Jünger, las palabras, la ciencia, y el absoluto
A «Los acantilados de mármol», la novela escrita por Ernst Jünger publicada en 1939, se le adjudicó un carácter visionario. Antes de que comenzara la segunda guerra mundial, Junger, a juicio de muchos lectores, sabía lo que habría de ocurrir durante los seis años siguientes. La trama de la historia escrita por el autor alemán que vivió más de cien años, es la de un par de hermanos que ven cómo su tierra (La Marina) comienza a ser invadida por bárbaros del bosque comandados por el Gran Guardabosque. En una lectura con clave alegórica, se asumió que ese Gran Guardabosque era Hitler.
«Sobre los acantliados de mármol» puede seguir actualizando su aspecto profético; lo único que cambian son los nombres de quienes puedan constituirse en un Gran Guardabosque. En el libro de Junger está presente esa división entre civilización y barbarie, siendo el principal representante de esta última categoría, el hombre que viene de la profundidad de los bosques. Y es en este aspecto donde muchos pueden proclamar la caducidad de la novela.
Pero pueden haber otras propuestas de lectura del libro en donde se alejen de la cave alegórica. La clave para un nuevo punto de partida está al interior de la misma novela, la cual hace encontrar dos «culturas» que a lo largo del siglo XX estuvieron alejadas: La ciencia y las denominadas humanidades. En el trabajo de Jünger hay una cercanía con el misticismo que inspiró a Newton a investigar sobre la gravedad y a traducir la biiblia. Ese retorno, sin embargo, viene con una transformación que ya se estaba gestando en el momento que Junger escribió su novela: La independencia del las palabras y su vocación creativa:
Nuestro plan era estudiar, y de la manera más completa posible, la existencia de las plantas, para lo cual, siguiendo un orden clásico, en primer lugar nos ocupamos de a respiración y la nutrición de las mismas. Como todas las cosas de este mundo, también las plantas nos hablan a nosotros, los hombres; pero para entender su lenguaje es preciso poseer un espíritu lúcido. Es posible que en su germinar, florecer y marchitarse se oculte esta ilusión a la que ningún ser creado escapa; pero el espíritu sabe intuir que en el estuche de las apariencias se oculta algo eterno. Hermano Othón llamaba «sorber el tiempo» a esta manera de observar las cosas; aunque creía que el tiempo no puede ser agotado a este lado de la muerte.
Una vez instalados, nos percatamos de que, casi en contra de nuestra voluntad, nuestro tema se iba apliando. Quizá era aquello debido a que, lo mismo que la llama arde con más claridad y mayor ímpetu en el oxígeno, el aire vivificador de la Ermita daba a nuestro pensamiento un curso nuevo. A las pocas semanas me pareció que los temas habían cambiado, y aquel cambio me hizo el efecto de una privación en el sentido que el lenguaje no me satisfacía. Una mañana, al contemplar la Marina desde lo alto de la terraza, las aguas se me aparecieron más profundas y luminosas que nunca, como si hubiera sido la primera vez que las mirara con absoluta serenidad. En aquel instante tuve la dolorosa sensación de que la palabra se independizaba de las cosas, al modo que la cuerda se libera del arco que la mantiene demasiado tirante. Había sorprendido un jirón del velo de Isis de este mundo, y a partir de aquel momento el lenguaje no me sirvió con la misma fidelidad de siempre. Pero aquella experiencia fue para mí como un nuevo despertar. Al igual que los niños cuando comienzan a tener conciencia del sentido de la vista y alargan los brazos hacia las cosas que les rodean, así buscaba yo las palabras que pudieran captar aquel nuevo y cegador brillo de la Naturaleza. Nunca hasta entonces había sospechado que el hablar pudiera ser algo tan doloroso, y, sin embargo, pese a mis sufrimientos, no deseaba volver a mi antigua existencia ingenua. Si un dúa nos hacemos las errónea ilusión de poder volar, siempre más preferiremos el torpe salto a la marcha segura sobre tierra firma. Así me explico la sensación de vértigo que a veces me sobrecogía al realizar tales esfuerzos.
Ocurre que el sentido de la medida se nos escabulle fácilmente cuando avanzamos por lo desconocido. Por esto fue una suerte al tener a mi lado a hermano Othón, prudente compañero. Muchas veces, cuando había aprehendido el íntimo sentido de una palabra, con la pluma en la mano corría hacia el piso inferior para comunicarle mi hallazgo, y otras, al contrario, era él quien, con el mismo objeto, subía apresuradamente al herbario donde yo trabajaba. Nos gustaba crear imágenes, que llamábamos modelos. Se trataba de tres o cuatro frases cortas escritas sobre una cartulina, y en cada una de ellas debíamos cifrar un fragmento del gran mosaico del mundo, al modo que algunas piedras se encuentran en determinados metales. De esta manera describíamos las cosas, así como sus cambios y evoluciones, desde el granito de arena hasta el bloque de mármol. Al atardecer reuníamos las cartulinas y, una vez leídad, las arrojábamos al fuego.
Pronto notamos como la vida misma nos empujaba en nuestro trabajo y como poco a poco íbamos adquiriendo una mayor seguridad. La palabra es, a la vez, como una reina y una bruja. Seguíamos el alto ejemplo de Linneo, quien, con el cetro de la palabra en la mano, avanzó entre el caos del reino animal y vegetal. Y su poder se extendió sobre prados en flor e infinitas legiones de insectos, que constituían un reino mucho más hermoso que todos los imperios conquistados a punta de espada.
Y al seguir el ejemplo de Linneo tuvimos la sospecha de que un profundo orden gobierna la vida de la Naturaleza; pues el hombre siente la necesidad de imitar con su débil espíritu el milagro de la creación, de la misma manera que el pájaro siente la necesidad de construir su nido. Y lo que con creces recompensaba nuestros esfuerzos era el tener la certeza de que el orden y la ley incluso están presentes en lo que nosotros llamamos desorden y azar. Cuanto más escendemos, más nos acercamos al misterio que el polvo oculta. Así, la confusa imagen de los horizontes se amplía y detalla a cada paso que damos hacia la cúspide de la montaña, y, al llegar a cierta altura, en cualquier lugar que estemos, os sentimos cercados por un puro anillo que es como la alianza de la eternidad. (Cap VI. Trad. Tristán La Rosa)
Jünger fue un entusiaste de la ciencia. Quizá un teólogo que no le dio la espalda a las propuestas científicas sino que en ellas vislumbró rastros del absoluto .