Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (2010): la pérdida de las imágenes bucólicas…
Luis Carlos Muñoz Sarmiento – Director Cine-Club Libertadores (Año I. Reseña No 2. 8.VIII.12)
Uncle Boonmee… es el enfrentamiento de un hombre con sus vidas pasadas en las montañas, los seres que aparecen ante él y sus fantasmas, con la enfermedad como karma. Boonmee certifica que el hombre aprende más con los daños, que con los años. El filme del tailandés Apichatpong Weerasethakul, Palma de Oro en Cannes 2010, es una honda reflexión sobre la vida, el antejardín (sin flores) de la muerte, es decir, la enfermedad; pero, también sobre los ancestros, los muertos, los que fueron víctimas de errores ajenos; sobre el arte de la fotografía; un homenaje a la lentitud, representada en los morosos movimientos de los personajes, idea a través de la cual se contraponen dos mundos, en constante lucha: el campo y la ciudad; la Naturaleza y el progreso; el contacto directo con la tierra y la añoranza de ella en la urbe; un intento del arte por rectificar el pasado… así se sepa de antemano que es imposible desandar lo andado. Un filme que no es hablado sino susurrado, que se mueve entre la luz y la oscuridad, entre la luz y las sombras, como lo refrenda la visita a la cueva, en esa suerte de road movie existencial: como quien visita la de Altamira para descifrar el pasado… A la vez, un recorrido por la historia de la modernidad, con base en diversos elementos: radio, TV, cámara fotográfica, computador, celular y por el mundo de las imágenes con base en el contraste entre las puras (campo) y las intervenidas si no contaminadas (ciudad).
Plano-secuencia: un búfalo amarrado a un árbol y una pequeña hoguera con humo. Tres personas. Alguien llama al búfalo, símbolo milenario de fuerza y de relación con la tierra. Se menciona a Jaai, “el que manda a los trabajadores” y a quien Boonmee conoció en Laos, durante la guerra de Vietnam, cruzando el fronterizo río Mekong. “¿Inmigrantes ilegales, no les temes?”, pregunta Jen. Boonmee responde: “Los de Laos son más trabajadores que los tailandeses”, con lo cual de paso muestra un conflicto contemporáneo: igual sucede con los afganos que trabajan en Irán, como muestra Baran (2002), de Majid Majidi. Aparecen personajes como Diang y Buapan. Del primero, quien estaba paralítico dice Boonmee: “Ahora camina bien y orina tan claro como el agua.” Y lo dice porque a él le hacen diálisis por su riñón perdido. Todo sucede hasta ahora entre la bruma y la oscuridad. Durante una charla familiar, aparece Huay, el primer fantasma, ante Boonmee, Jen y el hijo de aquél, Tong. Más tarde, Boonsong, también hijo de Boonmee, entra en escena con sus ojos rojos y su apariencia de hombre-lobo. Algo profundamente ligado al mundo de las imágenes, a su historia, al arte; también, al mundo del budismo.
Cabe recordar, en 1586, pleno Renacimiento, uno de los períodos más fecundos del arte de la humanidad, Giovanni Batista Della Porta, en su Tratado de fisiología humana, afirma que todo juicio que se hace a una persona cuando alguien la mira a la cara se sustenta en ideas universales o arquetípicas: “El rostro representa todas las características de la persona, así como sus actividades, pasiones y costumbres. Por consiguiente, es posible juzgarlo en todo momento, pero sólo después de que las emociones y pasiones propias de esa alma se hayan serenado.” Para Della Porta, quien hace una útil comparación entre hombres y animales, un rostro de facciones caninas, por ejemplo, denota siempre cualidades negativas del alma humana, cualidades prestadas de la co-relación con el reino animal: molesto como un perro, pérfido como una hiena, taimado como un zorro, dañino como un lobo. Unos 50 años después el pintor francés Charles Le Brun dibujó rostro humanos y animales en contraste, entre ellos el de un hombre de rasgos lobunos que le daban un aire ladino y alevoso. A comienzos del siglo XIV, ya Dante había condenado al octavo círculo de su infierno a los culpables de los pecados del lobo: seductores, hipócritas, nigromantes, ladrones, mentirosos. El miedo del hombre por los lobos y por sus peludos congéneres es arcaico y ambiguo. En 1577, Lavinia Fontana pintó su cuadro Retrato de Tognina, Antonietta Gonsalvus, que muestra a una niña algo belfa, cuyo vestido suntuoso contrasta fuertemente con la capa de pelo que cubre la piel cual animal salvaje. Su padre, Petrus, de Tenerife, padecía la dolencia cutánea conocida como hypertricosis universalis congenita, que hacía que le brotara pelo en todo el cuerpo, incluidas las manos. Antes de cumplir 20 años se casó con una holandesa con quien tuvo cuatro hijos, todos los cuales heredaron el mal. La familia se mudó a Parma en 1583, tiempo en el que Lavinia Fontana pintó el cuadro de Tognina. En 1914, Freud describió el caso del llamado Hombre de los lobos, un joven perturbado que de niño soñó con un árbol lleno de lobos blancos que lo miraban por la ventana. Aunque los lobos no se veían amenazadores sino más bien atractivos, más parecidos a perros pastores, la criatura se despertó gritando “presa del terror (…) de que lo devorasen”. Freud aventuró que el pavor animal había sustituido al miedo por el padre, a quien el niño deseaba sexualmente a la vez que temía que lo fuera a matar. Sólo a regañadientes Freud admitió que esta emoción equívoca “se expresa con la ayuda de un cuento de hadas”, que provee la antiquísima iconografía de muerte y deseo manifiesto en el sueño. Los lobos nocturnos del Antiguo Testamento; los lobos rapaces del Nuevo; los lobos del demonio que en el Cuento de los Parsons, del inglés G. Chaucer, “estrangulan a las ovejas de Iesú Christo”; Charon, barquero del Averno, vestido con una piel de lobo, hablan del miedo mortal humano reflejado, no pocas veces, en la actividad onírica (Manguel, Alberto. Leyendo imágenes – Una historia privada del arte. Norma, 2002: 109 a 120).
Y si se atiende a Wim Wenders, quien dice que “toda película viene precedida por un sueño”, la de Weerasethakul viene precedida por uno no sólo relacionado con lobos, miedo y muerte sino por la historia del arte, de los cuentos de hadas, de la fotografía. No hay que olvidar lo que dice el hombre-lobo Boonsong, quien trabajaba con su cámara Nikkon Pentax “El arte de la fotografía” y no había mostrado a nadie su descubrimiento ni, de hecho, revelado su película: “Estaba obsesionado con esa nueva criatura, el fantasma-mono del que oíamos hablar cuando niños”, es decir, el hombre-lobo de la historia, la Tognina de la del arte, la historia de la fotografía, la de las imágenes, la de las ciudades, la del cine. Todo el filme Uncle Boonmee no es hablado sino susurrado, como la cadencia del samba, con el ritmo lento de quien se detiene con amor a mirar el campo, en clara oposición al vértigo de la ciudad. Weerasethakul no se agita, porque sabe que pierde peso, como su personaje enfermo. Con su filme recuerda la doble ecuación matemático-filosófica de Mílan Kúndera en La lentitud, precisamente: “El grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido; el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria.” Lo que muestra con la moto que rebasa al coche de caballos… Weerasethakul lo ejemplifica a partir de los lentísimos, nunca exasperantes, movimientos de los personajes, con lo que de paso reafirma la tesis de Schiller: “Hay que detenerse en las cosas con amor”.
El ambiente es cómplice de la atmósfera del filme: trabajadores, cultivos de tamarindo, panales de abejas, frondosa y verde vegetación, animales, la armonía de todo eso posibilita que el espectador se detenga en la Naturaleza, sin extrañar nunca el espacio de la ciudad. Para el que prepara el desarrollo del filme, una especie de enfermedad, como la de Boonmee: insuficiencia renal. “Mi enfermedad es producto de mi karma”, dice quien mató a muchos comunistas, aunque Jen piense que lo hizo con buenas intenciones. Nadie mata con buenas intenciones. Como decía Rojas Herazo: “Ninguna gran idea merece un cadáver”. Pero, además, ha matado a muchos bichos en la granja, lo que dentro del budismo es imperdonable. Jen, por su parte, extraña a su padre a quien el ejército envió a la selva para cazar gente, pero en su lugar cazaba animales: “Se quedó allí hasta que pudo hablar con ellos”. En consonancia con esta idea de armonía, el filme entra a lo profundo de la selva para mostrar la historia de una princesa y su amante, la que habla del reflejo en el agua, del espejo, de las impredecibles proyecciones en asuntos eróticos: “El reflejo en el espejo es una ilusión”, oye decir la princesa y ésta, sobre la persona que el joven de la cascada venera: “Eso también es una ilusión”. La princesa: “No me mirabas. Imaginabas que besabas a la mujer del reflejo, ¿verdad?”, con lo cual, por un lado, se evidencia, el joven ama a la mujer del recuerdo y, por otro, su historia remite a Freud: “En todo acto sexual intervienen cuatro personas; después hablamos por qué”. Memorable la escena en la que la princesa ingresa al agua para ser poseída por el pez-bagre, algo de una descomunal fuerza erótica, en un hecho que también se relaciona con el arte: Danae, de G. Klimt muestra la lluvia de semen áureo que cae entre las piernas de la protagonista, de forma análoga a como se detalla el movimiento de las burbujas cuando la princesa agradece al dios del agua…
El filme vuelve sobre Boonmee, quien cuenta que cuando era estudiante y daba charlas, se ponía tan nervioso que olvidaba y dejaba la comida sin terminar. La idea de la lentitud regresa: “Cuando estás agitado no puedes funcionar al 100%; en mi caso, me he reducido al 20%”, agrega, a causa de su mal. “¿Estás agitado o tienes miedo?”, pregunta Huay, la mujer-fantasma. “¿Te sentías igual cuando estabas muriendo?”, replica Boonmee. Éste experimenta la culpa del error, al confesarle a Huay la vergüenza que sintió cuando apareció en casa, se atreve a vaticinar que desconoce cómo podrá encontrarla luego de morir y pregunta si debe buscarla en el cielo: “El Cielo está sobreestimado. No hay nada allí”, afirma Huay y agrega que los fantasmas no se apegan a lugares sino a personas, a la vida… así que, con todo lo terrible que esta sea, vale la pena vivirla. Más adelante, Boonmee expresa su malestar porque tiene los ojos abiertos pero no puede ver nada… o, ¿será que los tiene cerrados? “Tal vez tus ojos necesiten algo de tiempo para que se acostumbren a la oscuridad”, dice Huay. Boonmee piensa que la cueva es como un vientre y aquí, de nuevo, la asociación con Freud no es gratuita: todo el mundo anhela volver al vientre materno, al notar, no pocas veces, lo fea que es la cosa por fuera. Y empieza una profunda reflexión al soñar la noche anterior con el futuro, adonde llegó en una especie de máquina del tiempo. En síntesis, la ciudad del futuro estaba regida por una autoridad capaz de hacer desaparecer a cualquiera… como en cualquier ciudad del presente: “Tenía mucho miedo de ser capturado por las autoridades, porque tenía muchos amigos en el futuro”, recuerda Boonmee hablando del futuro, que es ahora. Y, entonces, huyó, pero adonde iba lo encontraban, como quien habla en familia del Big-Brother, el más sin-sangre de todos.
Muere Boonmee. Y con él se entierra la continuidad de sus allegados en el campo. En el templo budista, todos comen arroz cocido. El siguiente plano es dolorosamente patético y muestra el tránsito al progreso: Jen y Roong, sobre una cama hacen cuentas y ven televisión. “No sé si Boonmee tenía tanto dinero en el banco. Si tenía tanto, debería hacer uno, ¿no?”, dice Jen. “La gente del campo no necesita ese lujo”, dice Roong. “No lo conocía bien, ¿qué escribiría sobre él?”, pregunta Jen. “Inventa algo”, dice una interesada Roong. Tong entra ataviado de monje budista: “No deberías estar cerca de nosotros”, señalan Jen y Roong: “Eres un monje, no un hombre”. Y viene el recuento del que, por contraste, es más hombre que monje: su cuarto no tiene radio; algunos monjes tienen computadores; revisan sus cuentas de correo; chatean en HI-5; y su cuarto está en silencio: queda claro que los jóvenes (no sólo) budistas no soportan el silencio ni la soledad. “Sé paciente, saldrás en unos días”, dice Jen. “Roong, vayamos al 7-Eleven”, dice el budista Tong: “Comamos (bien) antes de regresar al templo”. Jen, Roong y Tong aparecen idiotizados frente a la TV. En el restaurante aparece el rock, con el computador dominando la escena. Vuelven al cuarto y a la TV. Plano largo. Están atrapados. Jodidos. Se han vuelto esclavos de sus frías imágenes. La ciudad les responde por su traición al campo. Subjetiva: Jen y Tong miran TV. Contraplano: la cámara los ve mirar TV. Un cuadro pequeño, arriba de ellos, con un río en el medio, es testigo mudo de su pérdida de las imágenes bucólicas, de su desgarrador e inexorable extravío en la ciudad…
Título original: Lung Boonmee raluek chat (Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives). En español: Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas. País: Tailandia/ Alemania/ Francia/ Reino Unido/ España. Año: 2010; color; 113 min. Guión & Dirección: Apichatpong Weerasethakul. Música: Varios. Fotografía: Yukontorn Mingmongkon, Charin Pengpanich, Sayombhu Mukdeeprom. Intérpretes: Thanapat Saisaymar (Tío Boonmee); Jenjira Pongpas (Jen); Sakda Kaewbuadee (Tong); Natthakarn Aphaiwonk (Huay, esposa de Boonmee); Geerasak Kulhong (Boonsong, hijo de Boonmee); Kanokporn Thongaram (Roong, amiga de Jen); Samud Kugasang (Jaai, jefe trabajadores); Wallapa Mongkolprasert (princesa); Sumit Suebsee (soldado); Vien Pimdee (campesino). Producción: Coproducción Tailandia-España-Alemania-Reino Unido-Francia; Anna Sanders Films / Eddie Saeta S.A. / Illuminations Films / Kick the Machine. Premios: 2010: Festival de Cannes: Palma de Oro. 2010: Festival de Sitges: Premio de los críticos. 2010: Oscar: Preseleccionada por Tailandia para Mejor película de habla no inglesa. 2010: Independent Spirit Awards: Nominada a la Mejor película extranjera. Género: Fantástico. Drama. Sobrenatural. Surrealismo.
Luis Carlos Muñoz Sarmiento – Director Cine-Club Libertadores (Año I. Reseña No 2. 8.VIII.12)