Hijos de Maro

Por Enrique Pagella*

Desde hoy, comenzaremos a publicar esta novela, mediante entregas semanales. Ignoramos, como su autor, si habrá de concluir.

Al día sigue la noche y a la noche el día. Así parece suceder desde siempre y por siempre, tal vez, así suceda. No enumeraré los fenómenos cíclicos de la naturaleza y del cosmos pero no me abstendré de afirmar que lo cíclico constituye las estructuras de sus aconteceres. Hasta nosotros, los finitos seres humanos, nos cobijamos en una anémica cotidianeidad cíclica que si bien proclamamos detestar, puede transformarse en una fatal nostalgia si de pronto dejara de acaecer o si por un exceso de ego la abandonásemos en busca de una menos recurrente.

Muchas veces sospeché que esa maldita tendencia a repetirnos nos es otra cosa que una infantil estrategia para neutralizar una lacerante constatación: los cielos son o aparentan ser eternas sucesiones; los planetas y sus matemáticas migraciones también – sus formas: esferas que sólo favorecen actividades cíclicas; los vientos, las lluvias, las estaciones, todo tiende a reiterarse, todo menos los seres vivos, en especial el hombre. Así es, un entorno que connota inmortalidad para un ser que segrega mortalidad.

Casi todas las civilizaciones antiguas han elaborado estos tópicos. Los griegos en especial. Tiempo después, el filólogo devenido filósofo, el alemán loco, Nietzsche, primero metaforizó – Así habló Zaratustra – y luego conceptualizó esta cuestión. El eterno retorno, el regreso de lo mismo pero distinto. La idea del ciclo pero patas arriba gracias al concurso de una de las facultades menos confiable del hombre: la memoria. Nadie recuerda haber vivido la vida que ya ha vivido desde la eternidad y si por alguna razón logra esa iluminación, se desata la locura, la desintegración del yo.

Hijos de Maro nace de estas reflexiones y de la lectura de casi todo lo que han escrito los maravillosos griegos y el increíble alemán. Hijos de Maro intenta jugar con esos mundos, planteándose las siguientes preguntas: ¿Qué sucedería si pudiésemos recordar con absoluta claridad lo que ya hemos vivido miles de veces? ¿Escaparíamos de esa condenada eternidad o intentaríamos beneficiarnos con ese conocimiento?

El protagonista de esta novela, un guerrero, se topará con esa conciencia e intentará transgredir las leyes de ese movimiento eterno. Para ello deberá transformarse en un guerrero-filósofo como lo pedía Sócrates en La República de Platón.

Capítulo 1

Ningún guerrero, conforme pasan los cielos, guarece memorias anteriores al hito común: Ser encontrados.

Yo, que soy una singularidad, nunca moriré: Comprendo el redundado pretérito porque he recordado la cadencia de la lengua madre.

I

Mi evocación inaugural es un tropiezo con veinte guerreros que me tienden una emboscada en el arroyo Dorado, más allá de las montañas añiles.

Estoy en un promontorio de rocas, desde donde diviso claramente sus movimientos. Podría escapar hacia el poniente, pero no lo hago. Estimo que el arroyo que bordea mi posición y que las tierras aledañas son mi territorio. Tenso el arco y apunto a un gran hombre que intenta cruzar de un salto el estrecho arroyo. Lanzo un vistazo a los otros y veo que se dispersan. Noto también a dos o tres derribados, cerca de la curva que traza el arroyo a mi izquierda. Disparo justo cuando el gran hombre cae sobre la otra ribera del arroyito. La flecha se le hunde en un ojo y él se desmorona sobre el pedregullo, gritando pavorosamente. Una lluvia de flechas entonces delinea un tuerzo en mi dirección. Espérola apretujando el cuerpo plegado contra una roca. Cuando las silbas y los chicotazos se acallan me incorporo con un tiro madurado. Pero uno de los hombres me embiste con un hachazo que eludo dándome tiempo para sacar la cuchilla e insertársela en el sobaco. Aprovecho su dolor entonces. Levanto una gran piedra y doy tres golpes en su cabeza. Cuando revierto el frente, seguro de haberlo matado, una boleadora se me embrolla en el cuello, rompiéndome varios dientes uno de los pedruscos, abriéndome la nuca y cerrándome un ojo los otros dos. Luego tres hombres saltan sobre mí. Uno me da un puñetazo en la nariz; los otros me quitan la conciencia a trancazos.

Ese es el primer recuerdo cada vez.

Vuelvo a saber de mí dentro de una jaula. Trece hombres a pie escoltan al carromato que es tirado por un paquidermo. Una tolva de madera inmoviliza mis brazos y mi cuello. Todo mi rostro es un sufrimiento propagado. El ajetreo me sacude contra los hierros. Costosamente me incorporo y grito. Los hombres ríen. Uno de ellos se me acerca.

– Soy el Primero – me dice en una lengua que no comprendo, hace silencio, me mira sin rudeza – Hermoso alumbramiento has tenido; mataste a siete, dos más que yo a tu al cero.

Dicho esto levanta un brazo, grita y varios hombres detienen al elefante. Luego extrae de su costado una vejiga y por entre los barrotes introduce el pico, una pezuña truncada para que yo beba agua cada vez.

La marcha se reanudaba. Circundábamos un bosque de eminentes frondas añiles.

Apenas el sol se hundía en el lago rojo del horizonte, nos desviábamos hacia una dehesa de un peregrino color malva.

Pronto entrábamos a un caserío.

La noticia de que yo mataba a muchos de los que me capturaban en la era aleonada, llegaba antes que yo a la Aldea y la Aldea siempre me recibía con el ansia retenida de las débiles alimañas que confían en su suma y temen al valeroso.

Recuerdo la noche densa, la presión del cepo en las muñecas, su peso en los hombros; la mirada de los noctívagos; sus siseos, sus murmuraciones: Es el favorito, recibirá la espada de doble filo.

*Enrique es un ya más que maduro autor tan inédito como inconcluso. A lo largo de su vida ha hecho un montón de tonterías y ha fatigado una innumerable cantidad de oficios y estudios. Ex-maestro de escuela primaria, ex-periodista político, ex-redactor publicitario, ex-visitador médico, ex-boletero de trenes, ex-clown y actor de teatro, ex-organizador de eventos empresariales, ex-vendedor de bikinis en las sierras de Córdoba, ahora se dedica al realización de video pero lo que realmente busca es una fórmula para vivir sin trabajar.

Cuando se le pregunta porqué no ha publicado responde que porque nunca ha terminado nada. Tiene en su haber tres novelas, una treintena de cuentos, tres obras de teatro y tres guiones cinematográficos, todos inconclusos.

A pesar de este obstinato existencial se compromete a llegar al final de «Hijos de Maro», aunque para ello deba escribir peor que Dan Brown o pagarle a algún escritor fantasma – tal vez él que ayuda a Dan Brown.

Enrique Pagella Nació en 1965 y aún no ha muerto. Muchos lo consideran como uno de los inútiles más interesantes que han conocido, en especial su psicólogo. Él prefiere ignorar los elogios y ahondar silenciosamente en el camino de la infecundidad.

En el 2009 obtuvo la Beca Guggenheim pero por un error administrativo ya que Enrique no hizo ninguna presentación. La John Simon Guggenheim Memorial Foundation premió su honestidad – fue él mismo quien los anotició de la equivocación – con mil dólares que usó para tomarse unas vacaciones en Gualeguaychú, provincia de Entre Ríos, Argentina, donde comenzó a escribir «Hijos de Maro», cuya primera entrega publica hoy Milinviernos.

 

 

 

 

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