Cuando llovió gente

Cordwainer Smith ha sido uno de los escritores de Ciencia Ficción más respetados de los últimos tiempos. Su carrera como especialista en guerra psicológica y sus trabajos para el estado norteamericano, han entrado a formar parte de ese gran mito. Aún en el mundo hispanoparlante no es conocido de manera profunda, salvo por los aportes que ha hecho el ensayista Pablo Capanna. A continuación, un relato de Smith, extraido de «Los señores de la instrumentalidad I»:

—¿Imagina usted una lluvia de gente en una niebla ácida? ¿Se figura miles y miles de cuerpos humanos, sin armas, acorralando a los monstruos invencibles? ¿Puede usted…?
—Mire… —empezó el reportero.
—¡No me interrumpa! Usted hace preguntas tontas. Le digo que yo vi al Goonhogo. Vi cómo tomaba Venus. ¡Pregúnteme sobre eso!


El reportero había llamado para escribir un artículo con los recuerdos de un anciano sobre tiempos pasados. No esperaba que Dobyns Bennett reaccionara así.
Dobyns Bennett aprovechó la ventaja psicológica que había obtenido al tomar la iniciativa.
—¿Imagina a los showhices con sus paracaídas, muchos de ellos muertos, cayendo de un cielo verde? ¿Se figura a las madres gritando mientras caían? ¿Imagina a la gente lloviendo sobre esos pobres monstruos indefensos?
Tímidamente, el reportero preguntó qué eran los showhices.
—Niños, en chino antiguo —explicó Dobyns Bennett—. Vi el estallido y la muerte de la última de las naciones, y usted quiere preguntarme sobre modas y otras sandeces. La historia real nunca llega a los libros. Resulta demasiado desconcertante. Supongo que usted quiere preguntarme qué pienso de los nuevos pantalones rayados para mujeres.
—No —dijo el reportero, ruborizándose. Tenía esa pregunta en su libreta, y le disgustaba sonrojarse.
—¿Sabe qué hizo el Goonhogo?
—¿Qué? —preguntó el reportero, esforzándose por recordar qué cuernos era un Goonhogo.
—Tomó Venus —respondió el viejo con más calma.
—¿De veras? —dijo cautamente el reportero.
—¡Ya lo creo que sí! —replicó agresivamente Dobyns Bennett.
—¿Usted estuvo allí? —preguntó el reportero.
—Ya lo creo que estuve presente cuando el Goonhogo tomó Venus —respondió el viejo—. Estuve allí, y fue lo más impresionante que he visto jamás. Usted sabe quién soy. He visto más mundos de los que puede usted contar, muchacho, pero esa lluvia de nondies, needies y showhices fue el espectáculo más estremecedor que ha presenciado un hombre. En el suelo estaban los londies, como habían estado siempre…
El reportero le interrumpió. Era como si Bennett hablara otro idioma. Todo esto había ocurrido trescientos años atrás. La misión del reportero era obtener una opinión y redactarla en un lenguaje comprensible para el presente.
—¿Puede comenzar por el principio de la historia? —pidió respetuosamente.
—Claro que sí. Todo empezó cuando me casé con Terza. Terza era la muchacha más bonita que usted haya visto. Era hija de los Vomact, una gran familia de observadores, y su padre era un hombre muy importante. Yo tenía treinta y dos años, y cuando un hombre llega a esa edad cree que es bastante viejo. Pero yo no era viejo, solamente lo creía, y él quería que yo me casara con Terza porque era una muchacha tan complicada que necesitaba la ayuda de un hombre. En la Tierra el tribunal la había considerado inestable, y la Instrumentalidad había ordenado que permaneciera al cuidado de su padre hasta que se casara con un hombre capaz de brindarle custodia y autoridad. Supongo que todo eso le parecerá anticuado, joven…
El reportero le volvió a interrumpir.
—Lo lamento, anciano —dijo—. Sé que usted tiene más de cuatrocientos años y que es la única persona que recuerda la época en que el Goonhogo tomó Venus. El Goonhogo era un gobierno, ¿verdad?
—Eso lo saben todos —ladró el hombre—. El Goonhogo era una especie de gobierno chino separado. Diecisiete mil millones de chinos estaban apiñados en una pequeña región de la Tierra. La mayoría hablaban inglés como usted y yo, pero también hablaban su propio idioma, con esas extrañas palabras que nos han quedado. Aún no se habían mezclado con otros pueblos. Fue entonces cuando el Waywonjong en persona promulgó la orden y empezó a llover gente. Caían del cielo. Nunca se había visto nada semejante…
El reportero tuvo que interrumpirle una y otra vez para entender mejor la historia. El viejo insistía en usar términos arcaicos que ya nadie podía entender sin una explicación. Pero tenía una memoria excelente y una gran lucidez para las descripciones.
El joven Dobyns Bennett no había permanecido mucho tiempo en la «Zona Experimental A» cuando cayó en la cuenta de que Terza Vomact era la mujer más bella que había visto. A los catorce años era totalmente madura. Algunos miembros de la familia Vomact se desarrollaban así. Quizá se debía al hecho de tener antepasados no registrados e ilegales, siglos atrás en el pasado. Incluso se rumoreaba que tenían misteriosas conexiones con el mundo perdido de la época de las naciones, cuando la gente aún podía contabilizar los años.
Se enamoró de ella y se sintió como un tonto.
Era tan bella que costaba recordar que era la hija del observador Vomact. El observador era un hombre poderoso.
A veces las historias románticas se desarrollan deprisa, y así ocurrió con Dobyns Bennett, pues el observador Vomact llamó al joven y le dijo:
—Me gustaría que te casaras con mi hija Terza, pero no sé si ella te aceptará. Si logras conquistarla, muchacho, cuentas con mis bendiciones.
Dobyns desconfió. Preguntó extrañado por qué un decano de los observadores estaba dispuesto a aceptar a un técnico joven. El observador sonrió.
—Soy mucho mayor que tú —dijo—, aunque con la aparición de esta nueva droga, la santaclara, que quizá permita vivir cientos de años, dirán que desaparecí en la flor de la edad si llego a los ciento veinte. Tú podrás vivir cuatrocientos o quinientos años. Pero sé que está llegando mi hora. Mi esposa murió hace mucho y no tenemos más hijos. Sé que Terza necesita un padre; el psicólogo diagnosticó que era inestable. ¿Por qué no la llevas fuera de la Zona? En cualquier momento puedes conseguir un pase para el domo. Puedes salir a jugar con los londies.
Dobyns Bennett se sintió casi tan insultado como si alguien le hubiera dado un cubilete para ir a jugar en el arenal. Pero comprendía que los elementos del juego congeniaban con los del cortejo, y que el viejo tenía buenas intenciones.
El día en que todo ocurrió, Terza y él estaban fuera del domo. Habían estado empujando londies.
Los londies no resultaban peligrosos a menos que uno los matara. La gente podía tumbarlos, empujarlos o amarrarlos; al cabo de un rato se zafaban y continuaban sus actividades. Había que ser un ecólogo muy especial para averiguar cuáles eran esas actividades. Tenían noventa centímetros de diámetro y flotaban a dos metros por encima de la superficie de Venus, comiendo sustancias microscópicas. Durante mucho tiempo la gente creyó que se alimentaban de radiación. Se multiplicaban a velocidades asombrosas. Empujarlos era una diversión tonta, pero no había otra cosa que hacer.
Nunca reaccionaban de forma inteligente.
Una vez, hacía mucho tiempo, habían llevado un londie al laboratorio con propósitos experimentales. La criatura había redactado un claro mensaje con la máquina de escribir: «¿Por qué no volvéis a la Tierra y nos dejáis en paz? Nosotros estamos bien».
Era el único mensaje que les habían sonsacado en trescientos años. La conclusión del laboratorio fue que tenían una inteligencia muy elevada cuando se decidían a usarla, pero que su mecanismo volitivo era tan profundamente distinto de la psicología humana que resultaba imposible obligar a un londie a reaccionar ante el estrés como la gente de la Tierra.
El nombre londie era una vieja palabra china. Significaba «antiguo». Como los chinos habían sido los primeros colonos de Venus bajo las órdenes del Waywonjong, su Comandante Supremo, el término se popularizó.
Dobyns y Terza empujaron londies, subieron a las lomas y miraron hacia los valles donde era imposible distinguir un río de un pantano. Se mojaron bastante, se les atascaron los conversores de aire, la transpiración les provocó cosquilleo y picazón en las mejillas. Como no podían comer ni beber estando en el exterior —al menos no era seguro hacerlo—, no se podía decir que la excursión fuera un picnic. En cierto modo resultaba refrescante jugar como un niño con una bonita muchacha—niña. Pero Dobyns se hartó.
Terza intuyó esa reacción. Rápida como un animal perceptivo, se enfadó.
—¡No tenías por qué salir conmigo! —le espetó con petulancia.
—Quería hacerlo —respondió Dobyns—, pero ahora estoy cansado y preferiría volver.
—Si decides tratarme como a una niña, de acuerdo, juega conmigo. Si prefieres considerarme una mujer, compórtate como un caballero. Pero no vaciles constantemente. En cuanto me siento feliz actúas con la condescendencia de un hombre maduro. No me agrada.
—Tu padre… —empezó él, comprendiendo de inmediato que cometía un error.
—Mi padre esto, mi padre aquello. Si quieres casarte conmigo, hazlo por ti mismo.
Ella le dirigió una aguda mirada, le sacó la lengua, echó a correr sobre una duna y desapareció.
Dobyns Bennett quedó desconcertado. No sabía qué hacer. Ella no corría peligro. Los londies nunca atacaban a nadie. Decidió darle una lección y regresar a la Zona. Que se las ingeniara ella sola para volver. El equipo de rastreo la encontraría sin dificultad si se perdía de veras.
Dobyns emprendió el regreso.
Cuando vio las puertas cerradas y las luces de emergencia encendidas, comprendió que había cometido el mayor error de su vida. Abatido, corrió los últimos metros y golpeó el portón de cerámica con las manos desnudas hasta que lo abrieron apenas para dejarlo entrar.
—¿Qué ocurre? —preguntó al guardia.
El guardia masculló algo que Dobyns no entendió.
—¡Habla en voz alta! —gritó Dobyns—. ¿Qué sucede?
—El Goonhogo regresará y ocupará el planeta.
—Imposible —dijo Dobyns—. No podrían… —Se interrumpió. ¿O sí podrían?
—El Goonhogo ocupará el planeta —insistió el guardia—. Se lo han cedido. Las autoridades terráqueas han votado por ello. El Waywonjong decidió enviar a sus tropas. Y las enviará.
—¿Para qué quieren Venus los chinos? No puedes matar a un londie sin contaminar mil acres de tierra. No puedes empujarlos sin que regresen. No puedes ahuyentarlos a manotazos. Nadie puede vivir aquí hasta que resolvamos el problema de los londies. Y todavía nos falta mucho para resolverlo —dijo Dobyns con furioso desconcierto.
El guardia meneó la cabeza.
—Yo no sé nada, sólo lo que oí en la radio. Todos los demás también están inquietos.
Una hora después empezó la lluvia de gente. Dobyns subió a la sala de radar y miró el cielo. El operador tamborileaba en el escritorio con los dedos.
—No se ha visto nada igual en mil años —dijo—. ¿Sabes qué hay allá arriba? Naves de guerra, aquellas naves de guerra que quedaron de la última guerra sucia. Yo sabía que los chinos estaban dentro. Todos lo sabían. Era como un museo. Ahora no tienen armas. ¡Pero hay millones de personas colgando sobre Venus, y no sé qué piensan hacer!
Señaló una pantalla.
—Mira, ahí están agolpados. Una nave detrás de otra, formando un cúmulo. Nunca había visto una imagen así en un radar.
Dobyns miró la pantalla. Estaba, como decía el operador, llena de blips.
—¿Qué es esa mancha lechosa a la izquierda? —preguntó otro técnico—. Es como… una lluvia. Algo está cayendo de esos puntos. Es imposible. No se puede distinguir una lluvia mediante radar.
El operador de radar miró la pantalla.
—No me preguntes, yo tampoco sé lo que es. Tendréis que averiguarlo. Veamos qué ocurre.
El observador Vomact entró en la sala. Echó una rápida y experta mirada a las pantallas.
—Quizá sea lo más extraño que veamos en la vida, pero tengo la sensación de que están tirando personas. Miles, cientos de miles, quizá millones. Está lloviendo gente. Vosotros dos, venid conmigo. Iremos a ver. Tal vez alguien necesite ayuda.
A Dobyns le remordía la conciencia. Quería contar a Vomact que había dejado a Terza fuera, pero no se atrevía: no sólo porque estaba avergonzado de haberla dejado allá, sino porque no quería ser inoportuno. Ahora se decidió a hablar.
—Su hija aún está en el exterior.
Vomact se volvió hacia él con solemnidad. Los inmensos ojos brillaban fríos y amenazadores, pero la suave voz era serena.
—Búscala. —Y el observador añadió, en un tono que estremeció a Dobyns—: Todo irá bien si la traes de vuelta.
Dobyns asintió como si hubiera recibido una orden.
—Yo también saldré —dijo Vomact— para ver qué puedo hacer, pero tú te encargarás de buscar a mi hija.
Bajaron, se pusieron los conversores de larga duración, recogieron el equipo topográfico miniaturizado para orientarse en la niebla y salieron. Cuando pasaban por la puerta, el guardia les salió al paso.
—Un momento, excelencia. Tengo un mensaje telefónico. Por favor, llame a Control.
Si llamaban al observador Vomact, era por algo serio, y él lo sabía. Recogió el aparato y habló con voz áspera.
El operador de radar apareció en la pantalla telefónica de la pared del guardia.
—Están arriba, señor.
—¿Quiénes están arriba?
—Los chinos. Ahora están bajando. No sé cuántos son. Debe de haber dos mil naves de guerra por encima de nosotros, y millares más sobrevuelan el resto de Venus. Están bajando. Si quiere ver cómo aterrizan, señor, será mejor que salga pronto.
Vomact y Dobyns salieron.
Los chinos bajaban. Una lluvia de gente se cernía desde las lechosas nubes. Miles y miles de ellos, con paracaídas de plástico que parecían burbujas.
Dobyns y Vomact vieron bajar un hombre sin cabeza. Las cuerdas del paracaídas lo habían decapitado.
Una mujer cayó cerca de ellos. La caída le había arrancado el tubo respiratorio de la garganta toscamente vendada, y la mujer se ahogaba en su propia sangre. Se tambaleó hacia ellos, intentó hablar pero sólo soltó un espumarajo de sangre y gemidos sofocados, y al fin cayó de bruces en el lodo.
Cayeron dos niños. El viento había desviado al adulto que los acompañaba. Vomact corrió a recogerlos y se los dio a un chino que acababa de aterrizar. El hombre miró a los niños, fijó en Vomact una mirada desdeñosamente inquisitiva, dejó los niños en el frío cieno de Venus, les echó una ojeada impersonal y echó a correr hacia otro lado.
Vomact indicó a Bennett que recogiera a los niños.
—Vamos —dijo—, sigamos buscando. No podemos encargarnos de todos ellos.
El mundo sabía que los chinos tenían muchas costumbres imprevisibles, pero no sospechaba que podían llover nondies, needies y showhices de un cielo ponzoñoso. Sólo el Goonhogo podría haber usado vidas humanas con tal indiferencia. Los nondies eran los hombres, las needies eran las mujeres, los showhices eran los niños. Y el nombre Goonhogo constituía un resabio de los antiguos días de las naciones. Significaba República, Estado o Gobierno. En cualquier caso, era la organización que gobernaba a los chinos al estilo chino, bajo la Autoridad de la Tierra. Y el Comandante del Goonhogo era el Waywonjong.
El Waywonjong no fue al planeta Venus. Sólo envió a sus tropas. Las envió flotando hacia Venus, para dominar la ecología venusiana con la única arma que podía hacer factible la colonización de ese planeta: la gente misma. Los brazos humanos podían hacerse cargo de los londies las criaturas a quienes los primeros exploradores chinos de Venus habían llamado «antiguos».
Había que reunir a los londies con suavidad, para que no murieran, pues si morían contaminarían mil acres. Había que valerse de cuerpos y brazos humanos para arrearlos a un gigantesco cercado viviente.
El observador Vomact echó a correr.
Un chino herido llegó al suelo y su paracaídas se derrumbó detrás de él. Vestía pantalones cortos, llevaba un cuchillo en el cinturón y una cantimplora colgando de la cintura. Tenía un conversor de aire cerca de la oreja, con un tubo inserto en la garganta. Farfulló algo y se alejó cojeando.
La gente seguía descendiendo alrededor de Vomact y Dobyns Bennett.
Los paracaídas desechables estallaban como burbujas en el aire brumoso, un instante después de tocar el suelo. Alguien había sabido aprovechar las consecuencias químicas de la electricidad estática.
Y el aire estaba atestado de gente. Una vez, algo tumbó a Vomact. Descubrió sorprendido que eran dos niños chinos amarrados entre sí.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Dobyns—. ¿Adónde vais? ¿Tenéis jefes?
Le respondían con gritos ininteligibles. Aquí y allá alguien gritaba en inglés: «¡Por aquí!», o «¡Dejadnos en paz!», o «Adelante…».
Pero eso era todo.
El experimento dio resultado.
En un solo día llovieron ochenta y dos millones de personas.
Al cabo de varias horas que le parecieron una eternidad, Dobyns encontró a Terza en un rincón de aquel frío infierno. Aunque Venus era cálido, el sufrimiento de esos chinos semidesnudos le había helado la sangre.
Terza corrió hacia él.
No podía hablar.
Le apoyó la cabeza en el hombro y lloró. Al fin, logró balbucir:
—¡He intentado ayudarlos, pero son demasiados, demasiados, demasiados!
Terminó la frase en un grito agudo.
Dobyns la condujo de vuelta a la Zona Experimental.
No tuvieron que hablar. El cuerpo de Terza le decía que necesitaba el amor y la presencia de Dobyns, y que había escogido un destino común para ambos en la vida.
Cuando dejaron la zona de descenso, que en apariencia abarcaba casi todo Venus, la situación empezó a aclararse. Los chinos se pusieron a arrear a los londies.
Terza lo besó en silencio cuando el guardia los dejó entrar. No era preciso que dijera nada. Luego fue a su cuarto.
Al día siguiente, la gente de la «Zona Experimental A» intentó averiguar si podía salir a echar una mano a los colonos. Pero cualquier ayuda resultaba imposible; eran demasiados. Millones de personas se desparramaban por las colinas y valles de Venus, abriéndose paso trabajosamente en el lodo y el agua, aplastando el cieno y las plantas del extraño planeta. No sabían qué comer. No sabían adonde ir. No tenían jefes.
Sólo tenían la orden de reunir a los londies en grandes rebaños y acorralarlos con los brazos.
Los londies no se resistieron.
Al cabo de varios días terráqueos, el Goonhogo envió vehículos exploradores. En esta oleada llegaban chinos muy diferentes: hombres uniformados, educados, crueles y orgullosos. Sabían lo que hacían. Y estaban dispuestos a sacrificar a su pueblo para hacerlo.
Traían instrucciones. Reunieron a sus tropas en grupos. No importaba de qué parte de la Tierra vinieran los nondies y las needies; no importaba si encontraban a sus propios showhices o los ajenos. Les indicaron qué hacer y los pusieron a trabajar. Los cuerpos humanos lograron lo que no habrían conseguido las máquinas: mantuvieron a los londies acorralados hasta que la última criatura murió de hambre.
Milagrosamente brotaron arrozales.
El observador Vomact no podía creerlo. Los bioquímicos del Goonhogo se las habían ingeniado para adaptar el arroz al suelo de Venus. Las semillas venían embaladas dentro de los vehículos exploradores. Personas sollozantes caminaban entre los cadáveres de sus seres queridos para sembrarlas.
Las bacterias venusianas no mataban a los seres humanos, ni los descomponían después de la muerte, pero resolvieron el problema.
Inmensos trineos llevaron a los hombres, mujeres y niños muertos —los que habían caído mal, los que se habían ahogado, los que habían sido pisoteados por la multitud— a un destino secreto. Dobyns sospechó que usarían ese material para abonar el suelo venusiano con desechos orgánicos terráqueos, pero no se lo contó a Terza.
El trabajo continuaba.
Los nondies y las needies trabajaban por turnos. Cuando caía la oscuridad, trabajaban a ciegas, manteniéndose en línea a tientas o a voces. Capataces recién adiestrados ladraban órdenes. Los obreros formaban hileras tocándose los dedos. El trabajo continuaba.
—Una gran historia —concluyó el viejo—. Ochenta y dos millones de personas en un solo día. Luego oí decir que el Waywonjong había declarado que no habría importado que murieran setenta millones. Doce millones de supervivientes habrían bastado para que el Goonhogo tuviera su cabeza de puente en el espacio. Los chinos se quedaron con Venus.
»Pero nunca olvidaré a los nondies, las needies y los showhices que caían del cielo; hombres, mujeres y niños con sus pobres caras de chinos asustados. El extraño aire venusiano les daba un color verde en vez de bronceado. Caían por todas partes.
»¿Sabe usted una cosa, jovencito? —dijo Dobyns Bennett, que se acercaba al quinto siglo de edad.
—¿Qué? —preguntó el reportero.
—En ningún mundo volverán a ocurrir cosas así. Porque ahora, a fin de cuentas, no existe ningún Goonhogo. Hay una sola Instrumentalidad, y no le importa cuáles fueron los afanes del hombre en el pasado. Los días que yo viví fueron los más duros, la época en que los hombres trataban de hacer las cosas.
Dobyns pareció adormilarse, pero se despabiló de pronto y dijo:
—El cielo estaba lleno de gente. Caía como agua. Caía como lluvia. He visto esas horrendas hormigas africanas, y no hay nada más aterrador entre las estrellas. Le aseguro que son peores que cualquier cosa que haya en el universo. He visto los mundos locos cerca de Alfa Centauro, pero jamás he presenciado algo parecido a la vez que llovió gente en Venus. Más de ochenta y dos mil millones en un día, y mi pequeña Terza perdida entre ellos.
»Pero el arroz creció. Y los londies murieron entre cercos de brazos humanos. Cercos de gente, con voluntarios que se apresuraban a reemplazar a los caídos.
»Todavía eran gente, aunque gritaran en la oscuridad. Trataban de ayudarse unos a otros mientras libraban una batalla que se tenía que ganar sin violencia. Aún eran gente. Y vencieron. Era uña locura imposible, pero vencieron. Simples seres humanos lograron algo que las máquinas y la ciencia habrían tardado un milenio en lograr…
»Lo más raro de todo fue la primera casa que vi construir a un nondie, bajo la lluvia de Venus. Estaba allí, con Vomact y la pálida y triste Terza. Era una vivienda improvisada, fabricada con retorcida madera venusiana. Allí estaba. Él la había construido, un nondie chino semidesnudo y sonriente. Fuimos a la puerta y le pregunté en inglés:
»”Qué construyes aquí, un refugio o un hospital?”
»El chino sonrió.
»”No. Casa de juegos”.
»”¿Juegos?» —exclamó el incrédulo Vomact.
»”Claro —explicó el nondie—. El juego es lo primero que necesita un hombre en un lugar extraño. Le quita las preocupaciones del alma”.
—¿Eso es todo? —dijo el reportero.
Dobyns Bennett masculló que el aspecto personal no importaba.
—Quizá vengan los hijos de los hijos de los hijos de los hijos de mis hijos. Cuente usted las generaciones. Sus caras le explicarán por qué me casé con una Vomact. Terza vio lo que sucedió. Vio cómo la gente construía mundos. Éste era el modo más difícil de llevarlo a cabo. Nunca olvidó la noche en que los bebés chinos muertos yacían en el lodo penumbroso, ni las cuerdas de los paracaídas disolviéndose lentamente. Oyó el llanto de las needies mientras los nondies impotentes las consolaban y las llevaban a ninguna parte. Recordaba a los pulcros y crueles oficiales saliendo de los vehículos exploradores. Vio cómo crecía el arroz, y cómo el Goonhogo transformaba Venus en un lugar chino.
—¿Qué le ocurrió a usted, personalmente? —preguntó el reportero.
—Nada importante. Nosotros no teníamos nada más que hacer, así que cerramos la «Zona Experimental A». Me casé con Terza.
»Tiempo después, cuando le dije que no era una muchacha tan mala, ella admitió que yo tenía razón. La noche en que llovió gente habría puesto a prueba el alma de cualquiera, y ella había pasado la prueba. Terza solía decirme: «Lo vi una vez. Vi llover gente, y no quiero ver sufrir a nadie nunca más. Quédate conmigo, Dobyns, quédate conmigo para siempre».
»No fue para siempre —añadió Dobyns Bennett—, pero disfrutamos de trescientos años dulces y felices. Ella murió después de nuestro cuarto aniversario de diamante. ¿No le parece maravilloso, joven?
El reportero asintió. Pero cuando llevó el artículo al Jefe de Redacción, le dijo que lo guardara en los archivos. No era una historia divertida. Ya nadie sabría apreciarla.

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2 Responses to “Cuando llovió gente”

  1. f. says :

    de quién es la traducción?

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