Hijos de Maro (decimotercer entrega)

Por Enrique Pagella

Continuamos con la novela «Hijos de Maro», oprimiendo en el número correspondiente puedes leer una entrega anterior que te hayas perdido: 1,2,3,4,5,6,7,8,9,10,11,12

Consideraciones preliminares

En primer lugar, me veo en la obligación de corregir un error de tipeo que se ha deslizado en el último párrafo de la entrega anterior.

Donde dice:

«- Ahora debo referirte otra peculiaridad del dios que ha aparecido en la mesnada… dice que es igual a ti.»

Debe leerse:

«- Ahora debo referirte otra peculiaridad del dios que ha aparecido en la mesnada… dicen que es igual a ti.»

Aclarado este percance que deforma el exacto sentido de la frase, informo al lector que hoy cumplimos en publicar lo prometido, la intervención de mi amigo, el prestigioso Neuropsicólogo Oliverio Zacarías.

Espero comprenda el lector la necesidad de dividir en dos la entrega de Oliverio. En la primera nos contará su peculiar historia de vida y en la segunda intentará dar un explicación «científica» de lo que le ocurre a Enrique Pagella. Luego de estás dos entregas continuaremos con la publicación de «Hijos de Maro».

Roberto Ruppi

1

Nací en el seno de una familia rica de Quito, Ecuador, en 1933. Mi madre murió al darme la vida. Mi padre murió cuando yo tenía diez años a causa de una esclerosis múltiple en la médula. Mis abuelos maternos se encargaron entonces de mi crianza pero no por mucho tiempo. Primero murió mi abuelo de un cáncer de hígado y semanas después a mi abuela se le detuvo el corazón mientras dormía. Yo tenía diecisiete años y sólo me quedaba una tía abuela octogenaria – como yo ahora – perdida en un Alzheimer «ligth» que al juez le resultó sumamente simpático y reglamentario, debido a lo cual fue nombrada tutora de mi persona y de los bienes que había heredado. Es decir que a partir de los diecisiete tuve que abrirme paso en la vida solo y cuidar de mi tía abuela.

En 1951 empecé a estudiar Medicina en la Universidad Central de Ecuador, cuyo rector era el médico y maestro Julio Enrique Paredes, quien había dado a la Universidad un impulso extraordinario y dejaba el cargo después de doce años de gestión, sucediéndolo otro prestigioso maestro, jurisconsulto éste, el Dr. Alfredo Pérez Guerrero, quien fue elegido para el período 1951-1955 y luego reelegido por otros dos de cuatro años cada uno. Es decir que tuve la inmensa suerte de estudiar medicina durante un período brillante de la Universidad.

En 1957 me recibí de Neurólogo con diploma de honor y un año después me fui a estudiar Psicología a Harvard, alcanzando la licenciatura en 1962. Al año siguiente me casé con Dorothy Fernández, hija de un pésimo poeta español y una audaz periodista londinense. Ellos ya vivía en New York y como yo había conseguido un puesto como neurólogo en el Booth Memorial Hospital del Ejército de Salvación, rentamos un apartamento en Queens, donde un par de años después también abrí mi propio consultorio. Fueron años extremadamente felices. Dorothy era actriz y cantante y de vez en cuando conseguía algún papel secundario en Broadway, cosa que le bastaba para considerarse dichosa.

Pero siempre la felicidad se asienta sobre latencias trágicas, al menos en mi vida. Pronto supimos que Dorothy no podía quedar encinta. Tenía adenomiosis, una enfermedad del útero que – para decirlo en términos sencillos – lo agranda y endurece, imposibilitándole quedar embarazada. El conocimiento de esta enfermedad minó su espíritu y paulatinamente se alejó del teatro.

En 1969 conseguí un puesto como profesor en la Universidad de California, en San Francisco. Una vez instalados en una hermosa casita que rentamos en el North Beach, comencé a advertir que Dorothy había dejado de ser aquella chica radiante y noble con la que me había casado. Una mañana, mientras desayunábamos, me preguntó si el diagnóstico de adenomiosis era real. Al principio no comprendí la pregunta. Pero cuando insinuó la posibilidad de que yo fuera estéril, supe que me estaba acusando de haber fraguado el diagnóstico junto a los médicos – compañeros de trabajo – que la trataron en el Booth Memorial Hospital. Discutimos arduamente, como nunca lo habíamos hecho, y de resultas decidí realizar un análisis de fertilidad en la Universidad, donde un grupo de investigadores habían logrado importantes avances en la materia. Un mes después tuve en mis manos los resultados que confirmaban la intuición de Dorothy. Yo era absolutamente estéril. Cuando se lo comuniqué, ella ya no escuchó más razones. Su adenomiosis pasó a ser un fraude que yo había pergeñado para ocultar mi infecundidad. No tardó mucho también en pedirme el divorcio. Se había conseguido un amante, un escritor de comedias musicales que le daría trabajo y un hijo. A la semana me abandonó.

Como podrá predecir el lector atento, este hecho no me desmoronó. Ya estaba acostumbrado al abandono y a la lucha solitaria. Pero despertó una parte de mí que desconocía por completo. Comencé a seguirlos y también, cómo negarlo, a dudar del diagnóstico del profesional del Booth Memorial. Temía que Dorothy estuviese en lo cierto y, a la vez, sentía una curiosidad malsana. Espiarlos pasó a ser mi única ocupación nocturna después de la labor diaria en la Universidad. Acopiaba alimentos y bebidas en el Dodge Charger que acababa de comprar y seguía a Dorothy y a su nuevo hombre, Arthur Williams, por la noches de San Francisco. El era un dramaturgo en ciernes y, al parecer, había logrado cierta ascendencia en los ámbitos artísticos de la ciudad. Le ahorraré al lector la descripción de las alocadas noches que atestigüé y de las sensaciones que me provocaba constatar la felicidad de Dorothy. Sólo revelaré que cuando regresaba a casa me servía un whisky y guarecido en mi escritorio sopesaba una y otra vez el diagnóstico y los análisis clínicos que informaban de la adenomiosis, firmados por Joseph Simmel, Jefe de Ginecología y Maternidad del Booth Memorial Hospital, un tipo al que no había tratado mucho pero del que todos hablaban maravillas.

Un sábado de primavera por la mañana los seguí por la calle Market hacia el sur, hasta Union Square, donde los perdí de vista de modo que me detuve en una cafetería para desayunar algo. Estaba pidiendo un café y unas donas cuando Arthur se sentó a mi mesa. Era mucho más apuesto que yo y casi diez años más joven. Me miraba desafiante, en silencio. Decidí beber mi café en paz, sin mezquinarle la mirada. No tenía mucho para decir, excepto que deseaba matarlo. En cambio él me soltó un largo párrafo punitorio y xenófobo – » fucking mexican man» – que culminó en una amenaza: si no dejaba de seguirlos me daría una paliza. Advertí que era justamente lo que quería escuchar y lo invité a salir a la solitaria calle donde se ubicaba la cafetería. Quería enseñarle a ese yanqui la diferencia entre un mexicano y un ecuatoriano. Apenas nos pusimos en guardia noté que no sabía pelear y me bastó un gancho de derecha al hígado y un recto de izquierda al mentón para derribarlo. Con alegría me percaté que aún conservaba la técnica que había adquirido en el gimnasio de la Universidad Central de Ecuador, recuerdo que me distrajo y le permitió darme un golpe en la nunca con un palo que halló vaya a saberse dónde. Atontado en el piso me preparé para soportar una andanada de golpes y puntapiés que nunca llegó porque el cobarde escapó corriendo rumbo a su automóvil que estaba aparcado a unos cincuenta metros con Dorothy al volante. Costosamente me puse de pie, subí a mi Dodge y comencé a perseguirlos ciego de furia. Ahora quería mostrarle a Dorothy qué clase de hombre era él que tenía a su lado. Pero apenas hicimos doscientos metros de marcha a alta velocidad, un camión autobomba de los bomberos, que acudía raudo a un siniestro, los embistió de costado. Tanto Dorothy como Arthur murieron en el acto.

El médico forense, al que conocía de la Universidad, me confirmó que Dorothy estaba embarazada y me dio un abrazo que no me animé a deshacer con la verdad. Esa noche me tomé una botella entera de whisky, sentado a mi escritorio, con la vista fija en el diagnóstico de Joseph Simmel.

Al día siguiente solicité licencia y compré un pasaje en avión a New York. Apenas salí del aeropuerto John F. Kennedy, tomé un taxi rumbo al Booth Memorial Hospital. Debía hablar con Joseph Simmel. En el hospital todos me recibieron con cariño y alegría pero cuando pregunté por Simmel, se impuso un fatigoso silencio. Bart Dempsey, antiguo colega del servicio neurológico, me tomó de un brazo y me alejó del grupo. Así me enteré de que Simmel estaba internado un psiquiátrico bajo un cuadro esquizofrénico que se había empezado a notar, con mayor evidencia, semanas después de que Dorothy y yo nos mudáramos a San Francisco.

La clínica psiquiátrica estaba en el centro de Brooklyn. Mi condición de neurólogo y psicólogo de de Universidad de California me franqueó el paso y pronto estuve frente a él. Al principio no me reconoció pero cuando le mencioné a Dorothy su rostro se iluminó y tuvo un espantoso ataque de risa. Una vez calmado por los enfermeros le pregunté si recordaba el diagnóstico que le había hecho a Dorothy. De inmediato se puso a llorar y a repetir «She asked me to do it, she asked me… I gave her body for diagnosis «. Luego le dio un tremendo cabezazo a uno de los enfermeros y quiso morder al otro. Entendí que mi visita había terminado.

Esa noche la pasé en un hotel de mala muerte sin querer sacar ninguna conclusión. Jamás conocería a la verdad. En la penumbra del cuarto decidí regresar a Ecuador, donde solo me esperaba mi tía abuela, que vivía con su Alzheimer «ligth» en un geriátrico y acababa de cumplir cien años.

2

Apenas regresé a Quito tomé contacto con mis camaradas de la Universidad y meses después, ya en 1970, obtuve la cátedra de Neurología y la jefatura del flamante Servicio de Neurocirugía del Hospital «Eugenio Espejo». Por el momento no quise activar, para decirlo de alguna manera, mi otra faceta profesional. El psicólogo estaba trabajando en un segundo plano, como si supiera que debía resguardarse.

A mi tía abuela la llevé a vivir conmigo y la rodeé de enfermeras, asistentes y médicos que la atendían con devoción. Porque nadie que tratase un poco con ella, no podía menos que adorarla. Se le daba por los chistes y los absurdos y todo le provocaba risa. Hablaba con las paredes, con las flores y con muertos de todos los tiempos. Si permanecía callada, cosa que podía durarle horas, sonreía. Mantenía la mirada perdida vaya a saberse dónde y sonreía.

Tenía treinta y siete años y la vida me daba una nueva oportunidad que no desaproveché. En un lustro logré el prestigio suficiente como para ser considerado el Neurólogo más trascendente del país. Mis clases, mis investigaciones, mis publicaciones, mis diagnósticos, mis cirugías y mi nombre, cosechaban respeto y elogios. Los políticos y los militares se me acercaban para ofrecerme cargos, candidaturas y prebendas que siempre tuve el buen tino de rechazar amablemente.

En el plano profesional mi vida era plena, exitosa, pero en el plano personal estaba suspendida. No digo que me transformé en un misógino pero evité cualquier relación profunda con mujer alguna. No me da vergüenza decir que me aficioné a las prostitutas. Las hacía venir a casa y mi tía abuela las trataba como si siempre fuesen la misma mujer. «¿Cuándo viene tu novia?», me preguntaba a menudo y yo siempre le decía «El viernes» porque ése era el día que le dedicaba al sexo.

En efecto, los viernes, después de la jornada laboral subía a mi Dodge – lo había hecho traer en barco desde San Francisco – y me dirigía a La Mariscal, donde se emplazaba la coqueta mansión de Iris, la madama que proveía, en esa época, las más hermosas y delicadas prostitutas de Quito. Políticos, empresarios, militares, religiosos, periodistas y artistas, todos concurríamos sin temor a ver insatisfechos nuestros deseos. Yo me apasioné por VeróniKa, una checa, y por Kamea, una hawaiana, y con ellas establecí una rutina que mantuve hasta 1988. Es decir que hasta los cincuenta y cinco años le fui fiel a dos deliciosas mujeres dos décadas menores que yo. Alternaba un viernes con cada una. A ambas les pedía lo mismo, que vistieran como señoras elegantes, sin estridencias, y que abandonaran los clichés, mohines y maneras del meretricio, cosa que al principio les costó mucho pero con el tiempo y la confianza cumplieron acabadamente. A mí me placía sobremanera que se comportaran tal cual eran y hasta logré que ejercieran la libertad de decirme cuando no deseaban tener sexo. Cuando eso ocurría hacíamos lo que cualquier pareja hace si sabe que esa noche no habrá sexo. Nos sentábamos frente a los leños crepitantes del hogar si hacía frío o bebíamos whisky con hielo en el parque si hacía calor, siempre acompañados por mi tía abuela y sus delirios. Platicábamos de bueyes perdidos, escuchábamos música y bailábamos o simplemente permanecíamos callados, atentos a los rumores de la noche o a los diálogos que mi tía abuela mantenía con seres invisibles.

En lo profesional sólo puedo decir que mi vida no dejó de ascender en los que se refiere al reconocimiento que cosechaba. Premios de la Academia Nacional de Ciencias, distinciones de la querida Universidad Central; viajes: a EEUU 1973, a la Universidad de California otra vez, donde me nombraron Doctor Honoris Causa, y a la Unión Soviética en 1974, donde obtuve la bendición, por decirlo de alguna manera, del mismísimo Alexandr Romanovich Luria, a quien visité en su casa de Moscú, donde me manifestó su admiración por mis investigaciones publicadas en la prensa científica internacional.

Pero a pesar de mi prestigio creciente, cosa me hubiese permitido ciertas libertades, jamás dejé de atender como neurólogo en el servicio del hospital «Eugenio Espejo». No podía prescindir de ello. Sentía que si optaba sólo por el trabajo académico, cercenaría aquéllo que me había hecho ser quien era. Los días que atendía en el consultorio eran los más agotadores y plenos. Cuando culminaba la fatigosa jornada solía descubrirme en el espejo la hermosa sonrisa de mi tía abuela.

En 1980, coincidiendo con su cumpleaños ciento diez, le surgió la premura por verme casado. Aducía que si bien ella no pensaba morirse aún, tarde o temprano le ocurriría y yo necesitaría una buena mujer al lado. Y para mi sorpresa, puesto que nunca la había visto llorar, cada vez que me asaeteaba con el tema, gruesas lágrimas se le amontonaban en las arrugas de los ojos. Fue por eso, porque no la podía ver así, que le propuse fingir un casamiento a Veronika. Para ello obtuve el concurso de una sacerdote amigo que concurría al burdel de Iris y de una docena de prostitutas que asistieron a mi boda acompañadas por personajes de las altas esferas, empresarios, militares y artistas encumbrados que no tendrían ningún interés en dar publicidad al inusitado evento. La ceremonia se realizó el 12 de enero de 1980 en el parque de mi residencia y creo que fue la noche más feliz de la vida de mi tía abuela, que lucía radiante, ladeada por sus amigos invisibles.

A partir de ese momento, tuve que tomar todos los recaudos necesarios como para no romper la fantasía que había creado para ella. Así fue que convencí a Veronika y a Kamea para que vivieran en casa y se turnaran en el papel de esposa. Esto la hizo muy dichosa y a pesar de lo engorroso de la situación, tanto mis amigas como yo disfrutamos enormemente con el vodevil que representábamos. Muchas veces fallaba la sincronización y mi tía abuela se encontraba con dos mujeres en la cocina o en alguna otra dependencia, después de lo cual, se me acercaba en la silla de ruedas a motor que le había hecho traer de EEUU, y me preguntaba si mi esposa se sentía bien porque esa mañana o esa tarde la veía un tanto extraña.

No tardó también en espolearme con la necesidad que todo hombre tiene de ser padre para lograr la plenitud, olvidándose de que ella jamás se había casado y de los pocos hombres que había frecuentado en su vida. El tema era sumamente sensible para mí. Nadie sabía de mi infertilidad y de los sucesos que culminaron con la muerte de Dorothy. Ni siquiera mis confidentes y amigas Veronika y Kamea lo sabían. Pero como mi tía abuela insitía con vehemencia y sin ahorrarme inopinados berrinches, en 1982 contraté como mucama a Marianela, una bellísima y muy joven prostituta venezolana que acababa de ser madre de un fornido varoncito. La llevé a vivir a casa y le resolví la vida a cambio de que Veronika o Kamea pudieran aparecer ante mi tía abuela con Oliverio hijo entre los brazos.

Eso la colmó de gozo y una tarde de otoño de 1983, mientras dormitábamos con el niño en su cuna frente al hogar, mi tía abuela me dijo que ya estaba preparada para volverse invisible. Recuerdo que tomé su mano y la apreté suavemente, reprimiendo las lágrimas que luego derramé a solas.

No obstante esta declaración, Rigoberta Zacarías, hermana de mi abuelo paterno, vivió cinco años más, hasta los ciento dieciocho años. Aún hoy la extraño y le rindo homenaje diario. Murió una tormentosa noche de agosto de 1988. Antes de expirar me dijo: «Dile a los truenos que no hagan tanto escándalo, nunca me he sentido mejor».

Yo acababa de cumplir cincuenta y cinco años y la muerte de mi tía abuela me vació por completo. De pronto perdí el interés por todo y si bien contaba con todas las herramientas conceptuales para revertir mi dolor y apatía, me hundí más y más en un estado que, mirado desde la lejanía, se parecía mucho a la tonalidad de espíritu de  Meursault , el protagonista de «El extranjero» de Albert Camus, con la diferencia de que no maté a un árabe de un disparo sino a un argentino con un diagnóstico negligente que realicé en mi consultorio del hospital «Eugenio Espejo».

No abrevaré en los detalles del funesto suceso que los curiosos podrán investigar en internet. Sólo diré que asumí penal y económicamente la culpa. Se me prohibió la práctica de la medicina y entre abogados e indemnizaciones perdí mi fortuna y mi casa. Los periodistas se hicieron un festín con mi historia. Sacaron a relucir la «sospechosa» muerte de Dorothy y Arthur y escarbaron hasta dar con el relato parcial y deformado de mis relaciones con prostitutas que les vendió el sacerdote que me había «esposado» con Veronika.

Con la venta de algunas pequeñas propiedades familiares que no se cargaron los abogados – quede claro que les agradezco haberme evitado la cárcel – me fui de Ecuador con Veronika, Kamea, Marianela y Oliverio juniors, recalando en Uruguay, precisamente en Valizas, un pueblito de pescadores y hippies donde monté un restaurant que trabajaba solo en la temporada veraniega. En verdad me sentía acabado. Nada de lo que hacía me tenía por beneficiario directo. Todo lo hacía por mis amigas y por el niño, y además extrañaba dolorosa e inevitablemente a mi tía abuela.

Pero como volverá a intuir el lector atento, tampoco me desmoroné por completo esta vez. Porque en 1989, mis chicas me convencieron de que no podía abandonarme y que si bien me habían inhabilitado para ejercer la medicina, no lo habían hecho para desempeñarme como psicólogo. Así fue que me trasladé a Buenos Aires, establecí contactos, revalidé títulos y ya en 1990 abrí mi consultorio en la capital sudamericana del psicoanálisis. Paralelamente comencé a escribir el libro que me devolvió el prestigio perdido: «El médico que confundió a su paciente con un cadáver», que fue publicado porAmorrortu Editores en 1993 y de inmediato se transformó en un éxito de ventas que trascendió las fronteras de los lectores especializados y de Argentina.

En 1994 fui invitado a presentar la tercera edición de mi obra en la Feria del Libro de la Ciudad de Buenos Aires. Allí conocí a Roberto Ruppi. Interrumpió mi conferencia con una careta del por aquel entonces presidente de Argentina, Carlos Saúl Menem, y con lucidez y desenfado destruyó cada uno de los conceptos que yo había expuesto. Siempre me recuerda la golpiza que le propiné después de seguirlo por las calles de la aristocrática Recoleta.

Vaya paradoja, así nació nuestra gran amistad y así llegó a mi consultorio de «Villa Freud», como le llaman los porteños al barrio de Palermo, su joven pupilo, estudiante de Psicología en la Universidad de Buenos Aires, me refiero a Enrique Pagella, autor de la novela que mi relato ha interrumpido hoy.

Oliverio Zacarías

 

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2 Responses to “Hijos de Maro (decimotercer entrega)”

  1. Humberto says :

    Me gusta esa mezcla de realidad y ficción. Lo más importante es que todos los datos, son de una rigurosidad sorprendente. Hasta llegué a sentirme identificado en algún momento, ya que soy Dr. en Nuropsicología.
    No será o habrá sido alumno mío ese Enrique, me pareció verlo en la sede Independencia o Yrigoyen, no lo recuerdo.
    Un abrazo.
    HD

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