Hijos de Maro (Onceava entrega)

Por Enrique Pagella

Esta es la undécima entrega de la novela «Hijos de Maro». Oprimiendo en los números correspondientes, podrás leer entregas anteriores: 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1

 

El Necesario hacía sigilo cada vez y con una mirada menudamente secuaz me invitaba a examinar a esos seres insólitos que, enhiestos sobre el centelleo de las dunas mayores, parecían contemplarnos envueltos en un vaporoso reverbero que hacía trepidar sus contornos.

– Hace no muchas lunas que afloran donde menos se los espera – decía entonces el Necesario -; al principio intentamos pugnarlos pero resultaba como darle tajos al céfiro y ellos, en lugar de contraponer sus defensas, se restringían a platicarnos en una lengua impenetrable que nuestros cicerones no han logrado desentrañar. Pero no sólo se nos aparecen a nosotros. Sabemos de otros pueblos que ante sus manifestaciones hincan las rodillas en tierra y les rinden pleitesía y holocaustos de animales. Les llaman dioses y les atribuyen el poder de haberlo creado todo a partir de la nada de sus deseos. Creen que desatan la furia de las estrellas y otros tantos portentos. Nosotros hemos dejado de procurarles importancia. He estado a pasos de ellos y les he inquirido todo lo que suele preguntársele a un exótico: quiénes son, de dónde vienen, qué desean. Pero ellos sólo se limitan a parlotear en su jerigonza y hasta imploran y sollozan. Ningún ser poderoso puede sobrellevarse de esa manera. Cómo habrían de crear todo lo existente si ni siquiera se molestan cuando los guerreros enardecidos por el vino, la tímida flor y la paz, se mofan de ellos y los orinan. Olvídalos, ya se disolverán con el viento, que no más que éso son, viento coloreado.

Dichas esta palabras el Necesario volvía la mirada cada vez hacia mí y retomaba el relato de la batalla con las Iotas.

– Siempre llevábamos harapos pringados y fuego imperecedero – me decía señalando el arquita -, presiónala contra la palma de la mano con el índice y el mayor… – así lo hacía yo, sin titubear -… grácil, muy grácil– él decía amanerando el tono-, ahora violenta el orillo carmesí con el pulgar.

Un menudo resol afloraba al ceder la tapa del arquita y yo quedábame absorto, pues si ese diminuto fuego era una maravilla, más asombroso resultábame saber qué sustancia era esa soliviantada pizca de calor.

– Ya puedes darle llama al tímido capullo que espera ser humo en tu boca – decía el Necesario y agregaba cada vez: – Todos los guerreros llevábamos un arquita como esa y andrajos cebados con lardo, pero no viene al caso el relato que glosa el origen de esa costumbre. Ya dije que habíamos dado fuego a las picas de nuestra simulada defensa y que arrastrándonos sobre la punzante marga en dirección al arbotante oeste del cerco de las iotas, escuchábamos sus cánticos. Ahora diré que a mitad del trayecto que nos separaba de ellas, el Primero dio orden de arremeterles silenciosamente. Todos a la vez pusímonos de pie y aprestando las armas comenzamos a correr entre los cactos y el pedregullo. La línea de antorchas estaba cada vez más próxima y las blancas e impertérritas siluetas de las invasoras y sus afinadas voces, desentonaban con la figuración que los echadizos habían provocado en nuestras imaginaciones. No eran corpulentas ni mostraban sus bellas partes. Sus cabellos blondos o bermejos no fulguraban bajo las acaecidas estrellas. Vestían albas túnicas que cubríanlas hasta los pies. En alto un brazo culminábales en un considerable abalorio de fuego. El otro brazo caía lacio al otro costado. No llevaban espada, no se cubrían con escudo y el sordo rumor de nuestra carrera no les alertaba. Cantaban como si con sus voces colmaran el cielo nocturno para birlarnos la contemplación de las estrellas. No comprendíamos su estrategia puesto que nuestra carga, ya visible, a doscientos trancos de ellas, tampoco les urgía.

Aquí, el Necesario hacía una pausa cada vez y volvía la mirada hacia las dunas mayores, donde los extraños ya se habían disuelto como los espejismos del camino.

– Lo único que me impacienta de esos dos desmañados hechos de aire es que no los comprendo – y volviéndose me constreñía con un distinguido gesto de sus manos -, pues ésta es la imperfección capital de una hueste: no comprender qué está haciendo el enemigo. Porque cuando no se comprende qué está haciendo el enemigo figúrate que uno ignora que ya ha sido derrotado. Y esta maca vital siempre tiene un orden de fiadores a quienes castigar con la muerte, el desarraigo o la invalidez. Con la muerte o la invalidez al Primero, con sólo la muerte a los echadizos, con el desarraigo o la invalidez a los principales y con solo el desarraigo a los guerreros. Pero ningún escarmiento se pudo destinar. Las Iotas se encargaron de ello. No existe peor castigo que la esclavitud y máxime cuando es un guerrero quien resiste ese tormento. Cinco ciclos de veinte lluvias permanecí prisionero de ellas. Servía de semental a diez mujeres por día y se me torturaba si no podía satisfacer a alguna. No creas que es agradable toda vez que tu goce reposa sobre una montaña de cadáveres. Devuélveme esa turbulenta pipa…

De un manotazo quitábame la pipa, mientras que con la otra mano se hacía del arquita que estaba sobre la mesa. Mi boca llena del hálito de la sesgada flor parecía crecer como el fuelle de los suplicantes sapos. También se inflamaban las mejillas del Necesario y en sus ojos aparecían sendas flamas que se estremecían conforme salía el humo de su boca.

– “Ten cuidado de ti, ellas no te matarán” habíame dicho Maro – memoraba el Necesario entonces -, pero en mí no destellaban esas dicciones. A cien trancos de esas mujeres inconmovibles, la duda y el deseo reconsiderado por la extrañeza, sólo permitíanme correr rumbo a la línea enemiga con el cuchillo en la mano como baldía. Ya no recordaba que esas mujeres habían hecho volar por el luctuoso cielo a cien de los nuestros. Ninguno de nosotros evocaba a los cien que yacían y nadie, ni siquiera el Primero, sabía porqué corríamos en dirección a esas etéreas e imperturbables mujeres cuyos brazos en alto sostenían esferas incandescentes, al tiempo que sus voces distendían nuestros músculos como sólo puede hacerlo la bonanza. No resultó extraño entonces que a un tiro de arco la hueste detuviera la carrera para sopesar el sentido de lo que estábamos haciendo. Pero nuestras mentes fueron atraídas de inmediato por los movimientos de la Iotas que, sin dejar de entonar, rompieron su frente para danzar con sus esferas de fuego. Era maravilloso ver cómo se pasaban esos pequeños soles a la vez que descoyuntaban preciosamente sus cuerpos. Ya podíamos adivinar sus admirables figuras bajo las túnicas. Ya podíamos apreciar sus facciones perfectas. Ya podíamos sentir… Recordarlo me repugna – decía el Necesario poniéndose de pie y tornándose, de modo que yo volvía a contemplar sus tensas cachas y su refulgente espalda – Podíamos sentir que no valía la pena luchar. Nosotros, el minúsculo ejército al que todos temían y al que nunca nadie había vencido, sentíamos el deber de la contemplación absoluta. Ahora una iota danzaba sola, enmarcada por un anfiteatro conformado por sus camaradas dispuestas en filas ascendentes de esferas luminosas. Esa mujer – decía el Necesario y daba unos pasos hacia el vértice sur del palio, donde se detenía – era inefable: Veloz, ágil, fuerte y bella a riesgo de sospecharla una ilusión masculina. Soltaba al aire su ígneo abalorio, rodaba sobre el pedregullo sin lastimarse y deteníalo con una mano mientras sus piernas ya la separaban del aserrado suelo, el rostro calmo, el paso gracioso y firme. Al mismo tiempo, las voces iotas tornábanse vertiginosas y trepidantes. Movíanse los puntos luminosos que conformaban el hemiciclo sin deshacer su contorno, que crecía a medida que las iotas se agregaban al panorama. Nosotros, ahora impertérritos, quietos, las armas caídas a un costado del cuerpo, asistíamos, y ya sin dominio de nuestras voluntades, al esparcimiento que nos brindaban. Nueve mil novecientos noventa y nueve puntos de fuego, bajo la noche de las acaecidas estrellas, compusieron el anfiteatro… – ahora el Necesario se volvía y caminaba hacia mí, la mirada disipada y ardiente – Nunca, nunca he vuelto a ver semejante ostento. Su composición y motivos internos variaban constantemente, pero sin descuidar el canto que seguían entonando y sin opacar la danza que esa mujer desplegaba…

Aquí cada vez sonaba cada vez un silbido estridente que interrumpía el relato del Necesario y me ponía de pie, en guardia, la espada de doble filo entre las manos, presto a defender mi vida, cosa que le causaba mucha gracia.

– No temas, es para mí, es el Primero.

Dichas estas palabras, el Necesario extraía del suspensorio una cajita de madera radiante, atestada de luces, a la que le levantaba una tapa para luego llevarla a su oreja derecha.

– Dime – le decía a la cajita y se ponía a escuchar meneado la cabeza.

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0 Responses to “Hijos de Maro (Onceava entrega)”

  1. Humberto says :

    No sé si ya te lo dije, la única contra que le veo a entregar una novela por capítulos es que uno, como lector, no puede decidir cuándo parar… ay, la tiranía de algunos escritores 😉
    Un abrazo.
    HD

  2. Carolina says :

    me encanta

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