajero, diplomático y poeta, Lascano retrata los paisajes sin dejar de proponer diversas soluciones a los problemas más característicos de cada región.
        Su traslado al consulado de Los Ángeles se decide a fines de octubre de 1940. Parte el 19 de diciembre, no sin antes recibir numerosas muestras de afecto y banquetes de honor, entre los que pueden contarse una cena en los salones del Country Club organizada por la Cámara Argentino-Venezolana de Comercio y una fiesta criolla en su homenaje en el Hato “El Vigía”, de Guárico, el 10 de noviembre.
        La carrera diplomática del Vizconde concluye pocos años más tarde. Su paso por el consulado de Los Angeles finaliza el 2 de mayo de 1944, cuando una resolución del ministerio le solicita que formalice su jubilación en Argentina. De regreso en barco a Buenos Aires, donde debía tramitar su expediente jubilatorio, sufre un percance que sumerge en la incógnita buena parte de su obra: un incendio en el camarote que compartía con su esposa le hace perder los originales de varios libros inéditos que venía a publicar en cumplimiento tardío de una promesa.
        Con excepción de Muchacho de San Telmo (1895), impreso por Guillermo Kraft ese mismo año, todos los demás libros se perdieron. El poemario que rememora su infancia en el barrio porteño logró salvarse porque la edición ya había sido contratada desde Estados Unidos y una copia girada unos meses antes para consulta del ilustrador, Alejandro Sirio. Algunos de los libros perdidos (Daguerrotipos, Mujeres detrás de un vidrio, El círculo de la carroña, Filosofía de mi esqueleto) corresponden a volúmenes ya anunciados en espera de editor en El libro celeste y Album de familia, con algunas leves modificaciones de nombre; de Mis queridas se murieron, novela terminada a comienzos de la década del treinta, se conserva hoy un anticipo de pocos capítulos aparecido en el único número de Imán, la lujosa revista que Elvira de Alvear editó en París con la colaboración —como secretario de redacción— de Alejo Carpentier.46
        Ya en Buenos Aires, el Vizconde cierra su vínculo laboral con el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto e inicia en abril de 1945 un largo ciclo de notas en Patoruzú, la popular revista de historietas de Dante Quinterno, donde mantiene una columna semanal que, por su tono e intereses, podría compararse con la de “Aguafuertes Porteñas” de Roberto Arlt en el diario El Mundo o con las que, mucho tiempo antes y sin mayor regularidad, él mismo había ofrecido en las páginas de La Mañana.
        La reconstrucción nostálgica del pasado, centro emotivo de muchas de estas viñetas, es también el núcleo que —en clave poética— desarrolla en Muchacho de San Telmo (1895). Con lenguaje sencillo, remanso de las inquietudes vanguardistas de antaño, el poemario construye su particular homenaje a un tiempo y un espacio conjugados en el ámbito del recuerdo:

        Yo no hago versos. Escribo
        con tinta color del tiempo,
        el cronicón de la infancia
        de mi barrio con recuerdos
        algo salidos de foco.
        Soy fotógrafo inexperto,
        con las placas desveladas
        y el bromuro, amarillento.
        Son las pruebas de un pasado
        muy pobrecito, por cierto.
        Álbum de fotografías
        borrosas, ojos de ciego,
        que no ven ya para afuera
        y que espían hacia dentro.47

        Sus últimos años en Buenos Aires lo encuentran bastante activo. Hacia mediados de la década del cincuenta prologa Reflejos, de Enver Mehmedagiè48, y participa de las tertulias de “El Mangrullo” en casa del eminente coleccionista Federico Vogelius, donde se reúnen poetas y artistas plásticos de renombre: Ricardo E. Molinari, Santiago Cogorno, Jorge Luis Borges y otros. Un catálogo de la galería de Samuel Jahbes (4 al 18 de noviembre de 1963) nos confirma que, hasta poco antes de su muerte, Lascano Tegui seguía integrando activamente los círculos artísticos de la ciudad; entre las obras expuestas se colgaron vistas de Washington, París, Punta del Este, Boulogne-sur-Mer y Córdoba, una marina de la costa de Santa Bárbara y dos naturalezas muertas.
        Emilio Lascano Tegui falleció a los setenta y nueve años en Buenos Aires, el 13 de abril de 1966. En su casa de Palermo se mantuvo la vigilia del velatorio y sus restos fueron cremados en el cementerio de la Chacarita. En el testamento fechado en Suiza en septiembre de mil novecientos sesenta y cuatro, donde aparece como única heredera forzosa Sofía Simone Zahrli, su esposa en segundas nupcias, Lascano Tegui declara que en una habitación clausurada de un departamento suyo de la calle Paraná al setecientos conserva los originales de varios libros terminados (Mujeres detrás de un novio, Cuando La Plata era señorita, Vía Láctea de polillas, El 32 de diciembre), el manuscrito de sus memorias y centenares de artículos inéditos para la prensa que, hasta el momento, se encuentran perdidos.
        Casi tres décadas después de la desaparición física del Vizconde, sus libros —nunca reeditados con anterioridad— comenzaron a aparecer nuevamente en lengua original y en múltiples traducciones49. Hoy, progresivamente, su legado adquiere una difusión que transmuta en invitación pública el destino privado que el autor, en su breve autobiografía de 1941, “Vita efímera”, asumía como contrapartida natural de su compromiso con la literatura:

        Confieso que continúo escribiendo por pura voluptuosidad. Escribo para mí y mis amigos. No tengo público grueso, ni fama ni premio nacional. No me gusta el “Tongo”. Como periodista que soy sé “cómo se llega”. Conozco a fondo la estrategia literaria y la desprecio. Me da lástima la inocencia de mis contemporáneos y la respeto. Además tengo la pretensión de no repetirme nunca, ni pedir prestado glorias ajenas, de ser siempre virgen, y este narcisismo se paga muy caro. Con la indiferencia de los demás. Pero yo, he dicho que escribo por pura voluptuosidad. Y como una cortesana, en este sentido, he tirado la zapatilla.

        Saludos cordiales,

        Gastón Gallo
        simurg@sion.com

        • Andrés Felipe Escovar says :

          Estimado Gastón:
          Respecto a sus aseveraciones y perspectivas críticas del trabajo de Lazcano Tegui no podemos, digo podemos porque Luis y yo somos los co-editores, poder dialogar ya que no somos los autores del escrito que usted comenta y tampoco somos especialistas en el tema tratado. Es interesante que usted, habiéndose formado con Borges, hable con palabras como «mejorar» un texto o «adulterar» (utilizando este verbo de forma peyorativa) cuando el mismo Borges, parafraseando o… «adulterando» a otros escritores europeos, refiere cómo el libro de la literatura es infinito (o de vocación infinita) y en esa infinitud los valores se pierden respecto a lo que es «correcto» o «incorrecto»; recuerde cómo Borges se dedicó a enaltecer a escritores de lengua inglesa que eran considerados menores o «malos» para poner en evidencia la maleabilidad y la imprecisión que dichas nociones entrañan… aunque, claro, el propio Borges se dedicó a rechazar y aceptar ciertos textos de acuerdo a su canon (esas «contradicciones» son comunes a todos los humanos). No pienso que sea «caradurismo» copiar mal (lo cual podrá discutir con el escritor del texto); acaso, ¿las lecturas críticas deben leerse en una clave que semeje el ejercicio hecho por sacerdotes y doctrinarios de distintas iglesias con respecto a sus libros sagrados? Las lecturas «caraduras» son las que dinamizan los diálogos, si el firmante del escrito lo hubiese copiado a usted con exactitud no se hubiera dado el debate que se ha abierto y usted no nos hubiera insuflado con su valioso aporte. Agradecemos su atención y lo invitamos a seguir participando y, si lo desea, a que nos haga llegar un texto en donde exponga sus puntos además de otros escritos que quiera dar conocer por milinviernos. Nosotros no trabajamos con la presión de una editorial o bajo los dictados de devolver favores. Propuestas como la suya son bienvenidas,
          Un cordial saludo,
          Andrés Felipe Escovar

  2. Enrique Pagella says :

    Hola, soy el autor del texto sobre el que se ha generado la polémica. Recién me entero de ella y recién tomo contacto con los comentarios de Gastón Gallo, cuyo contenido merece una lectura más detenida que la que he podido darle en este momento. No niego haber tomado el material de Wikipedia. Conocía la obra de Lascano Tegui por haberla leído pero no conocía su vida y al toparme con el texto de Wikipedia juzgué que tenía muy buena información pero que no me gustaba cómo estaba redactado en algunas partes. Como usé este texto de Wikipedia usé textos de otras fuentes y los fui redactando y ordenando a la luz de lo que me provocó la lectura de su obra. No tengo en estos momentos el tiempo como para iniciar una polémica para rebatir o admitir los argumentos de Gastón Gallo, quien parece poseer amplísimos conocimientos sobre la obra de Lascano y de la literatura en general. Gastón, te prometo leer toda tu argumentación y dedicar el tiempo que sea necesario para rebatir algunos puntos de tu posición o admitirlos. Supuse en mi buena fe que el material de Wikipedia era de uso libre. Desde ya que admiro el conocimiento que posees. Me fascinó lo que cuentas de la vida de Lascano pero no me gustó como lo escribiste en algún lugar y traté de cambiar ciertos puntos de vista en los que no coincidía con vos. Prometo leer entonces con atención lo que dices y satisfacer tus reclamos. No dudaré en reconocer una equivocación tan grande como la que señalas si en realidad la cometí. Pero dame unos días y volveré a este foro con una respuesta sincera. Soy un escritor sin ambiciones. Me gusta mucho la postura de Lascano con respecto a las ambiciones literarias. y me gusta muchísimo la de Witold Grombowicz. En fin, no negaré que me entristece esta situación. Pero, bueno, te debo una respuesta y yo te daré una respuesta digna y sincera en lo intelectual. Por de pronto te pido disculpas porque no fue mi intención molestarte. De ahora en más miraré el nombre de los autores de las entradas de Wikipedia. No lo hacía y veo que puede llegar a ser problemático. Quiero agregar por último que el texto yo lo subí a mi blog y que Felipe y Luis, después de leerlo me pidieron permiso para subirlo a este portal. Permiso que yo les di. Aclarado el punto me despido para volver. Buenas noches.

    • Gastón Gallo says :

      Estimados Luis, Andrés Felipe, Enrique:
      No vamos a darle a nuestro intercambio un tono de polémica que mi comentario inicial tampoco tuvo intenciones de alcanzar. Que haya lectores de Lascano Tegui, y que además lo sean en el grado de entusiastas difusores de su obra, me parece un hecho que en vez de generar resquemores secundarios debería significar una coincidencia propicia.
      Si llegué a este blog y, en particular, a la nota que aparece firmada, no fue en busca de litigio.
      Cada tanto rastreo por internet nueva información sobre el Vizconde, por si aparece algún dato que desconozca, alguna foto que aún no haya descubierto o alguna nueva traducción de su obra.
      Cuando cargué en Wikipedia el prólogo que había escrito años atrás lo hice con la idea de completar una entrada que carecía de datos; no me tomé mayor trabajo que agregarle un breve párrafo introductorio y, por cierto, no firmé el artículo porque, además de no ser adecuado a ese ambito, a partir de ese momento lentamente sería modificado hasta adoptar una forma más acorde a las necesidades de quienes lo llegaran a consultar, momento en el cual ya no podría considerarme sino un lejano impulsor del texto de referencia. (Hoy, del artículo en la enciclopedia, no quedó más que un párrafo perdido y hasta voló la foto del Vizconde con que decidí ilustrarlo…)
      Por lo demás, la misma mecánica de internet y las facilidades del «copy and paste» me han anticipado parejo anonimato en diversas ocasiones: casi siempre que llego a una página redactada en la última década donde se menciona a Lascano me encuentro con extensas frases de alguna publicación que reconozco a simple vista: o de la solapa que pergeñé para «De la elegancia mientras se duerme», o de un viejo prólogo (escrito con mi amigo Guillermo García) a «Mis queridas se murieron» o del estudio introductorio a «El libro celeste». Si hasta las tuve que reconocer mal que me pese a lo largo del libro «Travieso Vizconde. La sonrisa alada. Vida y obra de Emilio Lascano Tegui», la recortada biografía que publicó la profesora María Eugenia Faué, volumen donde no termina de decidirse entre dirigirme algunos palos (las alusiones son veladas solo para terceros, a mí tan solo se me escapa su motivación) o refritar (en la poca redacción «original» de la autora, pues casi todas las páginas se abultan con textos de Lascano u otros) mis años de investigación y reunión de material original. (Intento redondear: en un artículo de difusión en internet no me parece obligada la mención de fuente a pie de página; en un texto académico, en un libro impreso, disimular la cita para intentar crear el «efecto» de prolongadas labores que otros llevaron a cabo ya me parece una actitud un tanto espuria.)
      En cuanto al texto que aparece con la firma de Enrique Pagella en la página de este blog (no en el blog personal de Enrique, donde lo publica sin su firma), quizás lo único que pueda reconsiderarse es que si en el afán de mejorar el texto se deslizó algún cambio del sentido natural de los hechos, en ese caso mi voto apuntaría a que la información correcta se preserve y, en todo caso, se intente mejorar la redacción.
      Y ya que de información correcta hablamos, va una pequeña primicia -hoy documentada- de la que ya tenía sospechas de veracidad cuando estudié hace más de quince años su legajo personal en Cancillería: Lascano no nació en Argentina, sino en Uruguay.
      Saludos a los tres,

      Gastón

      • Andrés Felipe Escovar says :

        Estimado Gastón:
        Gracias por contestar los comentarios y la primicia que nos has dispensado enriquece aún más esta entrada. Quisiera aclarar que no se ha generado resquemor alguno, tampoco una polémica (si a esta se la entiende como consecuencia de un resquemor), tampoco incomodidad, por el contrario, es grato para nosotros encontrar que se lee lo que publicamos. Quiero precisar que si no aparece firmado el artículo de Enrique en su blog personal es porque todo lo que él publica en dicho lugar se sobreentiende que está escrito por él mientras que milinviernos, al ser una publicación abierta y con distintos colaboradores, debe explicitar a su autor,
        saludos cordiales,
        Andrés Felipe Escovar

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